El último Catón (13 page)

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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El último Catón
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Recuerdo que en aquel momento escuché algo que me sorprendió bastante: el capitán Glauser-Röist acababa de soltar su primera carcajada.

Resulta evidente que no está en nuestras manos resucitar a los muertos, porque esa capacidad taumatúrgica sólo pertenece a Dios. Pero aunque no podamos hacer que la sangre vuelva a circular por las venas y que el pensamiento regrese a un cerebro sin vida, sí podemos recuperar los pigmentos que el tiempo borró de los pergaminos y, así, las ideas y pensamientos que alguien plasmó en la vitela. El milagro de reanimar un cuerpo muerto no está entre nuestras facultades, es cierto, pero sí lo está el prodigio de alentar el espíritu que duerme, aletargado, en el interior de un códice medieval.

Como paleógrafa, estaba capacitada para leer, descifrar e interpretar cualquier texto antiguo escrito manualmente, pero lo que no podía hacer de ninguna manera era adivinar qué se había escrito en aquellos pergaminos rígidos, traslúcidos y amarillentos, cuyas letras, difuminadas por los siglos, resultaban prácticamente ilegibles.

El Códice Iyasus, como dimos en llamar —en honor a nuestro etíope— al manuscrito robado por Glauser-Röist y Boswell en Santa Catalina, se encontraba en unas condiciones verdaderamente lamentables. Según el capitán, después de explorar la biblioteca del monasterio durante un par de días, el profesor y él descubrieron en un rincón, junto a los montones de leña que los monjes utilizaban para caldear la estancia durante los meses fríos del invierno, unos cestos de pergaminos y papiros desechados, que se utilizaban para encender y avivar el fuego. Con la idea de distraer al padre Sergio mientras Glauser-Röist examinaba el contenido de los cestos, el profesor Boswell llevó a la biblioteca una botella del inmejorable vino egipcio Omar Khayam, un lujoso placer reservado a los no musulmanes y a los turistas (el profesor, tan atento como siempre, había acarreado varias botellas desde Alejandría para obsequiarlas al arzobispo Damianos como regalo de despedida y agradecimiento). El padre Sergio, encantado con aquel detalle, correspondió al profesor con otra botella del vino que elaboraban en el monasterio y, entre una cosa y otra, ambos acabaron achispados perdidos, cantando alegremente viejas canciones egipcias (el padre Sergio antes de ser monje había sido marinero) y soltando exclamaciones de júbilo al ver reaparecer al ausente Glauser-Röist que, para entonces, llevaba el Códice Iyasus escondido bajo la camisa, en la espalda.

El códice, según el capitán, se encontraba en uno de aquellos cestos de bagazos, bajo un revoltijo de hojas sueltas y pliegos rotos, así como de otros códices igualmente desechados por los monjes —bien por su mal estado de conservación, como era el caso de nuestro manuscrito, o bien por carecer de valor—. Contaba Glauser-Röist que, cuando vio los grabados de la cubierta del códice, después de quitarles con la mano una gruesa capa de polvo y suciedad, dejó escapar tal exclamación de sorpresa que creyó haber despertado a la comunidad entera de Santa Catalina. Afortunadamente, ni siquiera el padre Sergio y el profesor Boswell, que estaban cerca, se percataron de nada.

Al día siguiente, con las primeras luces, abandonaron el monasterio. Pero algo se barruntaron los monjes al ver la resaca del padre Sergio porque, a pocos kilómetros de El Cairo, cuando ya estaba a punto de anochecer, el teléfono móvil del profesor Boswell comenzó a sonar y resultó ser el secretario de Su Beatitud Stephano II Ghattas, que les informaba de que no debían entrar en la ciudad —ni en ninguna otra ciudad de Egipto—, sino dirigirse, lo más rápidamente posible y por carreteras secundarias, hacia el este, hacia Israel, e intentar cruzar la frontera para escapar de la policía, ya que el arzobispo del Sinaí, el abad Damianos, había denunciado un posible robo de manuscritos por parte de aquellos dos impostores que habían emborrachado al bibliotecario.

Subieron de nuevo hasta Bilbays, cruzaron el canal de Suez por Al’Quantara y condujeron toda la noche hasta Al’Arish, cerca de la frontera israelí, donde un representante de la delegación apostólica de Jerusalén les estaba esperando con pasaportes diplomáticos de la Santa Sede. Atravesaron el puesto fronterizo de Rafah y, en menos de dos horas, descansaban, por fin, en la delegación. Poco después, mientras yo subía al avión con destino a Irlanda, ellos despegaban, en un Boeing 747 de la compañía israelí El Al, del aeropuerto Ben Gurion, en Tel Aviv, y llegaban, tres horas y media más tarde, al aeropuerto militar de Roma Ciampino, justo cuando yo iniciaba mi vuelo de retorno.

Bien, pues si creíamos que todo aquello habían sido problemas y dificultades, nos estábamos quedando cortos respecto a lo que se avecinaba.

