En ocasiones, la diversión y los juegos eran competitivos: al Chapo le gustaba jugar ajedrez con un reo en particular, un antiguo miembro de la guardia presidencial que había sucumbido a la corrupción. También jugaba basquetbol y voleibol. «Era bueno en todo», recuerda el reo. El Chapo se hallaba en excelente forma para ser un hombre de cuarenta y pocos; también tenía la fortuna de poseer una «fuerza de voluntad asombrosa».
El Chapo aparentemente también tenía un lado ligero. En ocasiones, los grupos musicales que tocaban banda sinaloense llegaban a la prisión; como era un ávido bailarín, el narcotraficante los adoraba. En ocasiones, el comedor de Puente Grande se convertía en cine; El Chapo y otros reos veían película tras película en una pantalla grande, mientras comían palomitas de maíz. A veces comían helado y chocolates. A ratos El Chapo era un tanto sentimental, de acuerdo con un reo: «Vimos La Cenicienta juntos, comiendo palomitas. ¡Imagínese!».
En ocasiones se fugaba información acerca de las fiestas y sucesos en Puente Grande, lo cual se convirtió en algo así como un chiste nacional en un país en el que el sistema penitenciario tenía una grave necesidad de reforma. Hasta hoy siegue habiendo rumores no confirmados de que al Chapo se le permitía abandonar la prisión con regularidad en fines de semana para visitar amigos, cómplices y familiares en lugares cercanos. José Antonio Bernal Guerrero, un funcionario local de derechos humanos, ha insistido públicamente en que, durante su reclusión, El Chapo tenía permitido entrar y salir de prisión a su gusto.
Las prisiones de México nunca han sido famosas por ser instituciones administradas de manera segura, pero Puente Grande en la década de los noventa se llevó la palma. Cuando llegó El Chapo: «la seguridad y la disciplina en el Cefereso 2 se vinieron abajo», recuerda el custodio Claudio Julián Ríos Peralta. Había disciplina de alguna manera, pero no venía del personal de la prisión.
En las pocas ocasiones en que el dinero no era suficiente para convencer a un custodio o a un reo de cumplir todo capricho del Chapo, las amenazas garantizaban su cumplimiento. Aquellos que no querían trabajar para El Chapo eran reportados con Jaime Leonardo Valencia Fontes, un prisionero que fungía como el «secretario» más cercano del Chapo.
Valencia abordaba al prisionero o al custodio reacio: «Mira, dicen que estás molesto y que no quieres nuestra amistad. No te preocupes, aquí tenemos… —entonces sacaba una laptop y un organizador electrónico portátil, y se los mostraba al rebelde antes de continuar —los datos de tu casa y de tu familia. No hay problema».
Después de eso, casi todos accedían. Blandiendo sus bates de béisbol, un grupo de vándalos conocidos como «Los Bateadores», se encargaban de los que no accedían.
El Chapo y su gente también recibían mujeres regularmente, tanto de dentro como de fuera de Puente Grande. Existía un procedimiento para elegir a las prostitutas. Alguien en la nómina del Chapo se dirigía a los bares en Guadalajara, de noche, y seleccionaba a varias mujeres, a las que luego llevaban a un punto de contacto cerca de Puente Grande. Allí, un custodio de alto rango que recibía 3,000 dólares mensualmente como pago por actuar como pseudo-padrote, las llevaba a la prisión en una camioneta. Su presencia significaba que no habría revisión, pero él llevaba dinero extra por si acaso hacía falta sobornar a sus subordinados para traer alcohol o drogas adicionales.
En las noches, El Chapo y los otros narco-reos cerraban el comedor durante dos horas y tenían sexo con las mujeres elegidas. El comedor se convertía en un «hotel», de acuerdo con el testimonio de un empleado de la prisión. En ocasiones permitían a las mujeres subir a las celdas. Rara vez usaban las celdas designadas para visitas conyugales.
Las mujeres de Puente Grande también eran opciones aceptables, y de hecho, parece que El Chapo tenía su lado encantador. En una entrevista realizada en el 2001, la empleada de cocina Ives Eréndira Arreola recordó como la había cortejado el narcotraficante. Era junio del año anterior y ella estaba trabajando en el Bloque de Celdas 2. De acuerdo con sus compañeros reos, él se fijó por primera vez en Eréndira —que tenía 38 años de edad— aproximadamente un mes antes, y preguntó sobre ella. ¿De dónde era? ¿Tenía familia? ¿Niños? ¿Era casada? ¿Podían transferirla para que trabajara en el Bloque de Celdas 3, donde él estaba recluido?
Cuando finalmente se acercó a la tímida empleada de cocina, en junio, y se presentó, la jefa de Eréndira supo exactamente lo que él quería. Ella y sus compañeros ani maron a Eréndira; después de todo, era una manera de hacer dinero, y Eréndira era madre soltera de un pueblo pobre de la cercanía. Ni qué decir del hecho de que rechazar al Chapo sólo le causaría problemas.
