Escondía una cavidad poco profunda, que se insinuaba debajo de la pared. Metió la mano y, después de palpar un poco, extrajo del hueco una cajita de metal. El lado más ancho medía unos treinta centímetros.
No había candado, ni cerradura. Levantó la tapa. No comprendió en seguida lo que tenía delante, tardó un rato en adivinar que el objeto alargado y blanquecino que contenía la caja era un hueso.
Por el estado de las calcificaciones, la víctima todavía no había alcanzado la pubertad.
Entonces, ¿la muerte que Alberto Canestrari tenía en la conciencia era la de un niño? El horror se apoderó de Marcus, dejándolo sin aliento y haciendo que le temblaran las manos. No tenía fuerzas para soportarlo. Cualquiera que fuera la prueba a la que Dios lo estaba sometiendo, él no lo merecía. Iba a santiguarse cuando se percató de un detalle.
Un minúsculo escrito grabado en el hueso con un instrumento punzante. Un nombre.
Astor Goyash.
—Lo siento, pero esto me lo quedo yo.
Marcus se volvió y vio la pistola en la mano del hombre. Lo reconoció: era el gorila con americana y corbata que había intentado agredirlo en la consulta de Canestrari unas horas antes.
No había previsto que volvería a encontrárselo. La situación en que se encontraban —a kilómetros del centro de la población, en medio de un bosque y en un lugar abandonado— hacía que pareciera claramente en desventaja. Iba a morir allí, estaba seguro.
Pero no quería morir otra vez.
La escena le pareció repentinamente familiar. Ya había sentido ese miedo ante una pistola. Sucedió en la habitación del hotel de Praga, el día en que Devok fue asesinado. De pronto, junto a esa emoción, Marcus recuperó parte de la memoria de cómo se habían desarrollado los hechos.
Él y su maestro no habían actuado como simples espectadores. Se produjo un altercado. Y él se enfrentó al tercer hombre, el sicario zurdo.
Así que, mientras tendía el húmero al gorila, Marcus se levantó de un salto y se abalanzó sobre él. Éste no pudo oponer ninguna resistencia, ya que no se esperaba una reacción tan repentina. Retrocedió instintivamente y tropezó con uno de los bidones. Se desmoronó sobre el suelo, perdiendo la pistola.
Marcus recuperó el arma y se puso frente a él. Le invadía una sensación nueva, que nunca antes había sentido. No conseguía controlarla. Era odio. Apuntó el cañón contra la cabeza del hombre. No se reconocía, sólo tenía ganas de apretar el gatillo. Fueron las palabras del otro lo que le impidió disparar.
—¡Abajo! —gritó el hombre.
Marcus comprendió que arriba estaba el compinche que había visto por la mañana. Miró hacia la escalera: sólo disponía de algunos segundos. El húmero estaba en el suelo, demasiado cerca del hombre. Resultaba arriesgado recuperarlo, podría intentar desarmarlo. Y Marcus ya no tenía valor para dispararle. Huyó.
Subió los tramos de escalera sin encontrar obstáculos. Se dirigió hacia la parte de atrás del edificio. Cuando estuvo fuera, miró por un instante el arma que empuñaba. La tiró.
La única vía de escape era la ladera de la colina. Empezó a trepar, esperando que los árboles dificultaran la persecución. Sólo oía su respiración jadeante. Un rato después, se dio cuenta de que nadie lo estaba siguiendo. No tuvo tiempo de comprender por qué: un proyectil impactó en una rama, a pocos centímetros de su cabeza.
Se había convertido en una diana.
Empezó a correr de nuevo, buscando refugio detrás de los arbustos. Los pies se le hundían en la tierra y corría el peligro de resbalar hacia atrás.
Faltaban un par de metros para alcanzar el arcén de una carretera. Caminaba a duras penas apoyándose con las manos en la tierra. Más disparos. Casi había llegado. Agarró una raíz para darse impulso y se encontró en una pequeña carretera asfaltada. Permaneció tendido boca abajo, pensando que así no lo verían. Reparó en que sangraba por el costado derecho, pero el proyectil debía de haber salido y no sentía escozor. Si no se iba lo antes posible de allí, darían con él.
Una luz lo deslumbró. Era el reflejo del sol en el parabrisas de un vehículo que se dirigía hacia él. Reconoció un rostro familiar al volante.
Era Clemente con su viejo Panda. Se arrimó:
—Sube, de prisa.
Marcus entró en el habitáculo.
—¿Qué haces aquí?
—Después de que me contaras el intento de agresión en la consulta, he decidido venir a comprobar que todo iba bien —le dijo Clemente mientras aceleraba—. He visto un coche sospechoso en la clínica, estaba a punto de llamar a la policía.
Reparó en la herida que Marcus tenía en el costado.
—Estoy bien.
—¿Seguro?
—Sí —mintió. Porque no estaba bien en absoluto. Pero no era por culpa del disparo que había recibido. Había conseguido sobrevivir una vez más a su cita con la muerte. Pero lamentó no sufrir otra amnesia, porque ahora sabía algo de sí mismo que no le gustaba: él también habría sido capaz de matar. En seguida cambió de tema—: He encontrado un húmero en la clínica. Presumo que pertenecía a un niño.
