El Tribunal de las Almas (36 page)

Read El Tribunal de las Almas Online

Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

BOOK: El Tribunal de las Almas
6.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Si no le molesta.

—No me molesta —confirmó el sacerdote.

Era un tipo gordinflón, con las mejillas hinchadas y permanentemente sonrojadas. Llevaba el hábito talar lleno de migas y de manchas de aceite. Tenía unos cincuenta años, las manos pequeñas y el pelo revuelto. Llevaba gafas de montura negra y redonda, un reloj de plástico en la muñeca, al que miraba continuamente, y zapatillas de deporte Nike gastadas.

—Hace tres años usted confesó a alguien —dijo Marcus.

No era una pregunta.

—Bueno, desde entonces he oído muchas confesiones.

—Pero de ésa debería acordarse. No se confiesa todos los días a un aspirante a suicida.

Don Michele no se sorprendió, pero de su rostro desapareció cualquier cordialidad.

—Siguiendo el protocolo, transcribí las palabras del penitente y las transmití a la Penitenciaría. No podía absolverlo, el pecado que me confesó era terrible.

—He leído el resumen, pero me gustaría oírlo de su boca.

—¿Por qué? —La pregunta contenía también una invocación, al sacerdote le disgustaba tener que hablar del tema.

—Sería importante para mí obtener una impresión directa. Necesito recabar todos los matices de esa conversación.

Don Michele pareció convencerse.

—Eran las once de la noche, estábamos cerrando. Recuerdo que me fijé en ese hombre, quieto al otro lado de la calle. Llevaba allí toda la tarde; después comprendí que estaba buscando el valor para entrar. Cuando el último visitante salió del comedor, por fin se decidió. Vino directamente hacia mí y me pidió que lo confesara. No lo había visto nunca antes. Llevaba un grueso abrigo y un sombrero, no se lo quitó en todo el rato, como si tuviera prisa. Nuestra charla también fue apresurada. No buscaba consuelo, ni comprensión, sólo quería quitarse un peso de encima.

—¿Qué le dijo, exactamente?

El sacerdote se rascó la barba gris y desaliñada que le cubría parte del rostro.

—En seguida comprendí que pensaba hacer algo grave. Había tormento en sus gestos, en su voz, lo que me dio a entender que sus intenciones eran serias. Sabía que no había perdón para lo que iba a hacer, pero no había acudido a mí para obtener la absolución por el pecado que todavía no había cometido —hizo una pausa—. No pedía perdón por la vida que quería quitarse, sino por la que había arrancado.

Don Michele Fuente era un cura de la calle, en constante contacto con la suciedad del mundo. Marcus no censuraba el desagrado que sentía: al fin y al cabo, había escuchado la confesión de un pecado mortal.

—¿A quién había matado y por qué?

El sacerdote se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas con la sotana.

—No me lo dijo. Cuando se lo pregunté, contestó con evasivas. Para justificar aquella reticencia adujo que era mejor que no lo supiera, en otro caso correría peligro. Sólo quería que lo absolviera. Cuando le comuniqué que, por la gravedad de su culpa, un simple cura no podía hacerlo, se lo tomó mal. Me dio las gracias y se fue sin añadir una palabra.

A pesar de que el resumen era escueto, evasivo y no contenía indicios, era todo lo que Marcus tenía a su disposición. En el archivo de la Penitenciaría, las confesiones de homicidios se clasificaban en el sector correspondiente. La primera vez que había puesto los pies allí, Clemente le hizo una única recomendación:

—No olvides que lo que vas a leer no es el informe catalogado en una base de datos de la policía. En ese caso, la objetividad es una especie de barrera protectora. En el nuestro, en cambio, la visión de lo sucedido es subjetiva, porque siempre es el asesino quien habla. A veces te parecerá estar en su lugar. No permitas que el mal te engañe, recuerda que se trata de una ilusión. Podría ser peligroso.

Cuando leía aquellas palabras, a Marcus le impresionaban los detalles. Siempre había algo en aquellas narraciones que parecía salirse del contexto. Un asesino, por ejemplo, recordaba el detalle de los zapatos rojos de la víctima, y el cura también había transcrito ese particular en su informe. No tenía ninguna relevancia, no iba a influir en el juicio. Pero era como si, en un listado de horrores y violencia, quisiera crearse una vía de escape, una salida de emergencia. Zapatos rojos: una mancha de color interrumpía por un instante la narración, permitiendo recuperar el aliento a quien la leyera. En el resumen de don Michele faltaba un detalle de ese tipo. Y Marcus sospechaba que la transcripción era parcial.

—Usted sabe quién era el penitente, ¿no es así?

El sacerdote dudó demasiado, dando a entender que, en efecto, era verdad.

—Lo reconocí unos días más tarde, en los periódicos.

—Pero cuando entregó la confesión no añadió el nombre.

—Lo consulté con el obispo, me aconsejó que omitiera su identidad.

—¿Por qué?