Nada más hojear el códice aquella noche, me di cuenta de que su deterioro era tan acusado que difícilmente conseguiríamos extraer de allí un par de párrafos en condiciones aceptables para que yo pudiera trabajar sobre ellos. Apenas se vislumbraban manchas y sombras, como una acuarela sobre la que se hubieran dejado caer varios vasos de agua. El pergamino, que no deja de ser como la piel tersa de un tambor, es menos permeable a la tinta que el papel y, con el tiempo, esta se difumina y puede llegar a borrarse por completo según los materiales que se hayan utilizado para elaborarla. Si aquel manuscrito había contenido alguna vez información útil sobre por qué Abi-Ruj Iyasus y, seguramente, otros como él, estaban robando fragmentos de la Vera Cruz en la actualidad, desde luego que ya no era así… O eso creía yo, pero, claro, yo sólo era una paleógrafa del Archivo Secreto Vaticano, no una arqueóloga del afamado Museo Grecorromano de Alejandría, y por eso mi conocimiento de los procedimientos técnicos utilizados para recuperar las palabras de los papiros y los pergaminos antiguos dejaba mucho que desear, según puso de manifiesto —sin mala fe, desde luego— el profesor Farag Boswell.

El viernes por la mañana, mientras yo todavía dormía en una de las habitaciones de la Domus Sanctae Martae, el Reverendo Padre Ramondino descendió hasta el Hipogeo y comunicó a los responsables de los servicios de Informática, Restauración de documentos, Paleografía, Codicología y Reproducción fotográfica que, por el momento, tanto ellos como el personal a su servicio, debían olvidarse de volver a sus respectivos conventos, comunidades o noviciados; se había decretado la ley marcial y de allí no saldría nadie hasta que la tarea que había que hacer estuviera culminada. En cuanto se les informó de la naturaleza de la misma, los responsables de los servicios protestaron alegando que aquello podía suponer, como mínimo, un mes de duro trabajo con dedicación exclusiva, a lo cual el Prefecto Ramondino repuso que tenían solamente una semana y que si en una semana no habían terminado, podían hacer las maletas y olvidarse de sus carreras en el Vaticano. Poco después se demostró que no resultaba necesaria tanta urgencia, pero, en aquel momento, todo parecía poco.

Bajo las órdenes del profesor Boswell, el departamento de Restauración de documentos comenzó por descuadernar el códice, separando los pliegos
in folio
[8]
y dejando al descubierto las tablillas cuadradas de la cubierta, que resultaron ser de madera de cedro, como era habitual en los manuscritos bizantinos. El tipo de encuadernación, además, las situaba claramente en torno a los siglos
IV
o
V
de nuestra era. Una vez separados los bifolios de pergamino (182 en total, es decir, 364 páginas), fabricados con una excelente piel de gacela nonata que debió tener, en su origen, un color blanco perfecto, el taller fotográfico de reproducción comenzó a realizar pruebas para ver cuál de las dos técnicas posibles, la de fotografía infrarroja o la digital de alta resolución con telecámara CCD refrigerada, permitía una recuperación más completa del texto. Se adoptó, al final, una combinación de ambas, ya que las imágenes obtenidas por ambos métodos, una vez pasadas por el estereomicroscopio y escaneadas, podían superponerse fácilmente en la pantalla de un ordenador. De este modo, la amarillenta y frágil vitela comenzó a desvelar sus hermosos secretos: de un espacio vacío o, como mucho, lleno de sombras, se pasó, lentamente, a un magnífico boceto de letras unciales
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griegas, sin acentos ni separaciones entre palabras, distribuidas en dos anchas columnas de treinta y ocho líneas cada una. Los márgenes eran amplios y proporcionados, y se distinguían claramente las letras de inicio de párrafo, ensanchadas hacia la orilla izquierda y pintadas de color púrpura, en contraste con el resto del texto, escrito con tinta negra de polvo de humo.

Cuando se concluyó el primer bifolio, todavía no era posible realizar una lectura completa del texto: había multitud de palabras y frases truncadas, irrecuperables a primera vista, fragmentos enteros donde la luz infrarroja, el estereomicroscopio y la digitalización de alta calidad no habían encontrado nada que resaltar. Entonces le llegó el turno al departamento de informática. Con la ayuda de sofisticados programas de diseño gráfico, empezaron por seleccionar un conjunto de caracteres a partir del material recuperado y, puesto que la escritura era manual —y, por lo tanto, variable—, extrajeron cinco representaciones diferentes de cada letra. Midieron, pacientemente, los trazos verticales y horizontales, los curvos y diagonales y los espacios en blanco de cada carácter; la anchura y altura del cuerpo, la profundidad bajo la línea base de los trazos descendentes y la elevación de los trazos ascendentes y, cuando todo esto estuvo hecho, me llamaron para ofrecerme el espectáculo más curioso que había tenido oportunidad de contemplar en mi vida: con la imagen completa del bifolio en pantalla, el programa probaba automáticamente, a una velocidad vertiginosa, los caracteres que cabían en los espacios vacíos y si se ajustaban a los restos o vestigios de tinta de la vitela, en caso de que los hubiera. Cuando lograba completar la cadena, el sistema verificaba que dicha palabra constaba en el diccionario del magnífico programa
Ibycus
, que contenía toda la literatura griega conocida —bíblica, patrística y clásica—, y, si además había aparecido previamente en el texto, la cotejaba también, para comprobar la exactitud del hallazgo.