Sin embargo, Eréndira sabía que emparejarse con El Chapo podía también llevarla por un camino peligroso. Así pues, cuando finalmente él le pidió que acudiera a su celda durante las horas preestablecidas para las visitas conyugales, ella se rehusó. «No subiré —le dijo amablemente—. Tengo hijos, vivo sola y no quiero que la gente hable de mí… incluso si subo sólo para platicar, la gente dirá que estuve contigo».
El Chapo pareció tomarlo bien y le ofreció su amistad y nada más. Pero al día siguiente Eréndira llegó a casa y encontró un ramo de rosas. No tenía tarjeta, pero ella supo de parte de quién era. Después él la llamó —a su teléfono celular, cuyo número no le había dado—. «¿Te gustaron las rosas?», preguntó El Chapo.
Las flores siguieron llegando, y para julio, Eréndira sucumbiría a los encantos del Chapo. Tuvieron relaciones sexuales por primera vez en un cubículo de la prisión reservado para visitas de abogados, psicólogos y sacerdotes. Las citas continuarían por varios meses, y a pesar de que El Chapo era el caballero perfecto (se aseguraba de que su celda o cualquier habitación en la que se reunieran estuviera en el mejor estado; ordenaba sábanas limpias, flores y cortinas para tener privacidad), Eréndira tenía miedo de las repercusiones. Para septiembre, ella se dio cuenta que sería mejor dejar su trabajo en Puente Grande, y renunció.
El Chapo no la dejaría ir tan fácilmente. «Te compraré un carro». No, fue la respuesta de Eréndira. «¿Una casa?». Pero aún así, dijo que no. El Chapo prometió ponerle un pequeño negocio; sus hijos estarían bien cuidados. Aún así, Eréndira se negó.
Pero aunque ella pudiera rechazar el dinero, había algo que no podía resistir: al Chapo mismo. Luego de dejar su trabajo, ella continuó visitándolo en Puente Grande, donde pasarían la noche juntos. Se volvieron unidos. En el cumpleaños de ella, el 11 de noviembre, se oyó un golpe en la puerta de Eréndira. El Chapo mandó a uno de sus hombres a darle un regalo de 1,000 dólares. No era mucho, viniendo de un hombre con sus medios, pero lo que contaba era la idea.
Había otras mujeres, muchas otras mujeres. Sus esposas, Alejandrina y Griselda, tenían nombres en clave y números de teléfono celular especiales mediante los cuales podía ponerse en contacto con ellas —y convocarlas— en un instante. El Chapo incluso recibía entregas de Viagra regularmente para mantener su libido.
Y luego estaba Zulema.
Aun cuando andaba tras Eréndira y entreteniendo a sus esposas, El Chapo se estaba enamorando de una prisionera, Zulema Yulia Hernández, de 27 años, una ex policía de Sinaloa que había sido condenada por delitos relacionados con las drogas.
Hernández había empezado su carrera como una mujer policía ejemplar, con altas calificaciones y evaluaciones brillantes por parte de sus superiores. Pero la tentación del mundo de los narcóticos había sido demasiada y había sido seducida tanto por el estilo de vida como por el dinero. Había terminado en Puente Grande, una de apenas cinco prisioneras en la penitenciaría de máxima seguridad. Pero ella era la prisionera que destacaba: 1.65 metros de estatura, delgada, con cabello castaño, piel clara, ojos café oscuro y un «cuerpo casi perfecto», como describió un periodista. Ella era el trofeo.
Tanto ella como El Chapo eran de Sinaloa. Ambos sabían de la miseria absoluta en la sierra, que destruye vidas aun antes de que comiencen. Ambos estaban involucrados en el tráfico de drogas. Ambos habían acabado en Puente Grande, atrapados entre las mismas lúgubres paredes de la prisión. Ella y El Chapo se conectaban. Ella encontraba consuelo en los brazos de él, y él en los de ella.
«Joaquín y yo nos identificamos uno con el otro porque yo estaba en el mismo lugar que él», recordó Hernández en una entrevista con el escritor mexicano julio Scherer en 2001.
«Yo estaba viviendo lo mismo [el infierno] que él. Yo sé lo que es caminar de un lado al otro en tu celda. Yo sé lo que es estar acostado, despierto y esperando, yo sé de este insomnio, yo sé de esto… de querer quemarse uno mismo en sexo, quemarte las manos, la boca, fumarte el alma, fumar el tiempo para que pase… Y él sabía que yo sabía». El romance se agotó. Con frecuencia dormían juntos en su celda, a veces hacían el amor, a veces sólo se acostaban juntos. Hablaban, se abrazaban, compartían sus secretos más íntimos. «[Con frecuencia] no teníamos [sexo], pero él quería sentirme cerca», recordaba ella. «Él quería que yo estuviera desnuda, sentirme cerca de su cuerpo. No teníamos sexo, pero estábamos juntos. Y yo lo entendía, y sabía que él quería llorar. Yo sabía que ya estaba harto de esa prisión…»
Hernández recordó que después de la primera vez que hicieron el amor, «él envió un ramo de flores y una botella de whisky a mi celda. Yo era su reina».
Aunque El Chapo no podía escribir, también le envió tarjetas a Hernández, escritas por un reo, que expresaban sus pensamientos.
