El último argumento de los reyes (100 page)

BOOK: El último argumento de los reyes
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Las dos mujeres retrocedieron agarradas la una a la otra; Terez protegía con su cuerpo a la condesa y enseñaba los dientes a las dos voluminosas sombras que se les acercaban.
Una muestra de afecto mutuo conmovedora, si yo fuera de los que se conmueven por algo
.

—Atrápenla. Pero a la reina, ni un rasguño.

—¡No! —chilló Terez—. ¡Esto les costará las cabezas! Mi padre... mi padre está...

—De camino a Talins, y, de todos modos, dudo mucho que esté dispuesto a iniciar una guerra por su amiga del alma. Habéis sido comprada, el pago ya se ha efectuado, y no me parece que vuestro padre sea uno de esos hombres que incumplen los tratos.

Los dos hombres y las dos mujeres se enredaron en una desmañada danza en el rincón opuesto de la sala. Uno de los Practicantes agarró a la condesa por la muñeca y la soltó de la mano de la reina de un tirón. Acto seguido la puso de rodillas a la fuerza, le retorció los brazos hasta ponérselos a la espalda y le aherrojó las muñecas con unos gruesos hierros. Terez, entretanto, se desgañitaba mientras descargaba sobre el otro Practicante una lluvia de puñetazos y patadas; hubiera dado lo mismo si hubiera decidido desahogar su rabia contra un árbol. El hombretón apenas si se movía y sus ojos se mantenían tan inexpresivos como la máscara que los cubría.

Mientras observaba tan lamentable escena, Glokta se dio cuenta de que una leve sonrisa asomaba a sus labios.
Por muy lisiado que esté, por muy horrendo que sea, por más que sufra constantes dolores, aún soy capaz de disfrutar humillando mujeres hermosas. Ahora con violencia y amenazas, antes con dulces palabras y ruegos. Resulta casi igual de divertido
.

Uno de los Practicantes encasquetó una bolsa en la cabeza de Shalere, cuyos gritos quedaron reducidos a sordos sollozos, y a continuación la hizo marchar hacia la puerta de la sala. El otro siguió durante unos instantes arrinconando a la reina y luego comenzó a retroceder. Al pasar junto a la silla que había movido antes, la volvió a colocar en su sitio con mucho cuidado.

—¡Maldito cerdo! —aulló Terez, apretando sus puños temblorosos, cuando la puerta se cerró y los dejó a los dos a solas—. ¡Cabrón deforme! Como la hagan daño...

—No será necesario llegar tan lejos. Porque tenéis al alcance de la mano los medios para obtener su liberación.

El pecho de la reina subía y bajaba mientras tragaba saliva.

—¿Qué debo hacer?

—Follar —la palabra sonó el doble de grosera en tan flamante entorno—. Y tener hijos. Mantendré a la condesa a la sombra durante siete días, sin hacerla nada. Si a la conclusión de ese período me entero de que no habéis estado poniendo la verga del rey al rojo vivo durante todas y cada una de esas noches, se la presentaré a mis Practicantes. Esos pobres muchachos no suelen tener demasiadas oportunidades de realizar cierto tipo de ejercicio. Con diez minutos por barba bastará. Pero hay muchos más en el Pabellón de los Interrogatorios, así que me inclino a pensar que podremos mantener a su amiga del alma bastante ocupada de día y de noche.

Un espasmo de horror sacudió el rostro de Terez.
¡Qué menos! Incluso a mí me parece un capítulo bastante zafio de mi historia
.

—¿Y si hago lo que me dice?

—En tal caso la condesa será mantenida en custodia, sana y salva. Una vez que se verifique que estáis embarazada, os la devolveré. Las cosas pueden seguir como hasta ahora durante el período del parto. Un par de herederos masculinos y un par de niñas para casarlas y habremos terminado. A partir de entonces el rey podrá buscar diversión en otra parte.

—¡Pero eso puede llevar años!