Clemente no dijo nada, pero parecía turbado.
—He tenido que salir corriendo y lo he dejado allí.
—No te preocupes, ante todo tenías que pensar en salvarte.
—Había un nombre grabado en el hueso —dijo Marcus—: Astor Goyash. Tenemos que averiguar quién era.
Clemente lo miró.
—Quién es, querrás decir. Todavía está vivo, y la verdad es que ya no es un niño.
13.39 h
La primera lección que Sandra Vega había aprendido era que las casas nunca mienten.
Por eso decidió inspeccionar el apartamento de Lara en la via dei Coronari. Esperaba restablecer el contacto con el penitenciario de la cicatriz en la sien, porque quería saber si la chica era verdaderamente la quinta víctima de Jeremiah Smith.
Todavía podría estar viva, se decía. Pero no tenía valor para imaginar lo que podía estar ocurriendo en esos momentos. Así que se impuso mantener la más completa distancia.
Llevaría a cabo un análisis fotográfico.
Lástima de no tener la réflex consigo. Una vez más, tendría que conformarse con la cámara del móvil. Pero, más que una necesidad, era una cuestión de mentalización.
«Yo veo lo que ve mi cámara.»
Pensó en hacer espacio en la memoria del teléfono borrando las fotos que había sacado en la capilla de San Raimundo de Peñafort. Era inútil guardarlas, ya que aquel lugar no tenía nada que ver con el caso. Pero luego lo pensó mejor: eran un útil recordatorio del día en que la muerte la había rozado. Atesoraría aquella experiencia para no volver a caer en una trampa.
Cuando cruzó el umbral de la via dei Coronari la recibió un olor a cerrado y a humedad. Ese lugar necesitaba una buena renovación de aire. No había necesitado llave para entrar. La policía desquició la puerta cuando los familiares de la chica denunciaron su desaparición. Los agentes no apreciaron nada insólito en lo que era oficialmente el último sitio que había sido testigo de la presencia de Lara antes de que desapareciera en la nada. Al menos eso era lo que atestiguaban los amigos que la acompañaron la noche de la desaparición, y el registro de llamadas según el cual la estudiante se había comunicado en dos ocasiones desde esa casa antes de las once de la noche.
Sandra grabó en su mente ese detalle: si la habían secuestrado, había sido en las horas siguientes, por tanto, con la oscuridad. Y eso se contradecía con la costumbre de Jeremiah Smith de actuar siempre de día. «Cambió de modus operandi por ella —se dijo—. Debía de tener un buen motivo para hacerlo.»
Dejó el bolso en el suelo y cogió el móvil. Activó la pantalla y se dispuso a sacar fotografías. Iba a seguir el manual al pie de la letra, por eso lo primero que hizo fue verbalizar su identidad como si llevara la grabadora con los auriculares y el micrófono. A continuación pasó a referir la fecha y el lugar en que se encontraba. Haría una descripción puntual de todo lo que veía mientras lo inmortalizaba.
—El piso está dividido en dos niveles. En la primera planta hay un comedor con cocina. La decoración es modesta pero digna. La típica casa de un estudiante que vive lejos de su hogar. Con la diferencia de que ésta está muy ordenada.
«Incluso demasiado», pensó.
Hizo una serie de fotos a su alrededor. Cuando se volvió para encuadrar la puerta de entrada se quedó petrificada por un detalle.
—Hay dos cerraduras. Una es la cadena, y puede abrirse y cerrarse sólo desde dentro. Pero también está arrancada.
¿Cómo no se habían dado cuenta sus compañeros? Lara se encontraba en casa cuando desapareció. No tenía sentido.
Estaba ansiosa por desentrañar el misterio, pero aquel descubrimiento amenazaba con distraerla. Registró la incongruencia y prefirió dar prioridad a la planta de arriba.
La segunda lección que Sandra Vega había aprendido era que las casas también mueren, como las personas.
«Pero Lara no está muerta», se dijo para convencerse.
Sandra advirtió de repente que, si habían raptado a la estudiante mientras dormía, Jeremiah se había tomado la molestia de hacer la cama y de llevarse una mochila y ropa, además de su móvil. Tenía que parecer un alejamiento voluntario. Pero la cerradura lo desmentía. Sin embargo, había tenido todo el tiempo del mundo para hacer desaparecer el rastro de su presencia. Pero ¿cómo había podido entrar y salir si la puerta estaba cerrada por dentro? Aquella duda la acuciaba.
Pasó a inmortalizar en una rápida secuencia el oso de peluche entre los almohadones, la mesilla de noche con la foto de sus padres, la mesa de estudio que tenía encima el proyecto inacabado de un puente, y los tomos de arquitectura colocados en la librería.
Había una anómala simetría en aquel dormitorio. «Será típico de los arquitectos —pensó—. Sé que me escondes algo, si ese monstruo te eligió era porque te conocía. Dime que en alguna parte conservas una pista que me llevará hasta él. Confírmame que tengo razón y te juro que moveré cielo y tierra para encontrarte.»