—Porque todo el mundo creía que era un hombre bueno —dijo lapidario—. Construyó un gran hospital en Angola; el país africano es uno de los más pobres del mundo. El obispo me persuadió de que no era necesario ensuciar la memoria de un gran benefactor, sino que era mejor preservar su ejemplo. Porque, de todos modos, el juicio hacia él ya no nos correspondía a nosotros.

—¿Cómo se llamaba? —insistió Marcus.

El cura suspiró.

—Alberto Canestrari.

Intuyó que había algo más, pero no quería forzar al sacerdote. Permaneció observándolo en silencio, esperando que fuera él quien hablara.

—Hay otra cosa —añadió don Michele Fuente con cierto temor—, los periódicos escribieron que murió por causas naturales.

Alberto Canestrari no sólo era un cirujano de fama internacional, una autoridad de la ciencia médica y un innovador de su profesión. Era, sobre todo, un filántropo.

De su imagen se hacían eco las placas de reconocimiento colgadas en las paredes de su estudio de la via Ludovisi. Y también los artículos de prensa enmarcados que describían los numerosos descubrimientos con que había perfeccionado la técnica quirúrgica y que encomiaban su generosidad por haber exportado su valía a los países del Tercer Mundo.

Su mayor obra era la construcción de un gran hospital en Angola, adónde se desplazaba para operar en persona.

Esos mismos periódicos que habían celebrado su figura reportaron después la noticia de su repentina muerte por causas naturales.

Marcus se introdujo en la que había sido su consulta, en la tercera planta de un edificio señorial a dos pasos de la via Veneto, y recorrió con la mirada aquellas reliquias, escrutando el rostro sonriente del médico cincuentón en las fotos de rigor, en las que aparecía retratado junto a varias personalidades, pero también con pacientes, muchos de ellos indigentes, que le debían su curación y, en algunos casos, incluso la vida. Eran su gran familia. Como dedicó toda su existencia a su profesión, el cirujano no se había casado.

Si hubiera tenido que juzgar al hombre por la colección de adjetivos diseminados en aquella pared, Marcus no habría dudado en definirlo como un buen cristiano. Pero podría ser una fachada: la experiencia lo invitaba a ser prudente en sus juicios. Sobre todo a la luz de las palabras que el cirujano pronunció pocos días antes de morir, en su última confesión.

Para el mundo entero, Alberto Canestrari no se había suicidado.

A Marcus le resultaba difícil imaginar que, después de anunciar su intención de acabar con todo, se publicara la noticia de un deceso por causas naturales. «Hay algo más», se dijo.

La consulta constaba de una gran sala de espera, una recepción para registrar a los pacientes y una sala con un gran escritorio de caoba rodeado de una vasta colección de libros de medicina, muchos de ellos lujosamente encuadernados. Una puerta corredera escondía un pequeño gabinete para las visitas compuesto por una camilla, algunos aparatos y un pequeño armario para las medicinas. Sin embargo, Marcus se detuvo en el despacho de Canestrari. Era un pequeño salón con sofás de piel, al igual que el sillón giratorio en el que, siempre según la reconstrucción de los medios de comunicación, se encontró el cadáver del cirujano.

«¿Por qué estoy aquí?», se preguntó.

Si de verdad ese hombre había matado a alguien, la cuestión ya había quedado cerrada. Marcus no debería preocuparse de ello. El asesino estaba muerto, y el misterioso penitenciario esta vez no podría procurarle ninguna venganza. Pero si lo había conducido hasta allí, la verdad no podía ser tan elemental.

«Sólo una cosa a la vez», se dijo a sí mismo. El primer paso era comprobar los hechos, y la primera anomalía que tenía que resolver era el suicidio.

Canestrari no tenía esposa ni hijos, y tras su muerte se encendió una disputa hereditaria entre sus sobrinos. Por eso la consulta, objeto del enfrentamiento legal, había permanecido intacta durante los tres últimos años. Las ventanas del apartamento estaban cerradas y en cada objeto se había depositado una espesa capa de polvo, el mismo que flotaba como niebla brillante entre los delgados rayos de luz que se filtraban por las contraventanas. A pesar de que el tiempo lo había preservado todo con su indiferencia, el lugar no tenía en absoluto el aspecto de la escena de un crimen. Marcus casi lamentaba no contar con las ventajas de una muerte violenta, repleta de pistas en las que aferrar sus deducciones. En medio del caos generado por el mal, era más fácil hallar la anomalía que necesitaba. En cambio, iba a resultar complicado dar con ella en la falsa quietud de ese lugar. Esta vez el desafío requería un cambio drástico. Tendría que ponerse en la piel de Alberto Canestrari.

«¿Qué es lo más importante para mí? —se preguntó—. La fama me interesa, pero no es esencial: por desgracia, nadie obtiene la fama salvando vidas o siendo caritativo. Entonces, podría ser la profesión. Mi talento es más importante para los demás, por eso no es lo que más me interesa.»