El proceso era muy rápido, como ya he dicho, pero, aún así, tremendamente laborioso, de modo que sólo después de un día entero de trabajo pudieron proporcionarme, al fin, una imagen completa del primer bifolio en unas condiciones casi perfectas, con un noventa y cinco por ciento de texto recuperado. El prodigio se había consumado: el espíritu que dormía, aletargado, en el interior del Códice Iyasus, había vuelto a la vida, y llegaba el momento de que yo leyera su mensaje e interpretara su contenido.

Estaba realmente conmovida cuando, a mi vuelta al Hipogeo, tras escuchar la misa del cuarto Domingo de Cuaresma en San Pedro, me senté, por fin, ante mi mesa de trabajo y me calé las gafas sobre la nariz, dispuesta a comenzar. Mis adjuntos, que disponían de copias idénticas a la mía, se prepararon también para iniciar el análisis paleográfico, basado en el estudio de los elementos de la escritura: morfología, ángulos e inclinación,
ductus
[10]
, ligaduras, nexos, ritmo, estilo, etc.

Afortunadamente, el griego bizantino utilizaba muy poco las abreviaturas y contracciones que tan comunes resultaban en el latín y en las transcripciones medievales de los autores clásicos. Sin embargo, como contrapartida, las peculiaridades propias de una lengua tan evolucionada como la griega bizantina podía llevar a confusiones importantes, pues ni la forma de escribir ni el sentido de las palabras era el mismo que en tiempos de Esquilo, Platón o Aristóteles.

La lectura del primero de los bifolios del Códice Iyasus me dejó absolutamente encandilada. El escriba, que decía haberse llamado Mirógenes de Neápolis pero que, en el momento de redactar el texto, se daba a sí mismo, repetidamente, el nombre de Catón, explicaba que, por la voluntad de Dios Padre y de Su Hijo Jesucristo, unos cuantos hermanos de buena voluntad, diáconos
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de la basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén y devotos adoradores de la Verdadera Cruz, se habían constituido en una especie de hermandad bajo la denominación de ΣΤΑΥΡΟΦΥΛΑΚΕΣ (STAUROFÍLAKES), o guardianes de la Cruz. Él, Mirógenes, había sido elegido archimandrita de la hermandad, bajo el nombre de Catón, el día primero del mes primero del año 5850.

—¿5850…? —se sorprendió Glauser-Röist.

El capitán y el profesor estaban sentados frente a mí, al otro lado de mi mesa, escuchando la transcripción del contenido del bifolio.

—En realidad —le expliqué, subiéndome las gafas y apoyándolas en los pliegues de la frente—, ese año se corresponde con el 341 de nuestra era. El cómputo temporal para los bizantinos empezaba el 1 de septiembre del año 5509, fecha en la que creían que Dios había creado el mundo.

—De manera que ese tal Mirógenes —concluyó el profesor, cruzando fuertemente los dedos de las manos—, de origen bizantino y diácono de la basílica del Santo Sepulcro de Jerusalén, se convierte en el líder de la Hermandad de los Staurofílakes el 1 de septiembre del año 341, quince años después, si no recuerdo mal, del descubrimiento de la Vera Cruz por santa Helena.

—Y, a partir de ese momento —añadí yo—, se rebautiza como Catón y empieza a escribir esta crónica.

—Deberíamos buscar información adicional sobre esa hermandad —propuso el capitán, incorporándose de su asiento. A pesar de ser el coordinador de la operación, era quien menos trabajo tenía y estaba deseando sentirse útil—. Yo me encargo.

—Es una buena idea —asentí—. Hay que demostrar la existencia histórica de los staurofílakes al margen del códice.

Unos golpecitos discretos sonaron en la puerta de mi laboratorio. Era el Prefecto Ramondino, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Quisiera invitarles a comer en el restaurante de la Domus, si les apetece —sugirió contento—. Para celebrar lo bien que marcha todo.

Pero no todo marchaba tan bien como creíamos: aquella misma tarde, mientras yo regresaba con todos los honores al minúsculo apartamento de la Piazza delle Vaschette, el importante
Lignum Crucis
del Convento de Sainte-Gudule, en Bruselas, desapareció de su relicario de plata.

El capitán Glauser-Röist estuvo ausente durante todo el lunes. En cuanto se recibió el aviso del robo en el Vaticano, salió para Bruselas en el primer avión y no regresó hasta el martes a mediodía. Mientras tanto, el profesor Boswell y yo seguimos trabajando en el laboratorio del Hipogeo. Los bifolios restaurados comenzaban a llegar hasta mi mesa cada vez a mayor velocidad, ya que los técnicos iban perfeccionando la manera de acelerar el proceso, y, precisamente por esa celeridad, a veces disponía de apenas dos o tres horas para completar la lectura y transcripción del texto manuscrito antes de que llegara la siguiente hornada de datos.

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