Read El último argumento de los reyes Online
Authors: Joe Abercrombie
—Pero mis hijas no están implicadas en nada...
—¡Estamos eligiendo al nuevo rey! ¡Todo el mundo está implicado!
Un poco duro tal vez. Pero los tiempos que corren son duros y requieren duras medidas
—Glokta se levantó con dificultad y su mano temblequeó sobre la empuñadura del bastón debido al esfuerzo—. Haré saber a Su Eminencia que puede contar con su voto.
Al instante, Ingelstad se desinfló por completo.
Como un odre de vino que hubiera recibido una cuchillada
. Los hombros se le hundieron y la cara se le quedó desencajada en un gesto de horror y desesperación.
—Pero ahora el Juez Supremo... —susurró—. ¿Es que no tiene piedad?
Glokta se limitó a encogerse de hombros.
—La tuve, en tiempos. De niño, se lo aseguro, era tan blando de corazón que a veces casi parecía estúpido. Sólo con ver a una mosca atrapada en una tela de araña me ponía a llorar —hizo una mueca de dolor al sentir un espasmo brutal en la pierna cuando se volvió para dirigirse a la puerta—. El dolor incesante me curó de eso.
Era una pequeña reunión íntima.
Aunque no puede decirse que la compañía inspire demasiada calidez
. Los ojos de pájaro del Superior Goyle brillaban en medio de su rostro huesudo mientras contemplaba a Glokta desde el extremo opuesto de la gran mesa redonda del enorme despacho circular.
De una forma no excesivamente afectuosa, diría yo
.
La atención de Su Eminencia el Archilector, jefe supremo de la Inquisición de Su Majestad, estaba centrada en otra parte. Fijadas a la pared curva, ocupando cerca de la mitad de la superficie total de la cámara, había trescientas veinte hojas de papel.
Una por cada uno de los nobles corazones de nuestro nobilísimo Consejo Abierto.
La brisa que entraba por los ventanales las hacía crujir suavemente.
El veleidoso revoloteo de unos papelillos que contienen un voto no menos veleidoso
. Cada una de ellas estaba marcada con un nombre.
Lord tal. Lord cual. Lord no sé qué de no sé dónde. Grandes y pequeños hombres. Unos hombres cuyas opiniones, por lo general, le traían al fresco a todo el mundo hasta que el Príncipe Raynault se cayó de la cama y fue aparar a su tumba
.
Muchas de las páginas lucían un pegote de cera de color en una de sus esquinas. Algunas tenían dos, e incluso tres.
Las lealtades. ¿Cuál será el sentido de su voto? Azul por Lord Brock, rojo por Lord Isher, negro por Marovia, blanco por Sult, y así sucesivamente. Todos ellos, por supuesto, susceptibles de cambio, dependiendo de la dirección en que sople el viento
. Un poco más abajo se veían una serie de líneas escritas con una caligrafía pequeña y apretada. La letra era demasiado pequeña para que Glokta pudiera leerla desde el lugar en donde estaba sentado, pero conocía muy bien su contenido.
La esposa es una antigua prostituta. Siente debilidad por los jovencitos. Bebe más de la cuenta. Asesinó a un sirviente en un ataque de rabia. Deudas de juego no saldadas. Secretos. Rumores. Mentiras. Las herramientas de este noble oficio. Trescientos veinte nombres e idéntico número de sórdidas historietas, todas ellas listas para ser desempolvadas y utilizadas en nuestro provecho. Política. La ocupación propia de los justos, sin duda
.
Entonces, ¿por qué lo hago? ¿Por qué?
El Archilector tenía asuntos más acuciantes de los que ocuparse.
—Brock sigue en cabeza —murmuró en un tono agrio mientras miraba el vaivén de los papeles con las manos entrelazadas a la espalda—. Cuenta con cerca de cincuenta votos más o menos seguros.