La solución llegó por sí sola, al volver a mirar las paredes que halagaban al médico. «Mi nombre, eso es lo que en realidad cuenta. La reputación es el bien más preciado que poseo.

«Porque estoy convencido de que soy un hombre bueno.»

Fue a sentarse en la butaca de Canestrari. Juntó las manos bajo el mentón, planteándose una única y esencial pregunta.

«¿Cómo me suicido dejando que todos crean que he muerto por causas naturales?»

Lo que más temía el cirujano era que se levantara un escándalo. Nunca habría tolerado dejar un mal recuerdo de sí mismo. Por tanto, tuvo que buscar una solución. Marcus estaba convencido de que la respuesta estaba muy cerca.

—Al alcance de la mano —se dijo. Después hizo rodar la butaca hacia la librería que tenía a su espalda.

Simular una muerte no debía de representar un problema para alguien que conocía a fondo los secretos de la vida. Estaba seguro de que había un método simple e insospechado. Nadie lo investigaría, nadie profundizaría en las causas, porque se trataba de la desaparición de un hombre íntegro.

Marcus se levantó y empezó a consultar los títulos de los libros hacinados en los estantes. Tardó un poco en encontrar lo que necesitaba. Extrajo el volumen.

El libro era un compendio de sustancias venenosas naturales y artificiales.

Empezó a hojearlo. Había un listado de esencias y toxinas, ácidos minerales y vegetales, alcalinos cáusticos. Iba del arsénico al antimonio, pasando por la belladona, la nitrobencina, la fenacetina y el cloroformo. Comprobó la posología mortal de los principios activos, su empleo y los efectos secundarios. Hasta que encontró lo que se aproximaba a una respuesta.

Succinilcolina.

Se trataba de un relajante muscular empleado en anestesiología. Canestrari era cirujano, debía de conocerlo bien. En la explicación se comparaba a una especie de curare sintético, porque poseía la capacidad de paralizar a los pacientes durante la intervención, previniendo así el peligro de espasmos o movimientos involuntarios.

Al leer las propiedades del fármaco, Marcus llegó a la conclusión de que Canestrari habría tenido suficiente con una dosis de un miligramo para bloquear los músculos de la respiración. Se ahogaría en pocos minutos. Una eternidad en esas circunstancias, una muerte atroz, la menos deseable, pero muy eficaz, porque la parálisis del cuerpo haría que el proceso fuera irreversible. Una vez inyectado el fármaco, no tendría tiempo para arrepentirse.

Pero el cirujano también lo eligió por otro motivo.

A Marcus le asombró que la cualidad principal de la succinilcolina fuera que ningún examen toxicológico fuera capaz de detectarla, ya que estaba compuesta por ácido succínico y colina: sustancias normalmente presentes en el cuerpo humano. La causa de la muerte se interpretaría como un ataque. Y ningún médico forense iría a buscar un pequeño pinchazo de jeringuilla, por ejemplo, entre los dedos de los pies.

Su buen nombre quedaría a salvo.

—Bien… ¿y la jeringuilla?

Si alguien la hubiera encontrado al lado del cuerpo, adiós simulación de muerte natural. Ese detalle no cuadraba con el resto.

Marcus se puso a pensar en ello. Mientras esperaba el dossier de Clemente, antes de acudir allí leyó en internet que quien descubrió el cadáver del cirujano a la mañana siguiente fue la enfermera, cuando llegó a abrir la consulta. Era posible que hubiese sido ella quien se desembarazara de la incómoda prueba que demostraba que no había sido una muerte natural.

«Demasiado aleatorio —se dijo Marcus—: la mujer también podía no haberlo hecho. Sin embargo, Canestrari estaba seguro de que alguien retiraría la jeringuilla. ¿Por qué?»

Marcus miró el lugar en que el célebre médico decidió quitarse la vida. La consulta era el centro de su universo. Ése era el motivo por el que la había elegido. Tenía la seguridad de que alguien iba a terminar su plan. Alguien que tuviera interés en hacer desaparecer la jeringuilla.

Lo hizo allí porque sabía que lo observaban.

Marcus se levantó de golpe. Intentó identificar algo en la habitación. «¿Dónde pueden haberlas colocado?» «En la instalación eléctrica», fue la respuesta.

Enfocó el interruptor de la luz que había en la pared. Se acercó, notando que había un pequeño agujero en la placa. Para sacarla, utilizó un abrecartas que había en el escritorio. Primero aflojó los tornillos, después la arrancó literalmente de la pared.

Le bastó una ojeada para reconocer el cable de un transmisor que se entrelazaba con los cables eléctricos.

Quienquiera que hubiera escondido la microcámara lo había hecho muy bien.

Other books

Illegal Aliens by Nick Pollotta
Dark Passage by Marcia Talley
East End Jubilee by Carol Rivers
Riverbreeze: Part 1 by Ellen E. Johnson
Our Song by Casey Peeler
Dead Iron by Devon Monk
The 40s: The Story of a Decade by The New Yorker Magazine