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Authors: Giorgio Faletti

El tercer lado de los ojos (19 page)

BOOK: El tercer lado de los ojos
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A través del limpiaparabrisas vio el recuadro luminoso al otro lado del cual se alzaba, inmóvil y a contraluz, la figura de Lysa. Una presencia y una ausencia al mismo tiempo. Burroni, que había seguido su mirada, vio la ventana iluminada.

—¿Esa es tu casa?

—Sí.

Burroni no preguntó, y él no quería hablar. Mientras el coche se separaba de la acera y de la mirada de Lysa, Jordan pensó en el momento en que se despertó a la mañana siguiente de conocerla.

Abrió los ojos y olió algo a lo que no estaba acostumbrado, al menos en su casa: el aroma de un café que no se había hecho solo. Se levantó y se puso los vaqueros y una camiseta. Antes de salir miró su aspecto en el espejo del cuarto de baño y vio todo lo que esperaba encontrar. La cara de un hombre que la noche anterior había recibido un respetable número de puñetazos.

Se lavó la cara, salió de la habitación y se reunió con Lysa Guerrero en la sala de estar. De nuevo experimentó esa sensación extraña al entrar en una habitación donde se hallaba...

«¿Ella o él?»

Recordaba ahora este pensamiento con la misma incomodidad que había sentido en aquel momento. Sin embargo, en la cara de Lysa y en su voz no había rastro de su conversación de la noche anterior.

Solo una sonrisa.

—Buenos días, Jordan. Yo solo puedo ver cómo están su ojo y su nariz. Pero, ¿cómo los siente usted?

—No los siento del todo. O, mejor, los siento pero trato de no notarlos.

—Estupendo. ¿Le apetece un café?

—¿Merezco el privilegio?

—Es el primer día de mi primera estancia en Nueva York. También yo lo merezco. ¿Cómo le gustan los huevos?

—¿Tengo derecho también a unos huevos?

—Pues claro. Si no, ¿qué clase de desayuno sería?

Lysa llevó los platos a la mesa y tomaron el desayuno prácticamente en silencio, con el sutil equilibrio de un carámbano que se inclina sin romperse del todo, cada uno con la cabeza ocupada por sus propios pensamientos.

Lysa interrumpió ese pequeño momento de paz abriendo la puerta a lo que sucedía en el exterior.

—Hace un momento han hablado de su sobrino por la televisión.

—Lo imagino. Esta historia será un infierno.

—¿Y usted qué hará, ahora?

Jordan respondió con un gesto vago.

—Antes de nada buscaré un lugar donde alojarme. No quiero ir a casa de mi hermano, a Gracie Mansion. Demasiado visible. Estaré a la vista de todos y yo quiero estar lo más tranquilo posible. En la Treinta y ocho hay un hotel que...

—Escuche, voy a hacerle una propuesta. Teniendo en cuenta que mi marido ya no es un problema...

Notó un calor en el estómago. Jordan rogó que no fuera seguido de otro igual en la cara. Lysa continuó como si nada.

—Acabo de llegar a la ciudad y quiero hacer un poco el turista antes de buscar empleo. Por tanto, estaré fuera la mayor parte del tiempo. En cuanto a usted, seguramente esta historia terminará tarde o temprano, y entonces podrá marcharse. Mientras tanto, puede quedarse aquí, si quiere.

Hizo una pausa y ladeó un poco la cabeza. Un destello de desafío divertido estuvo a punto de fundir el oro de sus ojos.

—Salvo que para usted sea un problema...

—Por supuesto que no.

Jordan respondió demasiado deprisa y enseguida se sintió un idiota.

—Bien, entonces creo que ya podríamos empezar a tutearnos.

Jordan se dio cuenta de que no era una propuesta sino una decisión. Lysa se puso de pie y comenzó a recoger la mesa.

—¿Te echo una mano?

—Por el amor de Dios, no. Creo que tienes cosas mucho más importantes que hacer.

Jordan miró el reloj.

—La verdad es que sí. Iré a darme una ducha y luego me pondré en marcha.

Se dirigió hacia la habitación, pero lo detuvo la voz de Lysa.

—También han hablado de ti, en ese noticiario que he visto en la televisión. Han dicho que fuiste uno de los mejores policías que Nueva York ha tenido jamás.

—Se dicen tantas cosas...

—Han dicho también el motivo por el cual ya no lo eres.

Se volvió y Lysa le miró con esos ojos que parecían el lugar en el que se cumplían todos los deseos. La respuesta de Jordan voló por la habitación como una toalla sucia de sangre en medio de un ring.

—Un motivo u otro, ¿qué más da?

—... esta noche el guardaespaldas.

La voz de Burroni le devolvió al coche que, golpeado por la lluvia, circulaba entre las luces de las farolas y sus reflejos en el asfalto.

—Discúlpame, James; estaba distraído. ¿Podrías repetir lo que estabas diciendo?

—He dicho que el crimen lo ha descubierto esta noche el guardaespaldas. Ha llamado a la central y lo he atendido yo. Por lo que me ha contado brevemente, y por el modo como estaba colocado el cadáver, podría ser lo que te he dicho.

