—Al recibir su carta —comentó Craddock—, la llevé directamente a mi jefe. Justamente acababa de recibir la comunicación de Brackhampton solicitando nuestra intervención. Parecían creer que no se trataba de un crimen local. A mi jefe le interesó mucho lo que yo tuviera que decirle sobre usted. Por lo visto ya conocía su nombre, por las referencias que debió de darle mi padrino, supongo.
—Mi querido sir Henry... —murmuró miss Marple con afecto.
—Quiso que le contase todo lo referente al asunto de Little Paddocks. ¿Y quiere saber lo que dijo?
—Sí, por favor, si no es confidencial.
—Dijo: "Bien, como éste parece ser un asunto completamente disparatado, que se ha basado en la declaración de un par de damas ancianas que, contra todo pronóstico!! han demostrado tener razón y, puesto que usted conoce ya a una de ellas, voy a encargarle el caso". ¡Y aquí me tiene! Y ahora, mi querida miss Marple, ¿adonde vamos a partir de aquí? Como puede ver, ésta no es una visita oficial. No he traído a ninguno de mis hombres. He pensado que antes podríamos cambiar impresiones.
Miss Marple le sonrió.
—Estoy segura de que nadie que lo conozca en su faceta oficial llegaría a adivinar que usted pueda ser tan humano, y más guapo que nunca, no se sonroje. Bien, ¿qué es exactamente lo que le han contado?
—Creo tener todos los datos: la declaración de su amiga, Mrs. McGillicuddy, a la policía de St. Mary Mead, la confirmación de su informe al revisor del tren y, también, la nota dirigida al jefe de estación de Brackhampton. Puedo decir que se efectuaron todas las investigaciones pertinentes por parte de los funcionarios correspondientes: el personal del ferrocarril y la policía. Pero no hay duda de que usted los supero a todos ellos gracias al más fantástico proceso de adivinación.
—Nada de adivinanzas —replicó miss Marple—. Yo tenía una gran ventaja. Yo conocía a Elspeth McGillicuddy. Nadie más la conocía. Faltaba una confirmación evidente de su versión y, si no había noticia de ninguna mujer desaparecida, era muy natural que creyesen que todo eran fantasías de una señora mayor, como suele ocurrir con las señoras de edad, pero no Elspeth McGillicuddy.
—No Elspeth McGillicuddy —convino el inspector—. Me gustaría mucho poder entrevistarme con ella. Quisiera que no se hubiese ido a Ceilán. De todas formas hemos enviado aviso para que se entrevisten con ella allí.
—Admito que mi razonamiento no es original —manifestó miss Marple—. Está tomado de Mark Twain. El muchacho que encontró el caballo. Se limitó a imaginarse adonde iría si fuese un caballo. Fue allí y lo encontró.
—¿Y usted imaginó qué haría si fuese un cruel asesino de sangre fría? —dijo Craddock, mirando pensativo a aquella anciana frágil y sonrosada—. Realmente tiene usted una mente...
—Como una cloaca, eso acostumbraba a decir mi sobrino Raymond —afirmó miss Marple asintiendo con energía—. Pero, como siempre le digo, las cloacas son una parte imprescindible del equipamiento doméstico y, en realidad, muy higiénicas.
—En ese caso, quizá pueda ir usted un poco más lejos, ponerse en el lugar del asesino, y decirme dónde está ahora exactamente.
Miss Marple suspiró.
—Quisiera poder hacerlo. Pero no tengo idea, no tengo la menor idea. Sin embargo, tiene que ser alguien que ha vivido allí o conoce muy bien Rutherford Hall.
—Conforme. Pero esto abre un campo muy extenso. Allí ha trabajado toda una larga serie de asistentas. Hay un Instituto para la Mujer, y antes estuvieron la gente de la Defensa Antiaérea. Todos conocían el granero, el sarcófago y el sitio en que se colgaba la llave. Todo el mundo conoce el lugar en los alrededores. Cualquiera que viva por aquí ha podido pensar que era el sitio adecuado para sus propósitos.
