El Tribunal de las Almas (20 page)

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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

BOOK: El Tribunal de las Almas
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—Pero en Angelina no se trata de un simple comportamiento de emulación —quiso puntualizar la doctora—. Mientras estuvo con la mujer anciana, comenzó en ella un proceso de envejecimiento tangible. Su mente operó un cambio real de su físico.

«Una transformista», se dijo el cazador, que conocía la definición exacta.

—¿Ha habido otras manifestaciones?

—Algunas, pero insignificantes y de pocos minutos de duración. Los sujetos aquejados de este síndrome lo tienen porque han sufrido un daño cerebral o, como en el caso de Angelina, algún tipo de
shock,
que produce los mismos efectos.

El cazador estaba sobrecogido, pero a la vez innegablemente fascinado por la capacidad de la chica. Aquélla era la prueba suprema que buscaba para demostrarse a sí mismo que durante todo ese tiempo no había estado engañándose. Las teorías que había formulado sobre su presa se veían ahora confirmadas.

El cazador sabía que todos los asesinos en serie actúan movidos por una crisis de identidad: en el momento en que matan, se reflejan en la víctima y se reconocen, ya no necesitan fingir. Durante el tiempo que dura el homicidio, el monstruo que habita en lo más profundo de su ser aflora en su rostro. El hombre al que daba caza, su presa, era mucho más que eso. Su verdadera identidad estaba ausente, por eso tenía que tomarla prestada continuamente de otra persona. Era un ejemplar único, un caso rarísimo en psiquiatría.

Un asesino en serie transformista.

No se limitaba a imitar una serie de comportamientos, sino que todo él se transformaba. Por ello nadie, aparte del cazador, lo había identificado nunca. La finalidad última de su naturaleza no era ocupar el sitio de nadie, sino convertirse en aquella persona.

Era imposible prever sus movimientos. El transformista tenía una extraordinaria capacidad de aprendizaje, especialmente de los idiomas y los acentos. Con los años había perfeccionado su método. Lo primero que hacía era escoger al individuo adecuado. Un hombre que tuviera un aspecto similar al suyo: rasgos poco marcados, misma altura, particularidades fácilmente reproducibles. Precisamente como Jean Duez en París. Y, sobre todo, era necesario que no tuviera pasado ni ataduras, que siguiera una rutina lineal y ordinaria, preferiblemente que trabajara en casa.

El transformista se encarnaba en su vida.

El modus operandi era siempre idéntico. Lo mataba y le borraba la cara, como si quisiera arrancar para siempre su identidad, aplicando la regla elemental del más fuerte.

Él sólo seleccionaba la especie.

Sin embargo, Angelina no representaba únicamente una confirmación. Era un segundo ejemplar. Mirándola, el cazador comprendió que no había estado engañándose durante todo ese tiempo. Pero todavía necesitaba una demostración, porque el reto más difícil era otro.

Intentar imaginar un talento ele este tipo combinado con un instinto asesino.

El móvil de Florinda Valdés empezó a vibrar. Ella se disculpó y salió para atender la llamada. Era la oportunidad que el cazador estaba esperando.

Antes de ir allí estuvo investigando. Angelina tenía un hermano más pequeño. Habían vivido juntos poco tiempo, ya que la vendieron a los cinco años. Pero tal vez había sido suficiente para que quedara en ella un resto de aquel afecto.

Para el cazador era la clave para entrar en la cárcel de su mente.

Estaba solo con la chica. Se situó frente a ella y se puso en cuclillas para que pudiera verle bien la cara. Después empezó a hablar en voz baja.

—Angelina, quiero que me escuches con atención. He cogido a tu hermano. El pequeño Pedro, ¿recuerdas? Es muy guapo, pero ahora lo mataré.

La chica no tuvo ninguna reacción.

—¿Has oído lo que he dicho? Lo mataré, Angelina. Le arrancaré el corazón del pecho y lo dejaré latir en mi mano hasta que ya no palpite —el cazador alargó la palma abierta hacia ella—. ¿Oyes cómo late? Pedro está a punto de morir. Y nadie lo salvará. Y le haré mucho daño, lo juro. Morirá, pero antes tendrá que sufrir de la peor de las maneras.

Inesperadamente, la chica dio un respingo hacia adelante y de un mordisco aferró la mano que el cazador tendía hacia ella. Él, cogido por sorpresa, perdió el equilibrio. Angelina se le echó encima, comprimiéndole el pecho. No pesaba, le dio un empujón y consiguió liberarse del mordisco. La vio apartarse a su rincón, arrastrándose. En su boca impregnada de sangre entrevió las encías puntiagudas que se le habían clavado en la carne. A pesar de no tener dientes, la chica consiguió provocarle una profunda herida.

La doctora Valdés volvió a entrar y se encontró ante la escena. Angelina parecía tranquila, mientras que su invitado intentaba taponar con la camisa la hemorragia de la mano.

—¿Qué ha pasado? —gritó alarmada.

—Me ha agredido —se apresuró a decir el cazador—. Pero no es grave, sólo necesitaré algunos puntos de sutura.

—No lo había hecho nunca antes.

