El Terror (16 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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—¡Ah del barco! —grita con la voz más fuerte que puede, la que usa para dar órdenes en el astillero.

Resuena un disparo de escopeta, un serac a metro y medio de Crozier se desmenuza y una lluvia de fragmentos de hielo chocan contra el débil resplandor de la linterna.

—¡Basta, malditos sean tus ojos cegatos, maldito paleto descerebrado idiota comemierda! —ruge Crozier.

Hay conmoción en la cubierta del
Erebus
cuando algún oficial quita la escopeta al centinela idiota comemierda.

—Ya está —dice Crozier a la chica esquimal, que está encogida—. Ya podemos salir.

Se detiene, y no sólo porque
Lady Silenciosa
no le siga afuera, hacia la luz. Le ve el rostro a la luz de la linterna y ella está sonriendo. Sus labios gordezuelos que nunca se movían ahora se curvan hacia arriba, aunque ligeramente. Como si ella hubiese comprendido y disfrutado de su exabrupto.

Pero antes de que Crozier pueda confirmar que su sonrisa es real,
Lady Silenciosa
se vuelve hacia las sombras del laberinto de hielo y desaparece.

Crozier menea la cabeza. Si esa loca de mujer quiere helarse por ahí fuera, que se vaya. El tiene asuntos que tratar con el capitán Fitzjames y luego le espera un largo paseo de vuelta a casa en la oscuridad antes de poder dormir.

Cansado, dándose cuenta de que no nota los pies desde hace media hora al menos, Crozier sube dando tumbos por la rampa de hielo sucio y nieve que le conduce a la cubierta del muerto buque insignia de sir John.

9

Franklin

Latitud 70° 5'N — Longitud 98° 23' O

Mayo de 1847

El capitán sir John Franklin quizá fuese el único hombre a bordo de los dos barcos que permaneció exteriormente sereno cuando la primavera y el verano sencillamente no llegaron en abril, mayo y junio de 1847.

Al principio sir John no había anunciado formalmente que estarían atrapados en el hielo durante al menos otro año más; no tenía que hacerlo. La primavera anterior, en la isla de Beechey, la tripulación y los oficiales observaron con ansiosa anticipación no sólo el regreso del sol, sino el momento en que la banquisa se fue rompiendo y formando discretos témpanos y escombros; aparecieron nuevos huecos y el hielo fue soltando su presa. A finales de mayo de 1846, ya estaban navegando de nuevo. No así aquel año.

La primavera anterior, tripulación y oficiales observaron el regreso de las muchas aves, ballenas, peces, zorros, focas, morsas y otros animales, para no mencionar el reverdecimiento del liquen y los brezos bajos en las islas hacia las que navegaban, a principios de junio. Pero aquel año no. Si no había agua abierta tampoco habría ballenas, ni morsas, ni apenas focas, y las pocas focas anilladas que habían avistado eran tan difíciles de coger o de abatir a disparos ahora como a principios del invierno, y no habría nada más que nieve sucia y hielo gris hasta donde alcanzaba la vista.

La temperatura siguió siendo fría a pesar de que había más horas de sol cada día. Aunque Franklin hizo que se colocaran todos los palos, que se aparejaran todas las jarcias y que se tendiera una nueva lona en ambos buques a mediados de abril, no sirvió para nada. Las calderas de vapor siguieron apagadas, excepto para mover agua caliente por las tuberías de la calefacción. Los vigías informaban de que una sólida losa de blancura se extendía en todas direcciones. Los icebergs siguieron en el mismo lugar donde habían quedado congelados el anterior mes de septiembre. Fitzjames y el teniente Gore, trabajando con el capitán Crozier, del
Terror,
habían confirmado por sus observaciones de las estrellas que la corriente estaba transportando al hielo hacia el sur a dos kilómetros y medio «por mes», una velocidad patética, pero aquella masa de hielo en la cual se encontraban atrapados había rotado en el sentido de las agujas del reloj todo el invierno, devolviéndoles al mismo lugar donde habían empezado. Las crestas de presión continuaban emergiendo como madrigueras de roedores. El hielo era más delgado, y los destacamentos que hacían agujeros para el fuego veían a su través, ahora mismo, pero, aun así, tenía más de tres metros de espesor.