—Sí. Comprendo muy bien sus dificultades.
—No conseguiremos nada mientras no hayamos identificado el cadáver.
—¿También tienen dificultades por ese lado?
—Al final lo descubriremos. Estamos comprobando todas las denuncias de desapariciones de mujeres que tengan una edad y un aspecto físico semejante. Ninguna responde a los datos que poseemos. El médico forense le atribuye unos treinta y cinco años de edad, sana, probablemente casada y madre por lo menos de un hijo. El abrigo de piel es barato y fue comprado en una tienda de Londres. En el último trimestre se han vendido centenares de abrigos semejantes y alrededor de un sesenta por ciento de ellos a mujeres rubias. Ninguna vendedora reconoció la fotografía de la mujer muerta, y es lógico si la compra fue hecha en vísperas de Navidad. Su ropa parece ser de confección extranjera y, en su mayor parte, comprada en París. No aparecen marcas de lavandería inglesas. Hemos comunicado con París y están haciendo las oportunas comprobaciones. Por supuesto, tarde o temprano aparecerá alguien que tiene un pariente o inquilino desaparecido. Es sólo cuestión de tiempo.
—¿Ha sido de alguna utilidad la polvera?
—Desgraciadamente, no. Es un modelo barato que se vende a centenares en la rué de Rivoli, Y a propósito, usted o miss Eyelesbarrow debería haberla llevado a la policía inmediatamente.
Miss Marple meneó la cabeza.
—En aquel momento no se trataba en modo alguno de que se hubiese cometido un crimen —le señaló—. Si una señorita, practicando el golf, recoge de entre la hierba una polvera vieja y sin valor, seguramente no ha de apresurarse a llevársela a la policía. —Y añadió con firmeza—: Pensé que sería mucho más prudente encontrar antes el cadáver.
El inspector Craddock se sintió picado.
—Usted parece no haber dudado nunca de que se encontraría.
—Estaba segura de ello. Lucy Eyelesbarrow es una persona muy inteligente y eficiente.
—¡Vaya si lo es! ¡Me ha dejado completamente anonadado! Es tremendamente eficaz. Ningún hombre se atrevería a casarse con esa muchacha.
—Yo no diría tanto. Aunque desde luego, tendrá que ser un hombre muy especial. —Miss Marple consideró esta idea por un momento—. ¿Cómo se está desenvolviendo en Rutherford Hall?
—Por lo que yo sé, dependen por completo de ella. Comen de su mano, casi diría que literalmente. A propósito, no saben nada de su relación con usted. He preferido mantenerlo en secreto por el momento.
—Ahora ya no tiene relación conmigo. Ha hecho lo que le pedí que hiciese.
—Entonces, ¿podría despedirse y marcharse, si lo deseara?
—Sí.
—Pero continúa allí. ¿Por qué?
—No me ha mencionado sus razones. Es una muchacha muy inteligente. Sospecho que se siente interesada.
—¿En el problema o en la familia?
—Es difícil separarlos.
Craddock la miró con fijeza.
—¿Tiene usted alguna idea en particular?
—Oh, no. Oh, Dios mío, no.
—Yo creo que sí.
Miss Marple meneó la cabeza.
—Entonces —dijo Dermot Craddock suspirando—, lo único que puedo hacer es seguir indagando. ¡La vida del policía es tan monótona!
—Estoy segura de que obtendrá resultados.
—¿Tiene alguna otra idea que darme? ¿Alguna otra conjetura inspirada?
—Estaba pensando en algo así como las compañías teatrales —contestó miss Marple con cierta vaguedad—. De gira de un lado a otro y pocos lazos familiares. Seguramente nadie echaría de menos a una joven así.
—Sí. Quizá podamos encontrar algo por ese lado. Creo que debemos dar especial atención a esa posibilidad. —Y añadió—: ¿Por qué está sonriendo?
