—No, no me molesta —contestó Yonah. Pero tenía que ser sincero con Fierro—. Creo que podría ganar alguna vez si volviéramos a los torneos a caballo —dijo.
Fierro sacudió la cabeza.
—Tú no eres un escudero que está aprendiendo a ser un caballero, por consiguiente, ¿de qué te serviría perfeccionar tu destreza con la lanza? Quiero que luches a espada contra Ángel para que adquieras más soltura, pues ser un buen espadachín es útil para cualquier hombre. En cada combate, estás obligando a Ángel a darte una lección.
Yonah siempre se esforzaba al máximo y no cabía duda de que la constante práctica e imitación le permitían mejorar. Pensaba que, con un poco más de práctica, podría aprender a parar y golpear y a saber cuándo retirarse y cuándo acometer y abalanzarse. Pero Costa, que tenía más años, era más rápido y fuerte, un verdadero maestro en el uso de las armas, por lo que, por más que se esforzara, Yonah jamás podía vencerle.
A veces, Ángel hacia demostraciones con la ballesta, un arma que no era muy de su agrado.
—Un hombre inexperto puede aprender rápidamente a lanzar con la ballesta un cuadrillo tras otro contra las filas cerradas de un ejército enemigo —decía—, pero es un arma muy pesada y la lluvia estropea fácilmente su mecanismo. Y no tiene el impresionante alcance del arco.
De vez en cuando, Ángel ofrecía a los trabajadores de la armería una fugaz visión de la guerra, una vaharada de olor de sangre.
—Cuando un caballero es desarzonado en una batalla, tiene que despojarse de inmediato de una parte de su armadura, so pena de que lo dejen rezagado los espadachines, lanceros, piqueros y arqueros, que están menos protegidos que los jinetes, pero mucho más libres de impedimentos. La armadura no puede abarcarlo todo y no está hecha para combatir sin caballo.
Rellenaron un viejo sayo con paja, señalando los puntos que no estarían protegidos por la armadura. Casi siempre, el arco de Ángel arrojaba desde lejos una flecha y alcanzaba al enemigo en una de langostas y desprotegidas grietas en las que las piezas de la imaginaria armadura no se juntaban.
Cada vez que efectuaba un disparo especialmente difícil, Fierro lo recompensaba con una moneda.
Una tarde el maestro los reunió a todos en el palenque y dirigió la colocación de un enorme y pesado instrumento.
—¿Qué es eso? —preguntó Luis.
—Una bombarda francesa —contestó Fierro.
—¿Y para qué sirve? —preguntó Paco.
—Ya lo verás.
Era un tubo de hierro repujado, con unas grandes plataformas y unas cadenas. Cargaron en el tubo una pesada bala de piedra revestida de hierro y le aplicaron pólvora que, según Fierro, contenía salitre, carbón de leña y azufre. Fierro se pasó un rato manoseando un gozne que elevaba el ángulo de la bombarda. Indicó que los trabajadores se situaran a una distancia prudencial y después acercó el extremo encendido de un palo al fogón situado en la parte inferior de la bombarda.
Cuando el salitre empezó a arder sin llama, el maestro soltó el palo y corrió a reunirse con los demás.
Hubo un momento de pausa mientras la pólvora ardía y, de pronto, se produjo un terrible estruendo, como sí Dios hubiera dado unas palmadas.
La bala de piedra voló por el aire emitiendo un sordo silbido y cayó mucho más allá del blanco, yendo a dar contra un roble de considerable tamaño cuyo tronco partió.
Hubo risas y vítores.
—¿De qué sirve un arma bélica que ni siquiera se acerca al blanco? —preguntó Yonah.
Fierro no se ofendió, pues comprendió que se trataba de una pregunta sincera.
—No ha alcanzado el blanco porque yo no soy experto en su uso. Pero me han dicho que no es difícil adquirir práctica.
—La precisión no tiene demasiada importancia. En la batalla, en lugar de balas de piedra, estas bombardas pueden arrojar botes de metralla, que son unas balas hechas con fragmentos de piedra y hierro unidos con una cola especial que se disgrega en el momento de la explosión. ¡Imaginad lo que podrán hacer varias bombardas contra una fila de infantes o jinetes! Los que no huyan caerán como la hierba ante la guadaña.
Paco apoyó la mano en el cañón y la retiró de inmediato.
—Está caliente.
—Sí. Me han dicho que, cuando se utiliza demasiado, a veces el hierro se parte. Algunos creen que quizá seria mejor utilizar cañones de bronce fundido.
—Es realmente impresionante —dijo Costa—. ¿Eso quiere decir que vamos a construir bombardas, maestro?
Fierro contempló el árbol quebrado y sacudió la cabeza.
—No creo —contestó en voz baja.
Los ojos vigilantes
Varias semanas después de que enviara a Lavera y a su acompañante a la cueva, una clara mañana dominical, Yonah montó en su caballo árabe para dirigirse al yermo rocoso y, una vez allí, ató el animal a un arbusto. Cualquier huella que hubiera habido en el pedregoso suelo había sido borrada por los fuertes vientos y la poca lluvia que había caído desde entonces.
