El Terror (116 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

BOOK: El Terror
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Allí encontró algunas duelas de barril. Una suela de bota de cuero con agujeros donde habían metido los tornillos. Enterrado en la arena y el fango de la orilla, descubrió un trozo de roble curvado que antes estaba pulido, de unos dos metros y medio de largo, y que formaba parte de una borda de uno de los cúteres (para los
oleekatalik
habría sido un auténtico tesoro). Nada más.

Se iban ya decepcionados, remando corriente abajo hacia la costa, cuando dieron con un hombre viejo, sus tres esposas y sus cuatro hijos mocosos. Su tienda y sus pieles de caribú iban a espaldas de las mujeres, y habían salido al río, según dijo el hombre, a pescar. Nunca había visto a un
kabloona,
y mucho menos a dos espíritus que gobiernan
sixam ieua
sin lengua, y estaba muy asustado, pero uno de los cazadores que iba con Crozier calmó sus miedos. El viejo se llamaba Puhtoorak y era miembro del grupo
qikiqtarqjuaq
de la gente real.

Después de intercambiar comida y bromas, el viejo preguntó qué hacían tan lejos de las tierras norteñas de la gente del Dios Que Camina, y cuando uno de los cazadores le explicó que buscaban
kabloo
na
vivos o muertos que hubiesen podido ir por aquel camino, o sus tesoros, Puhtoorak les dijo que él no había oído hablar de
kabloona
alguno en su río, pero dijo entre trozo y trozo de su regalo de carne de foca:

—El invierno pasado vi un barco
kabloona
enorme, tan grande como un iceberg, con tres palos que sobresalían, metido en el hielo justo al lado de Utjulik. Creo que había
kabloona
muertos en su estómago. Algunos de nuestros hombres más jóvenes se subieron a la cosa (tuvieron que usar sus hachas de mierda de estrellas para hacer un agujero en el costado), pero dejaron todos los tesoros de madera y metal donde estaban, porque decían que la casa de los tres palos estaba embrujada.

Crozier miró a
Silenciosa
.

«¿Lo habré entendido correctamente?»

«Sí», asintió ella. Kanneyuk se echó a llorar. Silna se apartó la parka de verano y le dio el pecho al bebé.

Crozier estaba de pie en un acantilado y miraba al barco en el hielo. Era el
HMS Terror.

Le había costado ocho días de viaje llegar desde la boca del río Back hasta aquella parte de la costa de Utjulik. A través de los cazadores de la gente del Dios Que Camina que comprendían sus signos, Crozier ofreció propinas a Puhtoorak si el viejo accedía a llevar a su familia con él e ir a enseñarles el camino hacia el barco de los
kabloo
na
con los tres palos que salían del techo, pero el viejo
qikiqtarqjuaq
no quería tener nada que ver con la casa embrujada
kabloona
con sus tres palos. Aunque no había entrado con los jóvenes el último invierno, había visto que la cosa estaba contaminada con
püfixaaq,
el tipo de espíritus-fantasma malsanos que embrujaban un mal sitio.

Utjulik era el nombre inuit de lo que Crozier había conocido en los mapas como costa occidental de la península de Adelaida. Los canales en agua abierta habían acabado no muy al oeste de la ensenada que conducía al sur, hacia el río Back (el estrecho era de hielo sólido allí), de modo que tuvieron que salir a la playa y esconder los
qayaqs
y el
umiak
de Asiajuk y continuar con los seis perros tirando del pesado y sólido
kamatik
de cuatro metros. Orientándose a ojo tierra adentro, de una forma que Crozier sabía que nunca podría dominar,
Silenciosa
les condujo los aproximadamente cuarenta kilómetros recto hacia el interior de la península, hacia la zona de la costa oeste donde Puhtoorak había dicho que había visto el barco... Incluso se había paseado por su cubierta, confesó.

Asiajuk no había querido abandonar su confortable bote cuando llegó el momento de dirigirse a campo través. Si Silna, una de las más reverenciadas gobernantes de espíritus de la gente del Dios Que Camina, no le hubiera pedido por signos con la mayor seriedad que los acompañara (y una petición de un
sixam ieua
era una orden hasta para el más hosco de los chamanes), Asiajuk habría ordenado a sus cazadores que le devolvieran a casa. Pero al final iba bien envuelto en pieles y subido en el
kamatik,
e incluso ayudaba de vez en cuando arrojando guijarros a los perros que se esforzaban, y gritando:

«!Jo! ¡Jo! ¡Jo!», cuando quería que fueran a la izquierda, y «¡Chi! ¡Chi! ¡Chü», cuando quería que fuesen a la derecha. Crozier se preguntaba si el viejo chamán estaría descubriendo el placer juvenil de viajar en trineo con un equipo de perros.

Estaban a última hora de la tarde del octavo día, y miraban al
HMS Terror.
Hasta Asiajuk parecía intimidado y fascinado.