—¡Pensaba en la cara que pondrá Elspeth McGillicuddy cuando sepa que hemos encontrado el cadáver!
—¡Bien! —exclamó Mrs. McGillicuddy—. ¡Bien!
Le faltaban las palabras. Miró al joven agradable y bien hablado que se había presentado a ella con sus credenciales, y luego la fotografía que le había entregado.
—Es ella, sin la menor duda. Sí, es ella. La infeliz. Bueno, debo decir que me alegro de que hayan encontrado el cadáver. ¡Nadie creía una palabra de lo que yo decía! Ni la policía, ni el personal del ferrocarril, nadie. Es muy amargo que no te crean. En todo caso, que no se diga que no hice cuanto pude.
El amable joven emitió algunos sonidos de asentimiento.
—¿Dónde dice que hallaron el cadáver?
—En un granero perteneciente a una casa llamada Rutherford Hall, en las afueras de Brackhampton.
—Nunca lo había oído nombrar. ¿Y cómo fue a parar allí?
El joven no contestó.
—Supongo que lo encontró Jane Marple. Siempre se puede confiar en ella.
—El cadáver —dijo el joven, refiriéndose a algunas notas que tenía a la vista— fue hallado por una señorita llamada Lucy Eyelesbarrow.
—Tampoco la había oído nombrar nunca —afirmó Mrs. McGillicuddy—. Y sigo creyendo que Jane ha intervenido en este asunto.
—Como quiera que sea, Mrs. McGillicuddy, ¿reconoce usted esta foto como la de la mujer a quien vio en el tren?
—Una mujer a la que estaban estrangulando. Sí, es ella.
—Y que me dice del hombre ¿podría usted describirlo?
—Era alto.
—¿Qué más?
—Moreno
—¿Qué más?
—Es todo lo que puedo decirle. Estaba de espaldas a mí. No lo vi.
—¿Lo reconocería usted si lo viese?
—¡Claro que no! Me daba la espalda. No llegué a ver su cara.
—¿Tiene idea de la edad que podría tener?
Mrs. McGillicuddy reflexionó.
—No, no, de veras. Quiero decir que no lo sé. Estoy casi segura de que no era muy joven. Sus hombros parecían asentados, no sé si me entiende. —El joven asintió—. De treinta para arriba, no puedo precisar más. En realidad, no estaba mirándolo a él. Era a ella a quien miraba con aquellas manos que atenazaban su cuello y la cara azul. Todavía ahora sueño a veces con ella.
—Debió ser un espectáculo muy angustioso —dijo el joven con expresión comprensiva. Cerró su cuaderno de notas y añadió—: ¿Cuándo regresa usted a Inglaterra?
—Dentro de tres semanas. A menos que lo considere usted necesario.
Él la tranquilizó en seguida.
—Oh, no. No podría usted hacer nada por ahora. Naturalmente, si hacemos una detención...
El correo trajo una carta de miss Marple. Estaba escrita con una letra puntiaguda de patas de araña y con muchos subrayados. Gracias a su larga práctica, Mrs. McGillicuddy la descifró fácilmente. Miss Marple le enviaba un relato muy completo a su amiga, que lo devoró palabra por palabra, con gran satisfacción.
¡Ella y Jane les habían dado una buena lección!
Sencillamente, no le entiendo —afirmó Cedric Crackenthorpe. Se sentó en el murete casi en ruinas de una pocilga abandonada hacía ya mucho tiempo y miró a Lucy Eyelesbarrow.— ¿Qué es lo que no entiende?
—¿Qué está haciendo aqui? Estoy ganándome la vida.
—¿Como sirvienta? —preguntó él con tono desdeñoso.
—Está usted un poco anticuado —replicó Lucy—. ¡Una sirvienta! Soy una ayuda doméstica, una profesional, o una respuesta a sus oraciones. Más bien esto último.
