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Authors: Giorgio Faletti

El tercer lado de los ojos (39 page)

BOOK: El tercer lado de los ojos
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Probablemente, al encontrarse con aquella interrupción, el conductor de la moto se había mantenido en el lado izquierdo y los coches que confluían en el paso obligado de la derecha lo habían bloqueado, con lo que lo forzaban a conducir a trompicones.

Jordan iba en la misma dirección, su golpe de suerte se desvanecería, porque su avance se vería entorpecido del mismo modo. Ciertas cosas suceden una sola vez en un día; sería demasiado pedir que ese pequeño milagro se repitiera.

En un instante tomó una decisión.

Frenó bruscamente hasta casi detener la Ducati, lo que provocó un aluvión de maldiciones de los automovilistas. Viró con decisión hacia la derecha y de golpe aceleró lo suficiente para que la moto se empinara un poco y se levantara sobre la rueda posterior.

Apoyó la anterior en el bordillo y superó el desnivel; dominó el ligero bandazo que hizo la moto con un desplazamiento del cuerpo.

Volvió a darle gas y la furia del motor se hizo eco de la de Jordan, mientras se lanzaba a toda velocidad por la zona peatonal del paseo fluvial; rogó que el neumático posterior no se hubiera dañado con el golpe contra el desnivel del bordillo.

Gracias a la velocidad a la que circulaba, alcanzó la moto, que ahora volvía a encontrar espacio libre. Hasta ese momento no había estado seguro de que fuera la misma; solo lo deseaba. Pero cuando vio los colores blanco y azul de la Honda, aunque alterados por la luz amarillenta de las farolas, lanzó un grito de alegría, que se perdió en el interior del casco.

—Sí, condenados hijos de puta.

Aceleró todavía más.

Un corredor que venía en sentido contrario se asustó y se apartó de un salto. Sus juramentos se perdieron en el ruido y se descompusieron en sílabas sin sentido.

En ese momento, Jordan no tenía miedo. Quizá lo sentiría después, si llegaba a contarlo, pero ahora la adrenalina le pedía velocidad y que hiciera pagar a aquellos individuos la blusa de Lysa manchada de rojo.

Cuando entró en su campo visual, el piloto de la Honda vio con el rabillo del ojo el relámpago escarlata de la Ducati que corría sobre la acera, a su derecha, y volvió la cabeza hacia Jordan. Inmediatamente comprendió y aceleró al máximo, al tiempo que la moto marcaba con breves sobresaltos el cambio rápido de las marchas.

Ahora las dos motos iban juntas.

Jordan vio que el pasajero levantaba el brazo derecho en dirección a él, y esta vez pudo adivinar la maciza silueta de la pistola. Con perfecto sentido de la anticipación, se ladeó a la izquierda en el preciso instante en que el hombre apretaba el gatillo. Vio el destello pero el sonido del disparo se perdió en el ruido de los motores.

Aprovechando un vado, Jordan bajó de nuevo al asfalto y se puso detrás de la Honda, a la izquierda, de modo que al hombre sentado en el lugar del pasajero, que empuñaba la pistola con la derecha, le costara apuntar.

Aun así, se vio obligado a desplazarse de nuevo, bruscamente, hacia el lado opuesto, porque el hombre cambió la pistola de mano y disparó contra él dos balazos casi a ciegas.

Jordan no podía distinguir qué arma empuñaba su agresor, por lo que no sabía cuántos disparos le quedaban aún en el cargador. Había disparado tres frente al restaurante y ahora otros tres contra él. Si era un arma automática común, debía de tener nueve o diez balas, por lo que todavía le quedaban por lo menos tres, según calculó.

Mientras, las dos motos casi juntas iban bordeando el Financial Center, con los edificios de Merryl Lynch y American Express a la derecha, y a la izquierda las luces de la Zona Cero apuntadas hacia el cielo, iluminando un vacío. Por primera vez los reflectores no servían para mostrar lo que había, sino para recordar lo que ya no existía.

Jordan vio un coche patrulla que venía en dirección opuesta con la sirena encendida, y que giró rápidamente a la altura de Albany para lanzarse a perseguirlos. No se sorprendió. Dos motos disparadas a toda velocidad por la Undécima, con un pasajero que disparaba como un loco contra el otro conductor, era para cualquier ciudadano motivo más que suficiente para llamar a la policía.

Jordan no se preocupó por el coche que los seguía haciendo sonar una sirena que no podía oír. Continuó conduciendo y esquivando los coches que se cruzaban con él, con los ojos fijos en la moto que lo precedía. Solo veía con nitidez la silueta del vehículo que perseguía; el resto era un caos de estelas de colores estriadas por la velocidad, ahora algo más moderada pero suficiente para convertir en imperdonable la menor distracción.

También el conductor de la Honda debía de haberse dado cuenta de que los seguían, porque al final de la larga arteria enfiló directamente hacia Battery Park y se metió en los estrechos caminos asfaltados del parque. Era un excelente piloto y con toda seguridad confiaba en su capacidad para poner en dificultades a sus seguidores. En los recovecos de la zona arbolada el coche de la policía no podría entrar, y quizá gracias a su habilidad planeaba dejar atrás también a Jordan sin excesivos problemas.