—¿Mi hermano lo sabe?

—Por supuesto. Se le ha avisado de inmediato, tal como había pedido. Ha dicho que le informemos si es lo que parece.

—Lo veremos muy pronto.

No dijeron más durante el resto del viaje, cada uno inmerso en unos pensamientos que habrían preferido dejar en casa.

Jordan conocía el Stuart Building, un edificio algo siniestro, de unas sesenta plantas; la parte superior estaba decorada con gárgolas que recordaban mucho al edificio Chrysler. Ocupaba toda la manzana entre la Noventa y dos y la Noventa y tres, sobre Central Park West, y daba al Central Park a la altura del Jackie Onassis Reservoir. El apellido Stuart significaba dinero, dinero de verdad. El viejo Arnold J. Stuart había acumulado una gran fortuna gracias al acero y a su falta de escrúpulos en los tiempos de los Frick y los Carnegie. A continuación los intereses de la familia se ampliaron y los Stuart invirtieron un poco en todas las ramas hasta convertirlas en auténticos troncos. Tras morir sus padres, primero uno y después el otro, unos años atrás, Chandelle Stuart fue la única heredera de una fortuna que tenía muchos, muchos ceros.

Y ahora, a pesar de todo su dinero, también ella había pasado a formar parte de esos ceros.

Cuando llegaron al lugar, Burroni aparcó el coche detrás del furgón de la brigada científica. Apagó el motor pero no dio señales de querer bajar enseguida. Los limpiaparabrisas dejaron de limpiar el cristal y el agua empezó a deslizarse por él.

—Jordan, hay algo que creo que debes saber. Después de lo que me has dicho hoy, me parece justo.

Jordan aguardó en silencio. No sabía qué estaba a punto de decirle Burroni, pero intuía que no debía de ser fácil.

—Es por ese tema del Departamento de Asuntos Internos. Yo lo acepté, aquel dinero. Me hacía falta. Kenny, mi hijo, tiene...

—Vale, James. Creo que también para ti ha sido duro.

Se miraron un momento y vieron las caras espectrales por la luz anaranjada de los faroles y los reflejos de las gotas del cristal en el interior del coche.

Luego Jordan cogió el tirador de la puerta.

—Anda, vamos a pisotear un poco esta mierda.

Abrieron las puertas casi al mismo tiempo y bajaron a la calle. Fueron corriendo hasta la entrada del rascacielos, dejando en la acera la marca de sus pasos, que la lluvia trataba en vano de limpiar.

19

Lo primero que vieron al entrar en el piso fue la figura inmóvil de una mujer sentada junto al piano. Era un Steinway de cola, negro y brillante, que debía de valer una fortuna. Ella estaba sobre un taburete de bar, lo bastante alto para mantener su espalda apoyada de tal modo que la caja del piano la sostuviera. La cara estaba vuelta hacia el teclado, como si escuchara arrobada una música sin sonido tocada por un músico invisible que únicamente ella podía oír y ver.

Llevaba un vestido negro de cóctel, escotado pero sobrio, y no se distinguían sus rasgos, ocultos por los cabellos largos y lacios que cubrían su rostro. Las piernas estaban cruzadas y el vestido corto dejaba entrever esa zona misteriosa, oculta por la ligera sombra del nailon, donde se superponían los muslos. A la altura de las rodillas, una sustancia brillante se extendía desde la pantorrilla ensuciando el tejido fino de las medias.

Era la imagen despiadada de una mujer en blanco y negro; la toma de un fotógrafo sin pudor, que la había sorprendido e inmortalizado en el momento íntimo de su muerte. Jordan, sin darse cuenta, habló con un tono de voz más bajo que el que habría usado normalmente, como si el macabro encanto de aquel concierto silencioso no pudiera interrumpirse.

—Igual que Lucy con Schroeder.

—¿Quién es Schroeder?

—Es un personaje menor de Snoopy, un pequeño genio de la música, un fanático de Beethoven. Charles Schulz lo ha dibujado siempre, y solamente, ante su pequeño piano. Lucy está enamorada de él y le escucha tocar sentada exactamente en esta posición.

Se acercaron lentamente al cadáver. Burroni señaló los codos apoyados de modo que sostuvieran el cuerpo; estaban unidos a la laca negra del piano con una mancha de pegamento. La parte inferior de la espalda estaba pegada de la misma forma al respaldo del taburete. Para mantenerla en esa posición, habían unido las piernas cruzadas, a la altura de las rodillas, con una capa excesiva de sustancia adhesiva, que había chorreado hacia abajo.

—Está pegada, igual que tu sobrino. Pero esta vez nuestro dibujante lo ha hecho a lo grande.

—Así es. Y apuesto a que es de la misma marca. Ice Glue.

Jordan se puso los guantes de látex que le tendía Burroni, y luego examinó el cabello de la víctima y destapó la cara.

—Santo cielo...