—No es posible que le gusten todas las cosas que tiene que hacer: guisar, hacer camas, ir zumbando por ahí con una aspiradora, o como quiera que lo llamen, y meter los brazos hasta los codos en agua grasienta. Lucy se echó a reír.
—Quizá no ciertas cosas, pero cocinar satisface mis instintos creativos, y hay en mí algo que realmente me hace disfrutar cuando limpio.
—Yo vivo en un desorden permanente —afirmó Cedric—, y me gusta —añadió con tono desafiante. —Ya se nota.
—Mi casa en Ibiza está administrada con arreglo a una pauta sencilla. Tres platos, dos tazas, una cama, una mesa y un par de sillas. Por todas partes hay polvo, manchas de pintura y trocitos de piedra: soy escultor, además de pintor, y no permito que nadie toque nada. No quiero a ninguna mujer cerca.
—¿Bajo ningún concepto?
—¿Qué quiere usted decir con eso?
—Estaba dando por supuesto que un artista como usted debe tener sin duda algún tipo de vida sentimental.
—Mi vida sentimental, como usted la llama, es cosa mía —afirmó Cedric con dignidad—. Lo que no quiero es una mujer mandona que esté siempre detrás mío intentando organizarme la vida.
—¡Cómo me gustaría meterle mano a su casa! —comentó Lucy—. ¡Sería todo un desafio!
—No tendrá usted esa oportunidad.
—Me lo figuro.
Cayeron algunos ladrillos fuera de la pocilga. Cedric volvió la cabeza y miró a las profundidades llenas de espinos.
—¡Mi querida Magdel! La recuerdo muy bien. Era una cerda de natural afectuoso y una madre prolífica. Diecisiete crías en la última camada. Acostumbrábamos a venir aquí cuando hacía una buena tarde y le rascábamos el lomo con un palo. Le encantaba.
—¿Cómo han dejado que llegue a semejante estado de dejadez este lugar? No puede haber sido únicamente por causa de la guerra.
—Me figuro que también le gustaría a usted limpiarlo. Vaya una mujer entrometida. ¡Ahora comprendo por qué ha tenido que ser precisamente usted quien descubriera el cadáver! No podía dejar en paz ni siquiera un sarcófago grecorromano. No, no es únicamente culpa de la guerra. Es cosa de mi padre. A propósito, ¿qué piensa usted de él?
—No he tenido mucho tiempo para pensar.
—No eluda la respuesta. Es tacaño como un demonio y, en mi opinión, está un poco chiflado también. Por supuesto, nos odia a todos, excepto a Emma. Es a causa del testamento de mi abuelo.
Lucy le dirigió una mirada inquisitiva.
—Mi abuelo fue el que hizo el dinero con las galletas y los caramelos. Todo tipo de repostería para el té. Y luego, como tenía una gran visión comercial, fue de los primeros en dedicarse a la fabricación de aperitivos, y ahora tenemos una buena parte del mercado. Llegó un día en que mi padre decidió que su sensibilidad quedaba muy por encima de los aperitivos. Viajó por Italia, los Balcanes, Grecia, y se dedicó al arte. Mi abuelo se enfadó muchísimo y decidió que mi padre no servía para los negocios ni entendía una palabra de arte (acertó en ambas cosas), así que dejó todo su dinero en usufructo para que pasara luego a sus nietos. Mi padre tendría la renta mientras viviese, pero no podría tocar el capital. ¿Y sabe usted lo que hizo? Dejó de gastar dinero. Vino aquí y empezó a ahorrar. Yo diría que a estas alturas ha acumulado una fortuna casi tan grande como la que dejó mi abuelo. Y entretanto, todos nosotros, Harold, yo mismo, Alfred y Emma, no hemos recibido un penique del capital del abuelo. Yo soy un pintor sin dinero. Harold se metió en los negocios y es ahora un importante financiero. Sabe hacer dinero. Aunque últimamente me ha llegado el rumor de que pasa algunos apuros. Alfred... bueno, a Alfred lo llamamos en la familia Alf el rápido.