Todo lo seguros que puedan estar en unos tiempos tan inseguros como estos
. Isher le sigue de cerca con algo más de cuarenta votos a su favor. Skald, por lo que sabemos, ha incrementado también su número recientemente. Ha resultado ser un tipo bastante más implacable de lo que cabía esperar. Prácticamente tiene en sus manos a la delegación de Starikland, lo cual supone quizá unos treinta votos. Los mismos que tiene Barezin. Tal y como están las cosas, esos cuatro son los principales aspirantes.
¿Pero quién sabe? Quizá el Rey viva un año más, y para cuando llegue la hora de votar, ya nos hayamos matado los unos a los otros
. La idea divirtió tanto a Glokta que tuvo que contener la sonrisa que empezaba a asomar a sus labios. La Rotonda de los Lores sembrada de cadáveres lujosamente ataviados; los de todos y cada uno de los grandes nobles de la Unión, incluidos los doce miembros del Consejo Cerrado.
Cada uno de ellos apuñalado en la espalda por el hombre de al lado. La desagradable realidad del gobierno....
—¿Ha hablado con Heugen? —espetó Sult.
Goyle sacudió hacia atrás su cabeza medio calva y miró a Glokta con gesto despectivo.
—Lord Heugen sigue aferrándose a la vana ilusión de que puede ser nuestro próximo monarca, pese a ser incapaz de controlar más de doce escaños. Apenas si tuvo tiempo de escuchar nuestra oferta. Estaba demasiado ocupado buscando a quién engatusar para así poder arañar algún voto más. Puede que dentro de una o dos semanas entre en razón. Quizá entonces sea posible atraerlo a nuestro bando, aunque tengo mis dudas. Es más probable que se vaya con Isher. Según tengo entendido, esos dos siempre han estado bastante unidos.
—Pues que les vaya bien —bufó Sult—. ¿Qué hay de Ingelstad?
Glokta rebulló en su asiento.
—Le expuse vuestro ultimátum con toda contundencia, Eminencia.
—¿Entonces podemos contar con su voto?
¿Cómo se lo explico?
—No me atrevería a asegurarlo. El Juez Marovia le ha hecho prácticamente las mismas amenazas que nosotros por medio de Harlen Morrow, uno de sus hombres.
—¿Morrow? ¿No era ese uno de los lameculos de Hoff?
—Sí. Al parecer ha subido en la escala social.
O ha bajado, según se mire
.
—Podríamos ocuparnos de él —el rostro de Goyle había adquirido una expresión sumamente desagradable—. Sería muy fácil.
—¡No! —le espetó Sult—. ¡Cómo es posible, Goyle, que tan pronto como surge un problema con alguien lo único que se le ocurra sea liquidarlo! De momento tenemos que andarnos con cuidado, mostrarnos como unos hombres razonables y abiertos a la negociación —mientras se acercaba a grandes zancadas a la ventana, la radiante luz solar lanzaba destellos púrpura al atravesar la enorme piedra preciosa del anillo de su cargo—. Y a todo esto, la tarea efectiva de gobernar el país se ha dejado a un lado. No se recaudan los impuestos. No se castigan los delitos. ¡Ese cabrón al que llaman el Curtidor, ese demagogo, ese traidor, habla en público en las ferias de las aldeas, exhortando a la gente a la rebelión! A diario ya, los campesinos abandonan sus granjas y se dedican al bandolerismo, perpetrando todo tipo de desmanes y robos. El caos se extiende por todas partes y carecemos de los recursos necesarios para erradicarlo. En Adua sólo quedan dos regimientos de la Guardia Real, que apenas dan abasto para mantener el orden en la ciudad. ¿Y si resulta que uno de nuestro nobles se cansa de esperar y decide probar a hacerse con la corona antes de tiempo? ¡Les creo muy capaces de hacer algo así!
—¿Regresará pronto el ejército del Norte? —preguntó Goyle.
