—No, custodio, la necesitará allí adonde vaya.
Bravo bajó la daga.
—Ahora váyase —dijo Mijaíl Kartli.
Bravo se volvió y comprobó que Khalif no hacía ningún movimiento para acompañarlo. El círculo formado por los hijos del georgiano se abrió entonces para dejarlo pasar.
Justo antes de salir de ese círculo, abandonando para siempre la protección del georgiano, hacia las calles de Trabzon, Mijaíl Kartli dijo:
—Rece a cualquiera que sea el dios que lo acompaña, porque sin él está perdido.
B
RAVO estaba sentado a una mesa en el mismo café en la colina del barrio de Ortahisar donde se había reunido por primera vez con Adem Khalif; esperaba que, si se quedaba allí el tiempo suficiente, el turco acabaría por presentarse. El lugar olía a cigarrillos quemados y a orín de gato, pero el café era fuerte y espeso. Desde su pequeña mesa disfrutaba de una excelente vista de las principales arterias de la ciudad vieja, los barrancos que absorbían toda la luz. Se dio cuenta de que no podía soportar estar en ninguna sección de la ciudad nueva, que se había desarrollado como una enorme concha alrededor de la joya de la antigua Trebisonda. Quería recuperar la ciudad legendaria, quería caminar por sus calles, oír el sonido regio del griego antiguo hablado por sus gentes, contemplar los majestuosos barcos redondos que llegaban desde Florencia o Venecia, Cádiz o Brujas, preparados para llenar sus bodegas con las exóticas cargas que los esperaban en los atestados almacenes de Trebisonda. Y, en el horizonte, el siniestro tajo de las velas negras, la amenaza de los piratas selyúcidas.
Sacó su teléfono móvil, pero cuando ya había pulsado la mitad del número de Jordan, se detuvo. Jordan era su amigo más íntimo en el mundo. Bravo le había pedido ayuda en otras ocasiones y Jordan había accedido generosamente a prestársela, pero ahora resultaba demasiado peligroso involucrarlo más en ese asunto. Bravo sabía que no quería poner en peligro a nadie más, especialmente a su amigo.
Apoyó la cabeza entre las manos. Quería otra vida o, al menos, retroceder en el tiempo. Se imaginó en la esquina de la Sexta Avenida en Nueva York, observando cómo su padre se alejaba. Si hubiese ido tras él… Pero, realmente, ¿qué habría conseguido con eso? Retrasar lo que ya estaba en marcha, nada más. Su impotencia era descorazonadora, atrapado como un diente más en una enorme máquina, moliendo hacia adelante con inexorable precisión…
—Es hora de visitar a tu abuelo, Bravo.
Alzó la vista y se encontró con el rostro de su padre curtido por la intemperie. Estaban en su casa de Greenwich Village y él tenía nueve años.
—Sé que no quieres ir.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Bravo.
—Porque acabas de preguntarle a tu madre si podías ayudarla a secar los platos del desayuno.
Bravo dejó el paño de los platos. Sabía que su padre había hecho una broma, pero en ese momento no le pareció nada divertida.
Dexter apoyó una mano sobre el hombro de su hijo.
—Tu abuelo quiere verte; preguntó especialmente por ti esta mañana.
—¿No quiere ver a Junior? —preguntó Bravo. Emma era demasiado pequeña para que la llevasen al hogar de ancianos.
—Junior no se encuentra bien.
Eso no era cierto y Bravo lo sabía. Había oído hablar a sus padres de ese tema hacía algunas semanas. Ellos consideraban que Junior era demasiado pequeño para ir a visitar al abuelo, una decisión que no había hecho más que aumentar el resentimiento de Bravo.
El viaje hasta el hogar de ancianos no era corto, pero a él le pareció que sólo habían tardado tres minutos en llegar. Flotas de camiones articulados pasaban rugiendo junto al coche, las fábricas eructaban humo por sus chimeneas, y Bravo tuvo que subir el cristal de la ventanilla para no morir ahogado por las emanaciones fétidas de los desechos químicos, que olían a neumáticos quemados y mierda de perro.
El hogar de ancianos, situado en alguna parte del insondable interior de Nueva Jersey, era un gran edificio georgiano de ladrillo rojo que parecía una de esas instituciones londinenses absolutamente desagradables que Dickens describía con su brillante estilo. Bravo estaba sentado en el coche, escuchando el sonido del motor caliente como si fuese un corazón mecánico, esperando que redujese las revoluciones y, finalmente, se detuviese. Miró fijamente hacia adelante incluso después de que su padre hubo salido del vehículo, con una sensación muy desagradable en la boca del estómago.
—¿Bravo?
Dexter abrió la puerta del lado del pasajero y le tendió la mano.
El chico, resignado, la cogió y juntos recorrieron el sendero de cemento que llevaba hasta la puerta principal. Justo antes de abrirla, Dexter le preguntó:
—Tú quieres a tu abuelo, ¿verdad?
Bravo asintió.
—Eso es todo lo que debes pensar, ¿de acuerdo?
Bravo volvió a asentir, pues no confiaba en sí mismo para responder.