—Lo podéis conseguir en tres o cuatro años si le montáis a base de bien. Y creo que comprobaréis que las cosas resultan mucho más fáciles para todos si fingís sentir placer.

—¿Que finja?

—Cuanto más parezcáis disfrutar, antes acabará. Hasta la puta más barata de los muelles es capaz de ponerse a chillar como una descosida cuando se la meten los marineros con tal de ganarse unas monedas. ¡No me digáis que no sois capaz de chillar un poco por el Rey de la Unión! ¡Herís mis sentimientos patrióticos! ¡Ah! —gimió mientras ponía los ojos en blanco parodiando un orgasmo—. ¡Ah! ¡Sí! ¡Justo ahí! ¡No pares! —y la miró frunciendo los labios—. ¿Veis que fácil? Si hasta yo puedo hacerlo. Para una farsante con vuestra experiencia no debería representar ningún problema.

Los ojos vidriosos de la reina echaron un vistazo alrededor, como si tratara de encontrar una salida.
Pero no la hay. El noble Archilector Glokta, protector de la Unión, auténtico corazón del Consejo Cerrado, dechado de caballerescas virtudes, hace un despliegue de su talento para la política y la diplomacia
. Mientras observaba la profunda desesperación de la reina, sintió una levísima agitación interna, una palpitación casi imperceptible en las entrañas.
¿Culpa, quizá? ¿O simplemente indigestión? En realidad da igual lo que sea. Ya tengo aprendida la lección. La compasión no es lo mío
.

Muy lentamente, dio un paso adelante.

—Majestad, espero que haya quedado muy claro cuál es la otra alternativa.

Terez asintió con la cabeza y se secó los ojos. Luego alzó orgullosa la barbilla.

—Haré lo que me pide. Pero, por favor, os lo ruego, no la haga nada...

Por favor, por favor, por favor. Mis más sinceras felicitaciones, Eminencia.

—Tenéis mi palabra. Me ocuparé personalmente de que la condesa reciba un trato exquisito —se pasó la lengua por los doloridos huecos de su dentadura—. Y vos haréis lo mismo con vuestro marido.

Sentado a oscuras, Jezal observaba el bailoteo de las llamas en la gran chimenea y pensaba en lo distinto que podría haber sido todo. Pensaba, con cierta amargura, en tantos otros caminos que podría haber tomado su vida y que no le habrían hecho acabar así. Solo.

Oyó el chirrido de unas bisagras. La portezuela que comunicaba con los aposentos de la reina se abrió lentamente. Nunca se había molestado en cerrarla por su lado. No había previsto la posibilidad de que Terez fuera a usarla. Debía de haber cometido un error de etiqueta tan grave que la reina consideraba que no podía esperar al día siguiente para recriminárselo.

Se apresuró a levantarse, embargado de un ridículo nerviosismo.

Terez cruzó el incierto perfil del umbral. Estaba tan cambiada que en un primer momento casi no la reconoció. Tenía el pelo suelto e iba vestida sólo con una túnica. Su rostro estaba en sombra y mantenía la cabeza humildemente agachada. Con silenciosas pisadas, sus pies desnudos cruzaron las tablas del suelo y avanzaron luego por la gruesa alfombra en dirección al fuego. De pronto parecía muy joven. Joven, pequeña, frágil, desvalida. Más que nada, Jezal se sentía confuso, e incluso un poco asustado, pero a medida que Terez se iba acercando y la forma de su cuerpo quedaba iluminada por el resplandor del fuego, empezó a experimentar una creciente excitación.

—Terez, mi... —no daba con la palabra adecuada. «Mi vida» no parecía ajustarse demasiado a la realidad. Como tampoco, «mi amor». «Mi peor enemigo» tal vez hubiera sido lo más apropiado, pero sólo hubiera servido para empeorar las cosas—. ¿En qué puedo...?

Le cortó, como de costumbre, pero no para soltarle la diatriba que él se esperaba.