El interior de la cueva estaba vacío.
Los huesos del santo habían desaparecido, al igual que la tosca cruz y las vasijas de barro. En su afán de llevarse todas las reliquias sagradas, los saqueadores habían roto el altar. Las ramas secas diseminadas por el suelo y el dibujo del pez en la pared de roca eran la única prueba de que el anterior aspecto de la cueva no era simplemente un sueño de Yonah.
En la pared, por debajo del pez, se veía una mancha que parecía de oscura herrumbre; cuando él se arrodilló con la vela, vio otros restos de herrumbre que no eran sino unos grandes charcos de sangre reseca en el suelo de piedra.
Los que habían tendido la emboscada y habían estado esperando y vigilando en aquel lugar no sólo se habían apoderado de un valioso trofeo sino que, además, habían eliminado a sus competidores en el sur de España.
Yonah sabía que, al entregar el mapa a Anselmo Lavera y su compañero, los había ejecutado con tanta certeza como si él mismo hubiera empuñado el arma. Regresó a Gibraltar sumido en una mezcla de aturdido alivio y hondo remordimiento, consciente de que era un asesino.
Desde que regresara de Tembleque, Ángel Costa se había ido convirtiendo poco a poco en un piadoso defensor de la Iglesia de Gibraltar.
—¿Por qué sales a cabalgar los domingos por la mañana? —le preguntó a Yonah.
—El maestro Fierro me ha dado permiso.
—Pero Dios no te lo ha dado. Los domingos por la mañana son para adorar a la Santísima Trinidad.
—Me paso casi todo el rato rezando —aseguró Yonah, simulando una devoción que no debió de impresionar a Costa, pues éste soltó un bufido.
—Entre los armeros, sólo tú y el maestro no adoráis respetuosamente a Dios. Tienes que ir a misa. ¡Procura enmendarte, señor mío!
Paco lo había visto y oído todo. Cuando Costa se fue, le dijo a Yonah:
—Ángel es un asesino y un pecador que arderá sin duda en el fuego del infierno; sin embargo, se preocupa por el alma inmortal de otros hombres mejores que él.
Costa también había hablado con Fierro.
—Mi amigo José Gripo me ha advertido de que mi ausencia de misa ha llamado peligrosamente la atención sobre mi persona —le dijo el maestro a Yonah—. Por consiguiente, tú y yo tendremos que cambiar de costumbres. Tú ya no saldrás a cabalgar los domingos por la mañana. Este rato lo dedicarás a la plegaria. Sería aconsejable que esta semana asistieras a los actos religiosos.
Así pues, la mañana del domingo siguiente Yonah se fue a la ciudad, se dirigió a la iglesia muy temprano y ocupó un lugar en la parte de atrás. Sintió que los ojos del oficial de orden se clavaban en él cuando éste entró en la iglesia. Al otro lado del templo, el maestro Fierro estaba conversando tranquilamente con unos conocidos.
Yonah se sentó y se relajó, contemplando a Jesús clavado en la cruz por encima del altar.
El padre Vázquez tenía una sonora voz semejante al zumbido de las abejas. A Yonah no le resultó difícil levantarse cuando los demás lo hacían, arrodillarse cuando se arrodillaban los demás y mover los labios como si rezara. Le gustó el sonoro latín de la misa, tal como siempre le había gustado el sonido del hebreo.
Una vez terminadas las oraciones, se formaron colas delante del confesionario y del sacerdote que estaba administrando las obleas de la Eucaristía. Yonah se llenó de angustia al ver las obleas, pues se había criado entre aterradoras historias de judíos acusados de robar y profanar hostias consagradas.
Abandonó subrepticiamente el templo, confiando en que nadie se diera cuenta.
Mientras se alejaba de la iglesia, vio muy por delante de él en la angosta callejuela la distante figura de Manuel Fierro.
Yonah fue a la iglesia cuatro domingos seguidos.
El maestro Fierro estuvo presente en cada ocasión. Una vez ambos regresaron a la armería juntos, conversando animadamente, como si fueran niños que volvieran a casa de la escuela.
—Háblame del judío que te enseñó a trabajar la plata —dijo Fierro.
Entonces él le habló de
abba
, pero como si hubiera sido su aprendiz y no su hijo. Sin embargo, no trató de disimular el orgullo y el afecto de su voz.
—Helkias Toledano era un hombre extraordinario y un artesano de los metales dotado de gran talento. Tuve suerte de ser aprendiz bajo sus órdenes.
Sabía que también tenía suerte de ser aprendiz bajo las de Fierro, pero la timidez le impidió expresar lo que pensaba.
—¿Tenía hijos?
—Dos —contestó Yonah—. Uno murió. El otro era un niño. Se llevó al pequeño cuando se fue de España.
Fierro asintió con la cabeza y pasó al tema de la pesca, pues los barcos que zarpaban de Gibraltar estaban teniendo una buena temporada.