La mejor descripción de Puhtoorak de la ubicación precisa era la de que la casa de tres palos «estaba congelada en el hielo junto a una isla a unos ocho kilómetros al oeste» de un punto determinado, y que él y su partida de caza tuvieron que andar unos cinco kilómetros al norte por un hielo liso hasta alcanzar el barco, después de cruzar varias islas en su camino desde el cabo. Entonces pudieron ver el barco desde un acantilado en el extremo norte de la isla mayor.

Por supuesto, Puhtoorak no había usado las palabras «kilómetros» ni «barco», ni siquiera «cabo». Lo que había dicho el anciano era que la casa
kabloona
con tres palos y casco de
umiak
estaba a un determinado número de horas andando al oeste del Tikerqat, que significa «Dos Dedos», y que era como llamaba la gente real a dos estrechas puntas a lo largo de aquella extensión de la costa de Utjulik, y luego en algún lugar cerca del extremo norte de una isla grande que había allí.

Crozier y su grupo de diez personas (el cazador del sur, Inupijuk, pensaba quedarse con ellos hasta el final) habían caminado hacia el oeste por un hielo muy escarpado desde los Dos Dedos, y cruzaron dos islas pequeñas antes de llegar a una mucho mayor. Encontraron un acantilado que caía casi treinta metros en la banquisa en el extremo norte de aquella gran isla.

A cuatro o cinco kilómetros allá fuera, en el hielo, los tres mástiles del
HMS Terror
se alzaban en un ángulo inclinado hacia las nubes bajas.

Crozier deseó tener su antiguo catalejo, pero no lo necesitaba para indicar los mástiles de su antiguo buque.

Puhtoorak tenía razón: el hielo de aquella última parte de la caminata era mucho más suave que el laberinto de la costa y la banquisa entre la tierra firme y las islas. El ojo de capitán de Crozier apreció por qué: allí se encontraba un rosario de pequeñas islas que iban del este al norte, que creaban una especie de muro marino natural que protegía aquel fragmento de mar de alrededor de treinta kilómetros de los vientos dominantes fuera del noroeste.

Cómo podía haber acabado allí el
Terror,
casi a unos trescientos kilómetros al sur de donde se quedó congelado cerca del
Erebus
durante casi tres años, era algo que superaba todos los poderes de especulación de Crozier.

Pero no tendría que especular mucho más.

La gente real, incluidos la gente del Dios Que Camina, que vivían a la sombra de un monstruo vivo un año sí y otro no, se acercaban al barco con obvia ansiedad. Todos aquellos comentarios de Puhtoorak de fantasmas acechantes y malos espíritus habían hecho su efecto sobre ellos, incluso en Asiajuk, Nauja y los cazadores que no habían oído los comentarios del anciano. El mismo Asiajuk iba murmurando conjuros, invocaciones para expulsar a los fantasmas y plegarias para permanecer a salvo durante su paseo por el hielo, que no añadían ninguna sensación de seguridad. Cuando un chamán se pone nervioso, como bien sabía Crozier, todo el mundo se pone nervioso.

La única persona que iba caminando junto a Crozier a la cabeza de la procesión era
Silenciosa
, que llevaba a sus dos niños.

El
Terror
estaba escorado unos veinte grados a babor, con la proa apuntando hacia el nordeste y los palos inclinados hacia el noroeste, y demasiado casco del costado de estribor asomando por encima del hielo. Sorprendentemente, había un ancla echada. El ancla de la proa del costado de babor, con la guindaleza desapareciendo en el espeso hielo. Crozier se sorprendió porque suponía que el fondo estaría allí al menos a veinte brazas, quizá mucho más aún, y porque había pocas ensenadas a lo largo de las curvas septentrionales de las islas que tenía tras él. Al final, a menos que hubiese alguna tormenta, un capitán prudente buscando refugio seguro habría llevado al buque hacia el estrecho del costado este de la gran isla por la que acababan de pasar caminando, y habría echado el ancla entre la isla mayor, cuyos acantilados habrían bloqueado el viento, y las tres islas más pequeñas, ninguna de más de tres kilómetros de largo, al este de allí.

Pero el
Terror
estaba allí, a unos cuatro kilómetros hacia fuera del extremo norte de aquella isla grande, con el ancla sumergida en el agua profunda. Todo expuesto a las inevitables tormentas del noroeste.

Un paseo en torno al buque y una mirada hacia su inclinada cubierta desde el lado más bajo del noroeste resolvió el misterio de por qué el grupo de caza de Puhtoorak se había visto obligado a abrirse camino con hachas a través del casco del costado de estribor, que estaba elevado, probablemente un casco astillado, maltratado y ya casi abierto, para poder entrar: todas las escotillas de cubierta estaban cerradas y selladas.