El capitán sir John Franklin siguió sereno todo aquel tiempo a causa de dos hechos: su fe y su esposa. El devoto cristianismo de sir John le mantuvo a flote a pesar de la presión de la responsabilidad y la frustración, que conspiraban para hundirle. Todo lo que había ocurrido respondía, él lo sabía, lo creía fervientemente, a la voluntad de Dios. Lo que parecía inevitable a los demás no tenía por qué serlo en un universo administrado por un dios vigilante y misericordioso. El hielo podía romperse súbitamente a mediados del verano, que estaba a menos de seis semanas de distancia, y aunque fuesen unas pocas semanas de navegación y de vapor les llevarían triunfantemente al paso del Noroeste. Irían navegando a vapor al oeste a lo largo de la costa mientras tuviesen carbón, y luego a vela el resto del camino hacia el Pacífico, escapando de las latitudes más septentrionales en algún momento a mediados de septiembre, justo antes de que la banquisa se solidificase de nuevo. Franklin había experimentado milagros mayores a lo largo de su vida. Ser nombrado comandante de aquella expedición, por ejemplo, a la edad de sesenta años, después de la humillación de la Tierra de Van Diemen, ya había sido un enorme milagro.

Tan profunda y sincera como la fe en Dios de sir John era la fe en su esposa, más profunda si cabe, y a veces incluso más aterradora. Lady Jane Franklin era una mujer indomable..., indómita, era la palabra que mejor le cuadraba. Su voluntad no conocía fronteras, y en casi todas las instancias lady Jane Franklin era capaz de doblegar los caminos errabundos y arbitrarios del mundo a la férrea presión de su voluntad. El imaginaba que después de no recibir noticias durante dos inviernos enteros, su esposa ya habría movilizado su fortuna privada, realmente impresionante, sus contactos públicos y su aparentemente ilimitada fuerza de voluntad y habría persuadido al Almirantazgo, al Parlamento y Dios sabe a cuántas agencias más de que le buscasen.

Este último hecho molestaba un poco a sir John. Por encima de todo, no quería ser «rescatado», que se acercasen a él por tierra o por mar durante el breve deshielo del verano expediciones preparadas a toda prisa bajo el mando de sir John Ross, el del aliento de whisky, o del joven sir James Ross, que se vería obligado a salir de su retiro de las incursiones árticas, de eso estaba seguro sir John, por las exigencias de lady Jane. Tal cosa atraería sobre él vergüenza e ignominia.

Pero sir John seguía sereno porque sabía que el Almirantazgo no se mueve precisamente «rápido» para ningún asunto, ni siquiera mediante una palanca y un fulcro tan poderosos como su esposa Jane. Sir John Barrow y los demás miembros del mítico Consejo Ártico, para no mencionar a los oficiales superiores de sir John en el Servicio de Descubrimientos de la Marina Real, sabían perfectamente que el
HMS Erebus
y el
HMS Terror
tenían provisiones para tres años, o más aún, si se racionaban severamente las provisiones, para no mencionar la posibilidad de pescar y cazar si se les ponía a tiro alguna presa. Sir John sabía que su esposa (su «indómita» esposa) forzaría un rescate, llegada la necesidad, pero la terrible y maravillosa inercia de la Marina Real aseguraba, casi con toda certeza, que tal intento de rescate no resultaría operativo hasta la primavera o el verano de 1848, o más tarde incluso.