Mientras invocaba una señal de Lara, Sandra siguió describiendo en voz alta todo lo que veía. No notó nada de particular, aparte del escrupuloso orden. Entonces repasó las últimas fotografías que había tomado con el teléfono, esperando que un detalle le saltara a la vista.
Debajo del escritorio había una papelera llena de pañuelos de papel usados.
La manera en que Lara tenía arreglada la casa le había hecho presumir que era una persona bastante puntillosa. Compulsiva, fue la palabra que acudió a su cabeza. Su hermana era idéntica. Había cosas que amenazaban con volverla loca: por ejemplo, el dibujo del cigarrillo en el encendedor de su coche tenía que estar siempre en posición horizontal, los adornos de los muebles tenían que estar colocados en orden creciente de altura. Por el ahínco que ponía en ciertas manías, parecía que el destino de la humanidad estuviera en juego. Lara también era así, la simetría que Sandra había percibido antes no era casual. Por eso, el hecho de que no hubiera vaciado la papelera repleta le pareció extraño. Sandra dejó el móvil y se agachó para ver mejor el contenido. En medio de los pañuelos usados y viejos apuntes, encontró un papel arrugado. Lo abrió. Se trataba del ticket de una farmacia.
—Quince euros con noventa —leyó, pero sin que en él se indicara el artículo. Por la fecha, era de un par de semanas antes de que Lara desapareciera.
Por un momento, Sandra abandonó el reportaje fotográfico. Empezó a examinar los cajones, buscando el fármaco que pudiera corresponderse con aquella compra. No encontró medicamentos. Entonces, asiendo el trozo de papel, descendió a la planta inferior y se dirigió al baño.
Era un pequeño espacio, que también albergaba un armario para escobas y productos de limpieza. Sobre el espejo había un mueble auxiliar. Sandra lo abrió: los medicamentos estaban separados de los productos cosméticos. Empezó a sacarlos y a comprobar el precio que aparecía en los envases. A medida que lo hacía, volvía a ponerlos en su sitio.
No había nada que costara quince euros con noventa céntimos.
Pero Sandra sabía que aquella información era importante. Aceleró la operación, más por nerviosismo que por necesidad. Cuando hubo terminado, se apoyó con ambas manos en el borde de cerámica, tomándose unos segundos para aplacar la ansiedad. Respiró profundamente, pero se vio obligada a espirar el aire porque allí dentro el olor a humedad era más fuerte que en el resto de la casa. A pesar de que el váter parecía limpio, tiró de la cadena para descargar el agua estancada y se volvió para dirigirse de nuevo a la planta superior. Entonces se fijó en el calendario que colgaba de detrás de la puerta.
«Sólo una mujer puede entender por qué otra mujer necesita tener un calendario en el baño», se dijo.
Lo sacó de la alcayata en la que estaba colgado y empezó a hojearlo, yendo hacia atrás en el tiempo. En todas las páginas estaban marcados con un círculo rojo unos días consecutivos. Más o menos, coincidían cada mes con una cierta regularidad.
Pero, en el último, esos días no estaban marcados.
—Mierda —exclamó.
Lo adivinó desde el primer momento. Aquella confirmación no le hacía falta. Lara tiró el ticket de la farmacia a la papelera, pero luego no tuvo fuerzas para vaciarla en la basura. Porque además del recibo y los clínex había algo más. Algo que tenía un significado especial para la estudiante y de lo que era difícil separarse.
Un test de embarazo.
«Pero Jeremiah se lo llevó junto con Lara», se dijo Sandra.
Después de la cinta para el pelo, la pulsera de coral, la bufanda rosa y el patín de cuatro ruedas, ¿se trataba del enésimo fetiche del monstruo?
Sandra paseaba por el comedor con el móvil en la mano: estaba a punto de avisar al comisario Camusso del descubrimiento, tal vez la noticia de que Lara estaba embarazada daría un nuevo impulso a las investigaciones. Pero se retuvo, preguntándose qué más se le había pasado por alto.
«La puerta cerrada desde el interior», fue la respuesta.
Ése era el único obstáculo a la teoría de que alguien se había llevado a Lara de su piso. Si consiguiera demostrar con certeza que la estudiante no se había ido por su voluntad, ya no habría más dudas para otorgarle el título de quinta víctima de Jeremiah Smith.
«¿Qué se me está escapando?»
La tercera lección que había aprendido era que las casas tienen su olor.
¿A qué olía esa casa? «A humedad», se dijo en seguida Sandra, acordándose de lo que había notado al entrar en el piso. Pero, poniendo más atención, recordó haberlo sentido sobre todo en el cuarto de baño. Podía proceder de las aguas residuales. No se veía ninguna fuga evidente y, sin embargo, era demasiado penetrante. Volvió al pequeño baño, encendió la luz y miró a su alrededor. Comprobó la descarga de la ducha, del lavabo, volvió a tirar de la cadena. Parecían funcionar perfectamente.