El olor del hogar de ancianos era indescriptible. Bravo trató de contener la respiración, como lo hacía siempre, pero era inútil. Respiró y sintió que la sensación de náusea subía por su garganta antes de que fuese capaz de serenarse.
Encontraron a Conrad Shaw en la terraza, entre la brillante luz del sol y la humedad artificial creada por las flores de invernadero y las plantas en tiestos. Como siempre, su abuelo había ordenado que llevasen allí su silla de ruedas, de modo que quedase alejada del resto de los pacientes. Ahora estaba calvo, aunque hasta hacía diez años había lucido una espesa mata de pelo blanco de la que se sentía excesivamente orgulloso. Su carne fina, manchada como un huevo de petirrojo, estaba tallada por la edad y la enfermedad tan cerca del cráneo que había adquirido el color del hueso que cubría. En otra época había sido un hombre grande, robusto y temerario, apuesto y poseedor de una risa estridente que dispensaba con gran generosidad.
La pena era que todos esos dones le habían sido arrebatados de golpe. El ataque que lo había derribado había sido muy grave. Ahora su corazón estaba dañado y le habían implantado un marcapasos. Sus piernas estaban inmovilizadas, al igual que la parte derecha de su cuerpo. Sus facciones se habían ablandado de una forma horrible, como si estuviese sometido a una fuerza gravitatoria de enorme virulencia extraterrestre.
Su abuelo no se había adaptado bien al cambio de circunstancias. Era como si toda la alegría hubiese sido extirpada de su cuerpo. Si estaba contento de ver a su nieto no había ninguna manera de que Bravo pudiese saberlo. Conrad Shaw le clavó su único ojo bueno, lo cogió con fuerza con su único brazo bueno en lo que Bravo llegó a calificar como un apretón mortal, cuando más tarde examinó la magulladura que le había dejado.
—¿Cómo estás, abuelo? —preguntó él.
—¿Dónde está mi pipa, muchacho? ¿Qué has hecho con mi pipa?
—Yo no he visto tu pipa, abuelo.
Bravo quitó una gota de saliva de la blanda comisura de la boca de su abuelo.
—¡No hagas eso! —Conrad soltó el revés de su mano buena—. La has roto, ¿verdad? —Atrapó el brazo de Bravo con fuerza, sus dedos como pinzas de acero—. Desobediencia deliberada, conociéndote.
—Papá, Bravo no cogió tu pipa. La perdiste el año pasado —dijo Dexter, apartando suavemente a su hijo.
—Perdida… ¡y una mierda! —dijo Conrad—. Sé cuando han robado algo que me pertenece.
Dexter cerró los ojos un momento y Bravo casi pudo oír cómo contaba mentalmente hasta diez.
—Olvida la pipa, papá, sabes que ya no puedes fumar. —Dexter instaló una sonrisa en su rostro y, empleando su tono de voz más diplomático, añadió—: Sé que te estás contento de ver a Bravo; me preguntaste por él esta mañana.
—Esta mañana pedí café con leche —dijo el anciano en tono airado—. Si crees que me lo trajeron, entonces es que no sabes una mierda sobre este maldito agujero. Es un retrete disfrazado de hotel.
Cada vez que Dexter visitaba a Conrad, éste le rogaba a su hijo que acabara con su vida. Era por ese motivo por lo que Dexter había empezado a llevar a Bravo en sus visitas. El anciano jamás se atrevería a pedírselo si Bravo estaba presente.
El chico no reaccionaba tanto a la rápida y alarmante decrepitud que se había apoderado de su abuelo como al terror —no expresado pero sentido sólo como un niño puede experimentarlo— ante su deseo de morir. Bravo odiaba profundamente que lo arrastrasen hasta allí contra su voluntad, tener que presenciar el deterioro que provoca la enfermedad incluso en los hombres más fuertes y capaces, que lo empujasen a las proximidades de la muerte cuando él ni siquiera entendía lo que era la muerte.
—No quiero volver nunca más a ese lugar —le dijo a su padre durante el viaje de regreso.
—Eso es lo que dices siempre.
La voz de Dexter era deliberadamente superficial, como si estuviesen hablando alegremente de alguno de sus temas favoritos.
—Esta vez hablo en serio, papá —dijo Bravo tan enérgicamente como sabía.
—Tu abuelo no quiere decir todas esas cosas, Bravo. Tú sabes que en el fondo se alegra de verte.
Bravo apartó la vista.
—¿Qué ocurre?
Nuevamente, silencio.
—Venga —lo instó Dexter—. Sabes que puedes contarme cualquier cosa.
—No quiero morir.
Su padre lo miró con preocupación paternal.
—Tú no vas a morir, Bravo. No hasta dentro de mucho, mucho tiempo.
—Pero el abuelo sí.
—Más razón para que vayas a verlo tan a menudo como sea posible. Quiero que recuerdes…
Bravo, con un súbito ataque de ira alimentado por la tristeza y la frustración, gritó:
—¿Recordar qué? ¿A un esqueleto ambulante, algo salido de una pesadilla?
Dexter puso el intermitente y detuvo el coche en el arcén. Luego se volvió hacia su hijo.