—Lamento la forma en que os he tratado hasta ahora. Y las cosas que os he dicho. Debéis pensar que soy una...

Había lágrimas en sus ojos. Verdaderas lágrimas. Hasta ese momento casi no la hubiera creído capaz de llorar. Dio un par de pasos apresurados hacia ella, con una mano extendida, pero sin tener una idea muy clara de lo que pretendía hacer. Jamás había abrigado la esperanza de que algún día le pidiera disculpas, y menos aún de una forma tan sentida y sincera.

—Lo sé —tartamudeó—. Lo sé... No soy el marido que esperabais. Y creedme que lo lamento. Pero, al igual que vos, me he visto atrapado en esta situación. Mi única esperanza es que... que tal vez podamos llegar a sobrellevarla de la mejor manera posible. Que quizá podamos llegar a sentir... respeto mutuo. Ninguno de los dos tenemos a nadie. Por favor, decidme qué debo hacer para...

—Chisss —le puso un dedo en los labios y le miró a los ojos; la mitad de su rostro estaba envuelta en sombras y la otra iluminada por el rojo resplandor del fuego. Le metió la mano en el pelo y le acercó hacia ella. Sus labios se rozaron y luego se fundieron en un desmañado beso. Jezal deslizó una mano detrás de su cuello, justo por debajo de la oreja, y le acarició la mejilla con el pulgar. Sus bocas se movían mecánicamente, acompañadas del suave pitido del aire que exhalaban por la nariz y del leve chapotear de sus salivas. Distaba mucho de ser el beso más apasionado que le hubieran dado en la vida, pero también era mucho más de lo que jamás había esperado recibir de ella. A medida que iba hundiendo su lengua en la boca de Terez comenzaba a sentir un placentero cosquilleo en la entrepierna.

Recorrió con la palma de la otra mano su espalda, sintiendo en las yemas de los dedos los pequeños bultos de las vértebras. Soltó un suave gruñido al deslizar su mano sobre su trasero, la bajó por un lado de su muslo y, mientras la subía entre sus piernas, el bajo de la combinación se le fue enrollando en la muñeca. Sintió que Terez se estremecía, que ofrecía resistencia, y la vio morderse el labio como si estuviera asustada, asqueada incluso. Retiró de inmediato la mano y ambos se apartaron y se quedaron mirando al suelo.

—Lo siento —musitó Jezal maldiciéndose en silencio por haberse mostrado tan impulsivo—. Yo...

—No. Es culpa mía. No tengo... experiencia... con los hombres —Jezal parpadeó un instante y luego sonrió acometido de una profunda sensación de alivio. Claro, eso lo explicaba todo. Aquella mujer parecía tan segura de sí, tan seca, que ni se le había pasado por la cabeza que pudiera ser virgen. Lo que la hacía temblar no era más que miedo. Miedo de defraudarle. Un sentimiento de comprensión se apoderó de él.

—No os preocupéis —murmuró, y, dando un paso adelante, la estrechó entre sus brazos. Sintió que se ponía rígida, de puros nervios sin duda, y la acarició con suavidad el pelo—. Puedo esperar... no es necesario... todavía no.

—Sí —dijo ella con conmovedora determinación, mirándole a los ojos sin ningún temor—. Sí que lo es. Tenemos que hacerlo.

Se sacó la combinación por la cabeza y la dejó caer al suelo. Luego se pegó a él, le agarró la muñeca, la guió de nuevo hasta su muslo y se la llevó hacia arriba.

—Ah —susurró Terez con voz apremiante y gutural mientras rozaba sus labios con los suyos y le soltaba cálidas bocanadas de aliento en la oreja—. Sí... Justo ahí... No paréis —y luego condujo al jadeante Jezal a la cama.