De modo que, a finales de mayo de 1847, sir John preparó cinco destacamentos con trineos para que examinasen los horizontes en todas las direcciones, incluyendo a uno con instrucciones de volver por el mismo camino que habían recorrido en busca de aguas abiertas. Salieron el 21, 23 y 24 de mayo, y la partida del teniente Gore, que era la fundamental, salió la última y dirigió sus trineos hacia la Tierra del Rey Guillermo, al sudeste.

Además del reconocimiento, el primer teniente Graham Gore tenía una segunda responsabilidad importante: dejar el primer mensaje escrito de sir John desde el principio de la expedición oculto en la costa.

En ese aspecto, el capitán sir John Franklin llegó tan cerca de la desobediencia de las órdenes como jamás había llegado en toda su carrera naval. Las instrucciones que había recibido del Almirantazgo eran levantar una serie de mojones y dejar mensajes ocultos durante todo el camino de su exploración, porque, si los barcos no aparecían más allá del estrecho de Bering en el tiempo previsto, era la única forma de que los barcos de rescate de la Marina Real supiesen en qué dirección se había encaminado Franklin y qué podía haber causado su retraso. Pero sir John no había dejado ningún mensaje en la isla de Beechey, aunque había tenido casi nueve meses para prepararlo. En realidad, sir John odiaba aquel primer fondeadero helado, y se sentía avergonzado por la muerte de los tres tripulantes por tisis y neumonía aquel invierno, de modo que privadamente decidió dejar las tumbas como único mensaje que necesitaba enviar. Con un poco de suerte nadie encontraría las tumbas hasta años después de que su victoria a la hora de encontrar el paso del Noroeste hubiese sido anunciada en todo el mundo.

Pero ya habían pasado dos años desde su último despacho a sus superiores, de modo que Franklin dictó una actualización a Gore y la introdujo en un cilindro de latón hermético, uno de los doscientos que le habían proporcionado.

Personalmente dio instrucciones al teniente Gore y al segundo oficial Charles des Voeux de dónde colocar aquel mensaje: en el mojón de casi dos metros de alto que sir James Ross había dejado en la Tierra del Rey Guillermo, unos diecisiete años antes, en el punto más occidental de sus exploraciones. Sería, como sabía Franklin, el primer lugar en el cual buscaría la Marina noticias de su expedición, ya que era el último hito que figuraba en todos los mapas.

Mirando el solitario garabato de aquel último hito en su propio mapa, en la intimidad de su camarote, la mañana antes de que Gore, Des Voeux y seis marineros partieran, sir John tuvo que sonreír. En un acto de respeto, diecisiete años antes, para no mencionar un acto que ahora generaba cierta ironía, Ross había bautizado aquel promontorio occidental a lo largo de la costa como cabo Victoria, y luego había dado a las montañas cercanas los nombres de cabo Jane Franklin y Punta Franklin. Sir John pensó, mirando hacia el mapa desgastado y color sepia con sus líneas negras y sus grandes espacios vacíos hacia el oeste del cabo Victoria, cuidadosamente marcado, en si el Destino o Dios le hubiesen llevado a él y a aquellos hombres hasta allí.

El mensaje que había dictado, escrito por Gore, era, según pensaba sir John, sucinto y profesional:

... de mayo de 1847.
HMS Erebus
y
Terror...
Invernando en el hielo en lat. 70° 05' N, long. 98° 23' O. Habiendo invernado en 1846-1847 en la isla de Beechey en lat. 74° 43' 28" N, long. 90° 39' 15" O, después hemos ascendido por el canal de Wellington a lat.
71°...
y vuelto por el lado occidental de la isla de Cornwallis. Sir John Franklin al mando de la expedición. Destacamento consistente en 2 oficiales y 6 hombres deja los barcos el lunes 24 de mayo de 1847. Gm. Gore, teniente. Chas. F. Des Voeux, oficial.

Franklin ordenó a Gore y a Des Voeux que firmasen la nota y rellenasen la fecha antes de sellar la lata e introducirla bien hondo en el interior del mojón de James Ross.