—No sé qué decir. Simplemente me he acercado para hablar.

Florinda Valdés se conformó con aquella explicación, sin profundizar, tal vez temiendo perder su oportunidad amorosa con el doctor Foster. En cuanto al cazador, ya no tenía ningún motivo para quedarse allí: al provocar a la chica, había obtenido la respuesta que buscaba.

—Tal vez sea mejor que me lo vea un médico —dijo exagerando una mueca de dolor.

La doctora estaba desconcertada, no quería que se marchara así, pero no sabía cómo retenerlo. Se ofreció a acompañarlo a urgencias, pero él declinó amablemente el ofrecimiento. Acuciada por una repentina desesperación, le dijo:

—Todavía tengo que hablarte del otro caso…

La frase suscitó el efecto esperado, porque el cazador se detuvo en la puerta.

—¿Qué otro caso?

La doctora Valdés contestó, pero fue deliberadamente vaga.

—Uno que ocurrió hace muchos años, en Ucrania. Un niño llamado Dima.

Tres días antes

03.27 h

El cadáver se puso a gritar.

Sólo cuando los pulmones se vaciaron y necesitó recobrar el aliento se dio cuenta de que había regresado del sueño. Habían asesinado a Devok, una vez más. ¿Cuántas veces tendría que asistir a su fin? Su recuerdo más antiguo era una secuencia de muerte, que se repetía cada vez que cerraba los ojos para dormir.

Marcus metió la mano debajo de la almohada para buscar el rotulador. Cuando lo encontró, escribió en la pared que estaba al lado de la cama: «Tres disparos.»

Otro amargo reflujo de su pasado. Pero ese elemento cambiaba mucho las cosas. Al igual que la noche anterior, cuando recuperó el detalle de los cristales rotos, la percepción había sido acústica. Pero en esta ocasión sabía que se trataba de algo realmente importante.

Había oído tres claras detonaciones. Hasta ese momento, siempre había contado dos disparos. Uno para él, otro para Devok. Pero en la última versión del sueño se había producido un tercer tiro de pistola.

Podía ser una broma del inconsciente que modificaba a placer la escena del hotel de Praga. A veces introducía sonidos u objetos inverosímiles o que no tenían nada que ver, como una máquina de discos o una canción
funky.
Marcus era incapaz de controlar sus caprichos.

Pero esta vez era como si siempre lo hubiera sabido.

El detalle del tercer disparo se añadió a los demás fragmentos de la escena. Estaba seguro de que aquello sería útil para reconstruir la secuencia de los hechos y, sobre todo, para contemplar el rostro del hombre que había matado a su maestro y había provocado que se olvidara a sí mismo.

Tres disparos.

Hacía sólo unas pocas horas, Marcus había tenido que enfrentarse de nuevo a la amenaza de una pistola. Pero había sido distinto. No había tenido miedo. La mujer de San Luigi dei Francesi habría apretado el gatillo, estaba seguro de ello. Pero no había odio en su mirada; en todo caso, desesperación. En ese momento habría podido escapar. Sin embargo, se quedó para revelarle quién era.

Soy cura.

¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué había sentido la necesidad de decírselo? Quiso darle algo, una especie de compensación por todo el sufrimiento que llevaba dentro. La identidad era su mayor secreto, tendría que haberlo defendido con su vida. El mundo no lo entendería. Ésa era la letanía que Clemente le repetía siempre desde el primer día. Y él había faltado a aquel compromiso. Y encima con una desconocida. Aquella mujer, quienquiera que fuese, tenía un motivo para matarlo, estaba convencida de que era el asesino del hombre al que amaba. Y, sin embargo, Marcus no podía considerarla una enemiga.

¿Quién era? ¿De qué manera ella y su marido podían haber formado parte de su vida anterior? ¿Y si tenía respuestas sobre su pasado?

«Tal vez debería buscarla —se dijo—. Quizá debería hablar con ella.»

Pero no era prudente. Y además no sabía nada más de ella.

No le diría nada a Clemente. Estaba seguro de que no habría aprobado su decisión impulsiva. Ambos se encontraban al servicio de un juramento sagrado, pero de distinto modo. Su joven amigo era un sacerdote leal y devoto, mientras que en su ánimo se agitaban espíritus a los que no podía comprender.

Miró la hora. Le había dejado un mensaje en el acostumbrado buzón de voz. Tenían que encontrarse antes del amanecer. Unas horas antes, la policía había suspendido el registro de la villa de Jeremiah Smith.

Ahora les tocaba a ellos visitar la casa.

El camino se insinuaba entre las colinas al oeste de Roma. A pocos kilómetros se encontraba la costa de Fiumicino, con la impetuosa desembocadura del Tíber. El viejo Fiat Panda renqueaba en las subidas, los débiles faros apenas iluminaban una porción de la carretera. Alrededor, el campo empezaba a despertarse anunciando el alba.