—Bien. Si no hay nada más... —Glokta paseó su mirada por el perímetro de la mesa. Los ancianos no abrieron la boca.
Todos pendientes de mis palabras
. El Rey se hallaba ausente una vez más, así que les hizo esperar más de lo necesario.
Por si acaso aún queda alguien que abrigue dudas sobre quién manda aquí. ¿Qué tiene de malo? La razón del poder no está en la cortesía
— ...doy por concluida esta sesión del Consejo Cerrado.

Se apresuraron a ponerse de pie, en silencio y en buen orden, y luego Torlichorm, Halleck, Kroy y el resto enfilaron lentamente hacia la puerta. Sintiendo aún en su pierna el recuerdo de los calambres matinales, Glokta se levantó trabajosamente y se dio cuenta de que, una vez más, el Lord Chambelán se había rezagado.
Y no parece estar nada contento
.

Hoff aguardó a que se cerrara la puerta para hablar.

—Supongo que se puede imaginar mi sorpresa cuando me enteré de su reciente boda —le espetó.

—Una ceremonia breve y sencilla —Glokta mostró al Lord Chambelán el destrozo de su dentadura—. El amor juvenil no admite demoras, ya sabe. Le pido disculpas si se ha sentido ofendido por no haber sido invitado.

—¿Por no haber sido invitado? ¡Más quisiera! —gruñó Hoff con un ceño monumental—. ¡No fue eso lo que hablamos!

—¿Lo que hablamos? Me parece que aquí hay un malentendido. Nuestro común amigo —y Glokta dejó que sus ojos vagaran de forma harto significativa hacia el otro extremo de la mesa, donde se encontraba la silla vacía que hacía la número trece— me dejó a mí a cargo de todo. A nadie más que a mí. Considera bastante conveniente que el Consejo Cerrado hable con una sola voz. Y a partir de ahora, el timbre de esa voz va a guardar un asombroso parecido con el mío.

La rubicunda tez de Hoff había empalidecido un poco.

—Le supongo al tanto de que sobreviví a dos años de torturas. A dos años en el infierno antes de poder estar ahora aquí de pie delante de usted. O, si lo prefiere, inclinado y retorcido como la raíz de un árbol añoso. Una deforme y espantosa caricatura de un ser humano, ¿eh, Lord Hoff? Seamos sinceros el uno con el otro. A veces pierdo el control de mi pierna. O de los ojos. O incluso de la cara entera —soltó un resoplido—. Bueno, si es que a esto se le puede llamar cara. Hasta el vientre se me insubordina a veces. No es nada infrecuente que me despierte embadurnado de mi propia mierda. El dolor no me abandona nunca y el recuerdo de todo lo que he perdido me martiriza de forma constante —notó que le había empezado a palpitar un ojo.
Pues que palpite
—. Me imagino, por tanto, que no le extrañara que a pesar de todos mis esfuerzos por ser un hombre de disposición risueña, no pueda evitar sentir un profundo desprecio por el mundo, por todo lo que hay en él y muy especialmente por mí mismo. Un estado de cosas verdaderamente lamentable para el que no existe remedio.

El Lord Chambelán se chupó los labios como si no supiera muy bien qué decir.

—Créame que le compadezco, pero no veo qué tiene que ver eso con este asunto.

Haciendo caso omiso de la punzada que recorrió su pierna, Glokta se pegó a él y le arrinconó contra la mesa.

—Su compasión me trae al fresco y le voy a explicar por qué sí que tiene que ver. Sabiendo, como sabe, lo que he tenido que soportar, y lo que aún tengo que soportar... ¿cree usted que hay algo en este mundo que me cause temor? ¿Algo que no me atreva a hacer? El dolor más insoportable de cualquiera de mis semejantes, como mucho, me provoca un leve escozor —Glokta se arrimó aún más y dejó que sus labios se abrieran para mostrar su dentadura destrozada, que su cara palpitara, que sus ojos lloraran—. Sabiendo todo eso..., cómo es posible que le parezca una actitud sensata... para un hombre en su situación... proferir amenazas contra mi persona. Contra mi esposa. Contra mi hijo nonato.

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