—No importa el aspecto que tenga ahora tu abuelo —le dijo—; sigue siendo el mismo por dentro, es un hombre que ha conseguido grandes cosas. Se merece tu atención y tu respeto.
Con el claro acceso a la verdad que tiene un niño, Bravo respondió:
—No creo que el abuelo sea el mismo por dentro.
Este comentario sorprendió a Dexter, que volvió la cabeza con un brazo apoyado sobre el volante y observó las filas de coches y camiones que circulaban junto a ellos. El coche se mecía suavemente a su paso.
—Tienes razón. —Dexter Shaw suspiró—. He estado luchando contra ello, pero mi padre ya no es el mismo, se ha derrumbado por completo.
Era la primera vez que Bravo veía llorar a su padre. No sería la última.
Bravo apoyó la mano en su hombro.
—Está bien, papá.
—No, no está bien. No debería llevarte todas las semanas. Es egoísta.
—Eh, papá…
—Mi padre lo era todo para mí. Y verlo así… —Dexter meneó la cabeza—. Pero éstas son las consecuencias de la vida, Bravo. Uno tiene que aceptarlas y asumirlas como un hombre.
—Entonces lo haremos.
Dexter Shaw miró a su hijo.
—Quiero decir, estamos juntos, ¿verdad? —El Bravo de nueve años lanzó a su padre una sonrisa valiente—. Somos hombres, ¿no?
Como un aliento fresco en la mejilla, Bravo sintió la marcha de su padre y abrió los ojos. La luz había menguado y las sombras alargadas tenían el color de la piedra. Aún no había señales de Khalif, y entonces Bravo supo que no acudiría. Su café estaba frío y pidió otro, junto con algo para comer.
—Cualquier cosa menos pulpo —le dijo al camarero. Estaba hasta arriba de pulpos.
Había sido un error iniciar una pelea con Mijaíl Kartli. La imprudencia de su acto le impresionaba incluso ahora. Pero hay ocasiones en las que el control sale por la ventana y luego simplemente tienes que sacar lo mejor de una situación difícil. Asumir las consecuencias como un hombre.
El camarero le llevó el café y él bebió un trago, quemándose la punta de la lengua. Dejó la taza en el plato y llamó a Emma. Había ocho horas de diferencia con respecto a Nueva York. La lógica indicaba que debería haberla despertado, pero su hermana contestó inmediatamente y en su voz no había rastros de sueño.
—Por Dios, Bravo, ¿dónde has estado? He tratado de localizarte durante todo el día.
—Fuera de cobertura, obviamente. Escucha, encontré al topo.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Era. Paolo Zorzi. Está muerto.
—¿Zorzi? —Hubo un momento de silencio y luego Emma dijo—: No lo sé.
—¿Qué quieres decir? Él era uno de los nombres de la lista que hizo papá. El padre Mosto me enseñó esa lista en Venecia.
—Bravo, esa lista era uno de los trucos de papá, nada más que información falsa, por si caía en manos de los caballeros.
Él se irguió en su silla.
—Estás bromeando, ¿verdad?
—Piensa en ello un minuto. Estamos hablando de papá. ¿Realmente crees que él dejaría una lista de sospechosos para que la encontrase cualquiera, especialmente una lista codificada?
Las sienes de Bravo habían empezado a latir.
—Pero Zorzi me golpeó, me secuestró… ¿Me estás diciendo que él no era el traidor?
—No. Lo que estoy diciendo es que no podemos estar seguros. La única lista que papá confeccionó estaba en su cabeza.
—Pero tú investigabas para él. Tú conoces a todos los sospechosos. ¿Era Zorzi uno de ellos?
—En un momento dado, sí.
En el estómago de Bravo había comenzado a formarse una enorme bola causada por el pánico.
—¿Qué significa eso?
—Aproximadamente un mes antes de que lo matasen, papá me dijo que abandonase todo el trabajo de inteligencia que estaba haciendo.
—¿Por qué?
—Eso mismo le pregunté yo. Sólo me dijo que había hecho un descubrimiento importante y que debía encargarse del resto él solo. Le rogué que me dejase ayudarlo, pero se mostró inflexible. Tú sabes lo obcecado que podía ser papá.
Por supuesto que lo sabía.
—Pero ¿por qué te apartó de la investigación de esa manera tan súbita?
—He intentado una docena de teorías, pero ninguna de ellas tiene el menor sentido.
—¿Y si ese descubrimiento implicaba a un nuevo sospechoso muy próximo a papá? —apuntó Bravo.
—Pero ¿por qué iba él a…?
—Alguien cuya existencia no quería que tú conocieras…, alguien a quien él estaba muy ligado.
—¿A quién te refieres?
—Jenny Logan… el guardián. No me extraña que Zorzi fuese uno de los principales sospechosos; el topo era uno de los suyos. Probablemente ella fue dejando pistas que llevaron a papá hasta él. Pero eso no funcionó o, al menos, no durante mucho tiempo. Yo creo que papá me asignó a Jenny Logan esperando que ella cometiera un error y yo la descubriese, que es exactamente lo que sucedió.