Clemente conducía inclinado hacia el volante para controlar mejor la dirección, a menudo se veía obligado a cambiar ruidosamente las marchas. Desde el momento en que subió al coche cerca de Ponte Milvio, Marcus le resumió lo que había ocurrido la noche anterior en casa de Guido Altieri. Su amigo, de todos modos, estaba mucho más preocupado por los reportajes que habían emitido en televisión. Nadie hablaba de la presencia de un tercer hombre en la escena del homicidio del famoso abogado a manos de su hijo. Eso lo confortaba: por ahora, su secreto estaba a salvo.

Obviamente, Marcus no mencionó en absoluto lo que había ocurrido después, el episodio de la mujer armada en San Luigi dei Francesi. En vez de eso, lo puso en seguida al corriente de cómo se reflejaban los acontecimientos de las últimas horas en la desaparición de la joven Lara.

—Jeremiah Smith no tuvo un infarto. Lo envenenaron.

—Los exámenes toxicológicos no han evidenciado la presencia de sustancias sospechosas en la sangre —rebatió Clemente.

—Sin embargo, estoy convencido de que fue así. No hay otra explicación.

—Entonces, alguien se tomó en serio el tatuaje que tenía en el pecho.

«Mátame», pensó Marcus. Alguien estaba actuando en la sombra y había ofrecido a Mónica, la hermana de la primera víctima de Jeremiah Smith, y a Raffaele Altieri la oportunidad de pagar con la misma moneda la violenta pérdida que habían sufrido.

—Cuando la justicia ya no es posible, sólo quedan dos opciones: el perdón o la venganza.

—Ojo por ojo —añadió Clemente.

—Sí, pero hay más —Marcus hizo una pausa, intentando dar cuerpo a una idea que estaba madurando desde la noche anterior—. Alguien esperaba nuestra intervención. ¿Recuerdas la Biblia con el marcapáginas de raso rojo que encontré en casa de Lara?

—La página con la carta de san Pablo a los Tesalónicos: «El día del Señor llegará como el ladrón en la noche.»

—Te lo repito: alguien sabe de nosotros, Clemente —afirmó con mayor convicción—. Piénsalo: a Raffaele le mandó una carta anónima, para nosotros escogió un libro sagrado. Un mensaje apropiado para unos hombres de fe. Me han implicado con un objetivo. De lo contrario no se explica por qué convocaron a ese chico en casa de Lara. Al final, fui yo quien lo condujo a la verdad sobre su padre. Es culpa mía que el abogado Altieri haya sido asesinado.

Clemente se volvió un instante para mirar a Marcus.

—¿Quién puede haber organizado todo esto?

—No lo sé. Pero está poniendo a las víctimas en contacto con sus verdugos y, al mismo tiempo, quiere involucrarnos.

Clemente sabía que no se trataba de una simple hipótesis, por eso estaba inquieto. En esas circunstancias, la visita a la casa de Jeremiah Smith tenía una importancia fundamental. Estaban convencidos de que encontrarían una pista que los conduciría al siguiente nivel del laberinto. Todo ello con la esperanza de poder salvar todavía a Lara. Sin ese objetivo, habrían tenido menos motivaciones. Y el artífice del enigma lo sabía, por eso había puesto en juego la vida de la joven estudiante.

Había una patrulla aparcada en la reja de entrada. Pero la propiedad era demasiado vasta para que pudieran vigilarla entera. Clemente aparcó el Panda en un camino a un kilómetro de distancia. Después se apearon para proseguir a pie, confiando en el abrigo de la noche.

—Tenemos que apresurarnos, dentro de un par de horas volverán los de la Científica para continuar con las pesquisas —le advirtió Clemente, acelerando el paso en el terreno accidentado.

Quitaron los precintos y se introdujeron en la villa por una ventana posterior. Llevaban otros falsos para volver a colocarlos antes de marcharse. Se pusieron cubrezapatos y guantes de látex. A continuación encendieron las linternas que llevaban consigo y mantuvieron parcialmente cubierto el haz de luz con la palma de la mano, de manera que podían orientarse sin ser vistos desde fuera.

La casa tenía un estilo modernista retocado, con algunas concesiones más actuales. Entraron en un estudio en el que había un escritorio de caoba y una librería. La decoración denotaba un pasado acomodado. Jeremiah creció en una familia burguesa; sus padres consiguieron amasar una discreta fortuna con el comercio de tejidos. Sin embargo, su dedicación a los negocios les impidió tener más de un hijo. Tal vez tenían suficiente con confiar en él para que perpetuara la empresa y el buen nombre de los Smith. Pero pronto se dieron cuenta de que su único heredero no era capaz de continuar sus esfuerzos y llenarlos de orgullo.

Marcus iluminó con la linterna una serie de marcos de foto ordenadamente dispuestos sobre una mesa de roble. La historia de la familia se condensaba en aquellas imágenes descoloridas. Un picnic en un prado; Jeremiah, con pocos años, en el regazo de su madre, y su padre estrechándolos a ambos en un abrazo protector. En la pista de tenis de la propiedad, con la ropa inmaculada, empuñando raquetas de madera. Durante una Navidad antigua, vestidos de rojo, posando ante un árbol adornado. Mientras esperaban rígidamente a que el disparador automático cumpliera con su deber, siempre compuestos en un tríptico perfecto, como fantasmas de otra época.

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