Lo que no había observado Franklin durante el dictado, ni tampoco le había corregido el teniente Gore, es que había dado las fechas erróneas de su invierno en la isla de Beechey. Fue el primer invierno de 1845-1846 el que pasaron al abrigo de aquel puerto en Beechey; aquel terrible año en la banquisa había sido el invierno de 1846-1847.

Daba igual. Sir John estaba convencido de que dejaba un mensaje sin importancia para la posteridad, quizá sólo para algún historiador de la Marina Real que quisiera añadir algún comentario al futuro informe de sir John sobre la expedición, porque sir John planeaba escribir otro libro y creía que los beneficios que le iba a proporcionar aumentarían su fortuna privada hasta llegar a ser casi mayor que la de su esposa, y no pensaba dictar un informe que pudiese leer cualquiera en un futuro inmediato.

La mañana que partió el destacamento en trineo de Gore, sir John bajó con ellos al hielo para desearles buena travesía.

—¿Tienen todo lo que necesitan, caballeros? —preguntó sir John.

El primer teniente Gore, cuarto en mando general detrás de sir John, el capitán Crozier y el comandante Fitzjames, asintió, así como su subordinado, el segundo oficial Des Voeux, y este último sonrió. El sol brillaba con fuerza y los hombres ya llevaban las gafas de tela metálica que les había proporcionado el señor Osmer, el sobrecargo del
Erebus,
para evitar la ceguera debida al resplandor de la nieve.

—Sí, sir John. Gracias, señor —dijo Gore.

—¿Mucha ropa de lana? —bromeó sir John.

—Sí, señor —respondió Gore—. Ocho capas de hermosas guedejas de oveja de Northumberland bien tejidas, sir John; nueve, si contamos los calzones de lana.

Los cinco marineros se echaron a reír al oír a sus oficiales bromear de ese modo. Sir John sabía que los hombres le querían.

—¿Preparados también para acampar en el hielo? —preguntó sir John a uno de los hombres, Charles Best.

—Ah, sí, señor —dijo el joven marinero, bajo pero muy robusto—. Tenemos la tienda holandesa, señor, y ocho mantas de piel de lobo para dormir debajo. Y veinticuatro sacos de dormir, sir John, que nos ha cosido el sobrecargo con las mejores mantas de la bahía de Hudson. Estaremos más calentitos en el hielo que a bordo del barco, milord.

—Bien, bien —dijo sir John, ausente.

Miró hacia el sudeste, donde estaba visible la Tierra del Rey Guillermo, o isla, si creían la absurda teoría de Francis Crozier, sólo como un ligero oscurecimiento del cielo encima del horizonte. Sir John rezó a Dios, literalmente, para que Gore y sus hombres encontrasen aguas abiertas junto a la costa, ya fuese antes o después de colocar el mensaje de la expedición. Sir John estaba dispuesto a hacer todo lo que estuviese en su poder, y más aún, para obligar a los dos barcos, por muy baqueteado que estuviese el
Erebus,
a pasar a través del hielo blando, si alguna vez llegaba a ablandarse, y llegar a la relativa protección de las aguas costeras y la posible salvación de la tierra. Allí podrían encontrar una bahía tranquila o un banco de grava donde carpinteros e ingenieros pudieran reparar lo suficiente el
Erebus,
enderezando el eje de la hélice, reemplazando la propia hélice, reforzando los refuerzos internos de hierro, que estaban retorcidos, y quizá reemplazando parte del forro exterior de hierro que faltaba, para permitirles seguir adelante. Y si no era así, sir John pensaba, aunque todavía no había compartido esa idea con ninguno de sus oficiales, que seguirían el penoso plan de Crozier del año anterior y acabarían por anclar el
Erebus,
trasladar sus menguantes reservas de carbón y tripulación al
Terror
y navegar a vela al oeste, a lo largo de la costa, en el buque restante, apiñados pero radiantes, de eso estaba seguro, radiantes de alegría.

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