A partir de aquel día, Fierro empezó a observar a Yonah con más detenimiento. Al principio, Yonah pensó que eran figuraciones suyas, pues el maestro siempre había sido un hombre muy amable, dispuesto a dirigir una palabra de aliento a todo el mundo. Sin embargo, se dio cuenta de que Fierro conversaba con él más a menudo que antes, y durante mucho rato. Era como si estuviera sopesando las posibilidades de un candidato a un trabajo especial y quisiera comprobar si el joven aprendiz era digno de confianza para asumir semejante responsabilidad.
Pero ¿digno para qué?, se preguntaba Yonah.
Ángel Costa también estudiaba detenidamente a Yonah. Este sentía a menudo sus ojos clavados en él y, cuando Costa no estaba, le parecía que otros lo vigilaban.
En una ocasión, estuvo seguro de que Luis lo siguió a la ciudad.
Más de una vez, al regresar a la cabaña, observaba que alguien había rebuscado entre sus escasas pertenencias. Sin embargo, no le robaban nada. Trató de examinar sus efectos personales con ojos hostiles, pero no vio nada que pudiera inculparle en sus escasas prendas de vestir, su guitarra, la copa de acero que había realizado y el breviario del difunto Bernardo Espina, que en paz descansara.
Manuel Fierro llevaba varias décadas siendo uno de los hombres más prósperos e influyentes de Gibraltar. Tenía un amplio círculo de amigos y conocidos y, en las insólitas noches en que entraba en la taberna del pueblo, casi nunca bebía solo.
El maestro no se extrañó de que José Gripo se sentara a su mesa a beber un vaso de vino sin apenas decir nada, pues conocía a Gripo desde su llegada a Gibraltar y el propietario del taller de efectos navales nunca había sido un hombre muy locuaz.
Cuando Gripo le dijo en un susurro que se reuniera de inmediato con él en el muelle y después se terminó el vino y se despidió de todo el mundo con un sonoro buenas noches, Fierro apuró el contenido de su vaso y, rechazando el ofrecimiento de otro, dio las buenas noches a la concurrencia.
Mientras se encaminaba hacia el muelle, el armero se pregunto por qué razón Gripo no habría querido que saliera de la taberna con él.
El artesano de efectos navales lo estaba esperando hacia el centro del oscuro muelle, detrás de un cobertizo de almacenamiento, y no perdió el tiempo en cumplidos.
—Estás perdido, Manuel. Hubieras hecho bien en despedir hace tiempo a este ingrato malnacido y enviarlo lejos de aquí con su arco y sus flechas.
—¿Ha sido Costa?
—¿Quién, si no? Es un hombre celoso y envidia las propiedades ajenas, aunque éstas hayan sido bien adquiridas —dijo amargamente Gripo.
En los autos de fe se formulaban acusaciones anónimas, pero Fierro no preguntó cómo conocía Gripo a su acusador. Gripo tenía entre sus parientes más próximos media docena de clérigos muy bien situados.
—¿Por qué razones estoy perdido?
—Costa les dijo a los inquisidores que fuiste aprendiz de un mago musulmán. Dijo que te ha visto lanzar una maldición de sangre contra todas las piezas de armadura que vendes a los buenos cristianos. Tal como ya te dije, alguien ha observado que no vas a misa.
—Últimamente he ido.
—Últimamente es demasiado tarde. Te han denunciado como siervo de Satanás y enemigo de la Santa Madre Iglesia —añadió Gripo, en cuya voz Fierro intuyó una profunda tristeza.
—Gracias, José —musitó Fierro.
Esperó en la oscuridad hasta que Gripo hubo abandonado el muelle y después regresó a la armería.
Al día siguiente, le contó a Yonah lo ocurrido mientras, en la clara y soñolienta tarde, ambos sacaban brillo a los instrumentos quirúrgicos que él había realizado para su hermano.
Habló en voz baja y sin la menor emoción, como si ambos estuvieran comentando la marcha del trabajo. No identificó a Gripo por su nombre y se limitó a decir que alguien le había advertido de que Ángel Costa lo había denunciado.
—Si ha advertido a los inquisidores contra mi, estoy seguro de que tú también serás denunciado y detenido —manifestó Fierro—. Por consiguiente, ambos tenemos que abandonar este lugar cuanto antes.
Yonah percibió su propia palidez.
—Sí, señor.
—¿Tienes algún refugio?
—No.
—¿Y qué me dices de tus parientes? Los dos hombres que te visitaron aquí.
—No eran parientes míos. Eran unos hombres malos. Ya se han marchado.
Fierro asintió con la cabeza.
—Pues entonces, te voy a pedir un favor, Ramón Callicó. Yo me iré junto a mi hermano Nuño Fierro, que es médico en Zaragoza. ¿Querrás acompañarme hasta que lleguemos a su casa?
Yonah trató de pensar y, al final, contestó:
—Siempre habéis sido bueno conmigo. Iré con vos y os serviré.