—Es poco probable. El zoquete del mariscal Burr lleva tres meses atrincherado frente a Dunbrec, lo cual ha conferido a Bethod tiempo de sobra para reagruparse al otro lado del Torrente Blanco. ¡A saber cuándo tendrá acabado por fin el trabajo, suponiendo que llegue a acabarlo alguna vez!
Tres meses empleados en destruir nuestra propia fortaleza. Casi entran ganas de desear que no hubiéramos puesto tanto empeño al construirla
.
—Veinticinco votos —dijo el Archilector contemplando con gesto ceñudo los papeles que crepitaban en las paredes—. ¿Nosotros veinticinco y Marovia dieciocho? ¡Apenas hacemos progresos! ¡Por cada voto que ganamos, hay otro que se nos escapa en alguna otra parte!
Goyle se inclinó hacia delante en su silla.
—Quizá, Eminencia, haya llegado el momento de hacer una visita a nuestro amigo de la Universidad...
El Archilector soltó un bufido iracundo y Goyle cerró la boca de golpe. Glokta echó un vistazo por uno de los ventanales, haciendo como si no hubiera oído nada fuera de lo normal. Los seis destartalados chapiteles de la Universidad dominaban la vista.
¿Se puede obtener ayuda en un lugar así? ¿Entre las ruinas y el polvo donde viven esos viejos imbéciles de los Adeptos
?
Sult no le dio demasiado tiempo para meditar la cuestión.
—Yo mismo hablaré con Heugen —y clavó un dedo en uno de los papeles—. Goyle, escriba al gobernador Meed y trate de obtener su apoyo. Glokta, concierte una entrevista con Lord Wetterlant. Todavía no se ha pronunciado en uno u otro sentido. Y ahora, largo de aquí los dos —Sult dio la espalda a sus hojas llenas de secretos y miró fijamente a Glokta con sus acerados ojos azules—. ¡Largo de aquí y tráiganme... votos!
—¡Fría noche! —exclamó el Sabueso —. ¿No estábamos en verano?
Los tres alzaron la vista. El que estaba más cerca era un hombre viejo, de cabellos grises, y con un rostro que parecía haber pasado mucho tiempo a la intemperie. Justo detrás había un hombre más joven, al que le faltaba un brazo a la altura del codo. El tercero, que no era más que un niño, estaba de pie al final del muelle mirando con gesto ceñudo la negritud del mar.
Fingiendo que padecía una severa cojera, el Sabueso se les acercó arrastrando una pierna y haciendo muecas de dolor. Renqueó hasta ponerse debajo del farol, que colgaba de lo alto de un poste, junto a una campana, y alzó la cantimplora para que todos pudieran verla.
El viejo sonrió y apoyó su lanza en el muro.
—Siempre hace frío al lado del agua —y se le acercó frotándose las manos—. Menos mal que hay alguien que se preocupa de que entremos en calor.
—Sí. Salud a todos —el Sabueso tiró del tapón y dejó que colgara a un lado. Luego levantó uno de los tazones y sirvió un chorrito.
—Qué necesidad hay de ser tan tímido, ¿eh amigo?
—Ninguna, supongo —el Sabueso le sirvió un poco más. El manco tuvo que dejar la lanza cuando le pasaron el tazón. El último en acercarse fue el muchacho, que se quedó mirando al Sabueso con gesto receloso.
El anciano le dio un codazo.
—¿Estás seguro de que a tu madre no le importa que bebas, eh chico?
—¿Qué más da lo que ella diga? —gruñó procurando conferir a su voz un tono de dureza.
El Sabueso le pasó un tazón.
—Si tienes edad para llevar una lanza, me imagino que también la tienes para echar un trago —¡La tengo! —le espetó el chico mientras arrebataba el tazón de la mano del Sabueso. Al beberlo, no obstante, se estremeció. El Sabueso sonrió para sí al recordar la primera vez que se echó un trago. Le había sentado fatal y se había preguntado qué demonios le veía la gente a eso de beber. El muchacho debió de creer que se estaba riendo de él—. ¿Y usted quién es, si puede saberse?