En el rostro delgado y pálido los ojos muy abiertos de la víctima, fijos en el teclado, estaban vitrificados por la misma cola que su verdugo había usado para inmovilizar el resto del cuerpo. Jordan señaló a Burroni los cardenales que había alrededor del cuello, como pintadas paganas de un sacrificio humano.

—También la han estrangulado.

Jordan soltó los cabellos, que volvieron con la piedad de un telón a esconder aquellos ojos desmesuradamente abiertos en su antinatural estupor químico. Rodeó el piano para observar el cuerpo desde otro ángulo. Lo que vio entonces casi le hizo soltar una maldición pero consiguió reprimirla. La tapa del piano estaba abierta, y sobre la tablilla abatible donde suelen apoyarse las partituras había una hoja blanca con unas palabras en letra cursiva.

Era una noche oscura y tormentosa...

Sintió que le invadía el desaliento. Conocía demasiado bien el sentido pasado y futuro de esas palabras. Era una famosa frase de Snoopy, pero, al mismo tiempo, para alguien suponía una sentencia de muerte. Cuando Burroni llegó detrás de él, Jordan tuvo la sensación de que su mirada pasaba sobre sus hombros con el ruido de una flecha que se clavaba en la hoja y en su significado.

—¡Hostia, no!

—Sí, por desgracia. Es otra advertencia. Si no encontramos a este hijoputa, pronto tendremos que ocuparnos de algún pobre tío al que él llamará Snoopy.

Jordan se apartó del piano y echó al fin una ojeada a su alrededor. Cuando se abrieron las puertas del ascensor que llegaba directamente al piso de Chandelle Stuart, lo primero que vieron fue el espectáculo espeluznante de su cadáver, dispuesto en esa especie de ikebana humano por la cruel fantasía de un loco. Ahora lograba por fin darse cuenta realmente del lugar donde se encontraban. El piso ocupaba toda la última planta del Stuart Building y, al menos por la parte que se podía ver, estaba decorado al más puro estilo minimalista, con muebles de aluminio y sillones y cortinajes hechos con telas de tenues tonalidades crema. Todo lo que los rodeaba reflejaba riqueza, heredada, indiferente, que lleva a considerar calderilla sumas que podrían cambiar la vida mísera del noventa por ciento de la población. Había cuadros y objetos de arte auténticos que reflejaban el poder de la familia Stuart. La gran pared de la derecha, que se alzaba frente a las cristaleras que daban a una enorme terraza con vistas al Central Park, estaba ocupaba únicamente por un solo cuadro, y nada hacía sospechar que no se tratara de un original. Era un estudio preliminar de
La balsa de la Medusa
, de Géricault, en tamaño natural, siete metros por cuatro, el mismo que el de la pintura definitiva expuesta en el Louvre.

La presencia, justamente en ese lugar, de aquel cuadro llevó a Jordan a confirmar, por enésima vez, la ironía que hay en el destino de los seres humanos.

Géricault. Jerry Kho.

Dos pintores, dos nombres con un sonido similar y unidos por la misma violenta desesperación, cada uno con su balsa personal para pintar y para navegar. Y ahora, sobre esa frágil cáscara sin esperanza también iba a la deriva el alma de Chandelle Stuart.

Se acercó al cuadro y observó un par de cosas que antes no había visto. Desparramados por el suelo, junto al ascensor, había fragmentos de un jarrón que al parecer había sido arrojado contra la puerta. El panel que cubría las puertas correderas lo mostraba con absoluta claridad. Por toda la sala, aquí y allá, había jirones de algo que parecía haber sido un vestido.

El médico forense se asomó por detrás de la pared que ocupaba el cuadro. Jordan y Burroni lo esperaron y cuando se reunió con ellos el patólogo respondió sin preámbulos a la pregunta que leía en sus miradas.

—Por ahora no puedo decir casi nada, salvo que la víctima fue estrangulada y que la muerte se puede situar aproximadamente entre las veintiuna y las veintitrés horas.

Jordan señaló al forense los fragmentos que había cerca del ascensor y los jirones de tela esparcidos por el suelo.

—Por lo visto, parece que hubo una lucha, aunque me parece que en la víctima no hay señales de ello.

El médico indicó sin mirarlo el cadáver apoyado contra el Steinway, a su derecha.

—En estas condiciones es imposible examinar mejor el cuerpo. Me pregunto cómo lo haremos para despegarlo del piano y llevárnoslo. Que Dios me perdone, pero si no fuera porque hay un cadáver diría que estamos en un gag de
Mister Bean
.

Aunque en el transcurso de su carrera había visto casi todas las variaciones que la muerte podía ofrecer, también él parecía bastante conmocionado por el espectáculo con que se había encontrado.

—Háganos saber los resultados de la autopsia lo antes posible.

—Desde luego. Tengo el presentimiento de que dentro de poco llegará una llamada y algún pez gordo me dirá que este caso tiene prioridad absoluta.

Los dejó y se reunió con los dos encargados de llevarse el cuerpo, que miraban el piano con una expresión de perplejidad.

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