Crozier volvió hacia el agujero del tamaño de un hombre que aquel grupo había abierto en el casco expuesto y desgastado. Pensó que podría introducirse dentro. Recordó que Puhtoorak decía que los jóvenes cazadores habían usado sus hachas de mierda de estrellas para abrirse camino hasta allí, y tuvo que sonreír a pesar del aluvión de emociones dolorosas que estaba experimentando.

«Mierda de estrellas» era como llamaba la gente real a las estrellas que caían y el metal que usaban procedente de esas estrellas caídas, que encontraban en el hielo. Crozier había oído hablar a Asiajuk de la
uluriak anoktok,
«mierda de estrellas que cae del cielo».

Crozier deseó entonces llevar una hoja o hacha de mierda de estrellas. La única arma que llevaba era un cuchillo de trabajo sencillo con una hoja hecha de marfil de morsa. Había arpones en el
kamatik,
pero no eran suyos (él y
Silenciosa
habían dejado los suyos con su
qayaq
hacía una semana), y él no quería pedir uno prestado sólo para entrar en el barco con él.

En el trineo, a unos doce metros por detrás de ellos, los
Qimmiq
(grandes perros con ojos extraños azules y amarillos, y almas que compartían con sus amos) ladraban, gruñían, aullaban y se lanzaban mordiscos unos a otros y a cualquiera que se les acercase. No les gustaba nada aquel sitio.

Crozier hizo una señal a
Silenciosa
: «Dile a Asiajuk por señas que les pregunte si alguien quiere entrar conmigo».

Ella lo hizo rápidamente sólo con los dedos, sin cordón. Aun así, el viejo chamán siempre la comprendía mucho más rápidamente a ella que los torpes signos de Crozier.

Ninguno de la gente real quería pasar a través de aquel agujero.

«Te veré dentro de unos pocos minutos», dijo Crozier a
Silenciosa
por señas.

Ella sonrió.

«No seas tonto —le dijo por señas—. Tus hijos y yo entraremos contigo.»

El se introdujo por el hueco y
Silenciosa
le siguió un segundo después, llevando a Cuervo en brazos y a Kanneyuk en el portabebés de piel suave que a veces llevaba sujeto con unas correas al pecho. Ambos niños dormían.

Estaba muy oscuro.

Crozier se dio cuenta de que los jóvenes cazadores de Puhtoorak se habían abierto paso en la cubierta del sollado. Era una suerte para ellos, porque si lo hubiesen intentado un poco más abajo en la mitad del buque, habrían dado con el hierro de los bidones de carbón y los tanques de almacenamiento de agua de la bodega, y nunca habrían podido entrar, por muchas hachas de mierda de estrellas que llevasen.

A tres metros y medio desde el agujero del casco en el interior ya estaba demasiado oscuro para ver nada, de modo que Crozier buscó el camino de memoria, sujetando la mano de
Silenciosa
mientras caminaban hacia delante por la cubierta inclinada y luego se dirigían a popa.

A medida que sus ojos se adaptaban a la oscuridad, vieron que se filtraba la luz suficiente para que Crozier comprobase que la puerta a la sala de Licores y a la santabárbara más a popa, con pesados candados, estaban abiertas. No tenía ni idea de si había sido obra de los hombres de Puhtoorak, pero lo dudaba. Esas puertas se habían dejado cerradas con candados por algún motivo, y eran el primer lugar al que querría acceder cualquier hombre blanco que volviese al
Terror.

Los barriles de ron, porque tenían tanto ron que en realidad tuvieron que dejar barriles atrás cuando se fueron al hielo, estaban vacíos. Pero los barriles de pólvora sí que seguían allí, así como las cajas y barriles de municiones, sacos de lona de cartuchos y casi la longitud de dos mamparos de mosquetes, todavía en sus huecos, ya que tenían demasiados para llevárselos todos, y doscientas bayonetas que todavía colgaban de sus soportes a lo largo de las vigas.

El metal de aquella habitación solamente habría convertido al grupo de Asiajuk, de la gente real, en los hombres más ricos del mundo.

El resto de la pólvora y de las municiones alimentaría a una docena larga de grupos de la gente real durante veinte años, y los convertiría en señores indiscutibles del Ártico.

Silenciosa
le tocó la muñeca desnuda. Estaba demasiado oscuro para hacer señas, de modo que ella le envió su pensamiento. «¿Lo notas?»

Crozier se sintió asombrado al oír que, por primera vez, los pensamientos que compartía con ella estaban en inglés. O bien ella había soñado sus sueños con mucha más profundidad de lo que él había imaginado, o bien había estado muy atenta durante sus meses a bordo de aquel buque. Era la primera vez que compartían pensamientos en palabras estando despiertos.

«Li»,
pensó él a su vez. «Sí.»

Aquel lugar era malo. Los recuerdos lo impregnaban como un mal olor.

Para aliviar la tensión, él la condujo de nuevo hacia delante, señaló hacia la proa y le envió la imagen mental del pañol de guindalezas de proa, en la cubierta que había debajo.

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