El anciano chasqueó la lengua.
—No le hagas caso. Es tan joven que todavía cree que si te muestras grosero la gente te respetará más.
—No pasa nada —dijo el Sabueso, y tras servirse un tazón, dejó la cantimplora entre las piedras y se tomó un instante para pensar lo que iba a decir a continuación y así asegurarse de que no cometía ningún fallo—. Me llamo Cregg —hacía bastante tiempo había conocido a alguien que se llamaba así, un tipo que murió en una escaramuza en las montañas. No era una persona que le cayera demasiado bien y no tenía ni idea de por qué le había venido ese nombre a la cabeza, pero suponía que en aquellas circunstancias cualquier nombre valdría. Luego se palmeó el muslo—. Me dieron un pinchazo en la pierna, arriba en Dunbrec, y no se ha curado bien. Ya no puedo hacer marchas. Mis tiempos en el frente parecen haber acabado, así que mi jefe me ha mandado aquí para que os ayude a vigilar las aguas —echó un vistazo al mar, que se agitaba y centelleaba bajo la luz de la luna como si fuera un ser vivo—. No puedo decir que lo lamente. La verdad es que ya llevo demasiadas batallas encima —aquella parte, al menos, no era mentira.
—Sé cómo te sientes —dijo el manco, sacudiendo su muñón ante la cara del Sabueso—. ¿Cómo van las cosas ahí arriba?
—Bien. Los de la Unión siguen sentados frente a sus propias murallas haciendo todo lo posible para colarse dentro y nosotros seguimos al otro lado del río esperándolos. Llevamos varias semanas así.
—He oído decir que algunos de los nuestros se han pasado a la Unión. Dicen que el viejo Tresárboles era uno de ellos y que ha muerto en combate.
—Gran hombre, ese Rudd Tresárboles —dijo el viejo—. Un gran hombre de verdad.
—Cierto —dijo el Sabueso asintiendo con la cabeza—. Vaya si lo era.
—He oído decir que ahora es el Sabueso el que está al mando —terció el manco.
—¿Estás seguro?
—Eso he oído. Un asqueroso cabrón. Un verdadero monstruo. Le llaman el Sabueso porque una vez le arrancó a una mujer las tetas a mordiscos.
El Sabueso parpadeó.
—¿Ah, sí? Bueno, yo nunca le he visto.
—He oído que también está con ellos el Sanguinario —susurró el muchacho abriendo mucho los ojos como si estuviera hablando de un fantasma.
Los otros dos soltaron un resoplido.
—El Sanguinario está muerto, chico, y bien que me alegro de que ese maldito bastardo ya no esté entre nosotros —el manco se estremeció—. ¡No sé de dónde te has sacado esa idea!
—Lo he oído decir, eso es todo.
El tipo más mayor se echó al gaznate otro trago de ponche y luego chasqueó los labios.
—Da igual dónde esté cada cual. Lo más probable es que la Unión acabe por hartarse una vez que haya recobrado su fortaleza. Se hartarán y se volverán a su tierra al otro lado del mar y entonces todo volverá a ser como antes. Lo que desde luego no van a hacer es bajar aquí a Uffrith.
—No —dijo alegremente el manco—. Aquí no vendrán.
—Entonces, ¿por qué estamos aquí vigilando por si se presentan? —se quejó el muchacho.
El viejo revolvió los ojos, como si se lo hubiera oído decir veinte veces y siempre le hubiera dado la misma respuesta.
—Porque ese es el trabajo que se nos ha encomendado, muchacho.
—Y cuando a uno se le encomienda un trabajo, se hace y punto —el Sabueso recordaba que Logen solía decirle eso, y también Tresárboles. Los dos habían regresado al barro, pero aquello seguía siendo tan cierto como siempre—. Aunque sea un trabajo aburrido, o peligroso, o siniestro. Aunque sea un trabajo que uno preferiría no hacer —maldita sea, tenía ganas de orinar. Siempre le entraban en momentos como ese.