«¡Hola, mi vida! Zulema, querida», escribió El Chapo el 17 julio 2000, mientras las autoridades planeaban transferir a su amante a otra correccional. «He estado pensando en ti cada momento y quiero imaginar que estás contenta… porque tu transferencia será pronto… La otra prisión será mucho mejor para ti, porque habrá más espacio, más movimiento y tiempo en los días en que tu familia te visita».
Cuando uno ama a alguien, como te amo en mi corazón, uno está contento cuando hay buenas noticias para esa persona que uno adora, aun cuando estaré más sensible en los días posteriores a tu transferencia… Preciosa, si antes de que te transfieran podemos vernos (si Dios quiere, mañana), quiero darte un dulce abrazo y tomarte en mis brazos para preservar este recuerdo cada vez que piense en ti, y así soportar tu ausencia hasta que Dios nos permita estar juntos de nuevo, bajo diferentes condiciones y en algún otro sitio que no sea este difícil lugar.
Firmó la carta simplemente «JGL».
Zulema no fue transferida. El Chapo escribió de nuevo unos días después.
¡Amor de mis amores! ¿Cómo estás, preciosa? Espero que estés bien, tranquila y optimista, como deberías estarlo, probablemente estás algo ansiosa porque no has sido transferida aún, pero no te desesperes, sucederá, es sólo cuestión de tiempo, sólo unos cuantos días, de acuerdo con el abogado…
…Mi corazón, ahora que te vas y que yo me quedaré un rato más, te extrañaré muchísimo… Cuando te hayas ido sufriré mucho, me he encariñado mucho contigo, has sabido cómo ganarte mis sentimientos, y con fran queza y honestidad puedo decir que te amo, que eres una bella persona, una niña bonita que ha despertado en mí la pasión del amor… Encuentro consuelo en pensar cómo te comportaste conmigo, recuerdo tu cara con esa sonrisa que tanto me agrada, recuerdo todo lo que hemos hablado, las alegrías, las tristezas, pero por encima de todo, para mí, recordar cada momento, cada instante que fuimos una pareja —hombre y mujer— tiene un valor especial… Zulema, te adoro…
Luego de siete años tras las rejas, cinco de ellos en Puente Grande, estaba claro que El Chapo había encontrado una verdadera compañera. La transferencia de Hernández nunca se llevó a cabo, y ellos continuaron su relación.
El Chapo envió más cartas.
¡Hola mi amor!… Mi amor, ayer soñé contigo y fue tan real, tan bonito, que cuando desperté, sentí como si tuviera algo bueno en mí, pero al mismo tiempo [sentí] un poco de tristeza cuando me di cuenta de que era sólo un sueño… De momento no tengo los detalles precisos, pero sí… la próxima semana, con el favor de Dios, te veré y tendré la oportunidad de mirarte a los ojos y al mismo tiempo decirte cuánto te amo, [decirte] lo que representas en mi vida y [contarte de] los planes que tengo para nosotros en el futuro.
Una noche, a finales del 2000, cuando estaban juntos, El Chapo le habló a Hernández de sus planes para escapar.
«Acabábamos de hacer el amor —recuerda Hernández—. Él me abrazó: `Cuando me vaya, estarás mejor; te voy a ayudar con todo. Le di instrucciones al abogado… No te preocupes, nada saldrá mal, todo está bien'.».
El Chapo cumplió su promesa. En 2003, Hernández fue liberada de Puente Grande, y se unió a una pequeña banda de narcotraficantes. En menos de un año fue capturada, pero los abogados del Chapo ayudaron a acortar su sentencia.
Sin embargo, las relaciones del Chapo con mujeres dentro de Puente Grande no eran todo rosas, ni siquiera disfrazadas de amor. Algunas relaciones eran mucho más siniestras. Los reportes de abuso y violación durante los encuentros del Chapo y sus asociados con las prostitutas abundaban y en más de una ocasión las autoridades de derechos humanos y las autoridades estatales investigaron sus quejas.
Por supuesto, muy poco de esto se comprobó: todos estaban en la nómina del Chapo, y pocos hablaban.
Señal de alerta
Aunque El Chapo era un prisionero (si se le puede decir así), seguía siendo un gran narcotraficante. Pudo continuar administrando su negocio desde el interior de Puente Grande. Antes de su captura, le había dado algo de dinero a un lugarteniente de alto rango para asegurarse de que todo marchara sobre ruedas mientras él estaba adentro. El Chapo y sus hombres tenían varios teléfonos celulares, y por ese medio se encargaban de sus negocios; aparentemente también usaban laptops para algunos asuntos de contabilidad.
De acuerdo con la DEA y la PGR, Arturo, uno de los hermanos más jóvenes del Chapo, había recibido el control operativo del narcotráfico en Sinaloa en 1995, más o menos por la época en que El Chapo fue transferido a Puente Grande. Pero por medio de sus abogados, quienes le daban instrucciones a Arturo, aparentemente El Chapo aún estaba ordenando la construcción de túneles para el contrabando de drogas por debajo de la frontera con Estados Unidos —lo cual, para entonces, se había convertido en su marca distintiva— y asegurándose de que su hermano tuviera bien afianzado el negocio.