Pasaron a toda la velocidad que permitía la calle junto a la construcción circular de Castle Hilton; allí giraron y Jordan vio que el conductor de la Honda se exhibía dando un bandazo perfectamente controlado, algo muy difícil de hacer teniendo en cuenta que la moto llevaba a dos personas.

Debía encontrar la manera de bloquearlo. Él conducía bien, pero el otro era claramente mejor. Si se caía o si el otro le sacaba suficiente ventaja para salir del parque por el otro lado, lo más probable era que no volviera a alcanzarlo.

Mientras tenía estos pensamientos, la Honda dobló a la derecha rumbo a la zona de los embarques para Ellis Island. Pasó velozmente, esquivándolos con agilidad, junto a los pequeños puestos de vendedores de souvenirs, que a esa hora estaban cerrados.

Jordan lo vio apuntar la moto en dirección al agua y acelerar con violencia. Supo de inmediato lo que se proponía hacer. El parque estaba separado del mar por un camino peatonal que llevaba a la terminal del transbordador para Staten Island, en un nivel más bajo, a la que se accedía bajando unos escalones.

El piloto de la Honda se proponía saltarlos.

Era una maniobra muy difícil, porque debía realizarse en diagonal, dado que el ancho del malecón no permitía detener la moto a tiempo para evitar el parapeto del otro lado. Si lo lograba, Jordan ya no lo alcanzaría, porque se sentía totalmente incapaz de hacer lo mismo.

Vio que la Honda se levantaba sobre la rueda posterior mientras el piloto la empinaba para evitar que el peso del motor la inclinara hacia delante durante el salto.

Un instante después, con un bramido, la moto estaba suspendida en el vacío.

Fue el pasajero, el que empuñaba la pistola, quien comprometió la maniobra. Quizá por miedo o quizá por inexperiencia, no se movió al mismo tiempo que el conductor y su peso desequilibró la moto en el momento de aterrizar. Un breve coletazo y la Honda rebotó y cayó sobre el lado opuesto. El pasajero salió despedido del asiento y tras un corto vuelo cayó de espalda sobre el borde superior del muelle, que era una gruesa barra de metal. Jordan vio que el cuerpo se doblaba en un ángulo antinatural; luego el peso del torso le levantó las piernas y lo hizo saltar hacia el mar con una perfecta vuelta de campana. El piloto, en cambio, quedó aprisionado bajo el carenado y fue arrastrado por el vehículo, que resbalaba sobre el pavimento, hasta que se detuvo, aplastado por el peso de la Honda, contra la base de cemento del parapeto.

Jordan había frenado a tiempo y, usando el freno posterior en lugar del de doble disco de delante, consiguió detener la moto a pocos centímetros de los escalones donde los individuos de la Honda habían intentado su desafortunada maniobra. Aparcó la moto y bajó los escalones corriendo hacia el lugar del impacto.

Cuando a la luz incierta de las farolas pudo ver al hombre tendido bajo la Honda abollada, supo, por la posición de la cabeza con respecto al cuerpo, que no volvería a disparar a nadie. Ni siquiera le hizo falta comprobar las pulsaciones en el cuello para saber que estaba muerto.

Se quitó el casco, lo dejó en el suelo y sé inclinó sobre el hombre.

En ese momento oyó un ruido de pasos que corrían a sus espaldas, y desde atrás le enfocó la luz de una linterna, seguida de una voz que conocía.

—Eh, tú, levántate con las manos en la cabeza, ¡pronto! Luego vuélvete despacio y échate en el suelo.

Jordan imaginó la escena. Uno de los dos agentes lo enfocaba con el haz de luz y el otro se quedaba al lado apuntándolo, listo para disparar a la menor reacción.

Obedeció las órdenes y se enderezó con las manos en la nuca. Era la primera vez que sufría lo que él tantas veces había impuesto a otros.

—No estoy armado.

La voz desconocida repitió, imperiosa como le habían enseñado en la academia de policía:

—Haz lo que te he dicho, cabrón. Recuerda que te estamos apuntando. Un solo movimiento y disparo.

Jordan se volvió y dejó que el cono luminoso lo enfocara. Se dirigió a la voz oculta en la oscuridad, detrás del haz de luz.

—Si tenía que suceder, me alegra que seas tú el que me arresta, Rodríguez.

La luz permaneció aún un instante sobre la cara de Jordan; después el haz bajó y enfocó la moto destrozada contra el parapeto y lo que se entreveía del cuerpo que había debajo. Volvió a oírse la voz, pero esta vez la eficiencia había dado paso al asombro.

—Joder. Es el teniente Marsalis.

«Ya no soy teniente, Rodríguez.»

Esta vez Jordan no consideró oportuna la aclaración.

—¿Puedo bajar las manos?

Los dos policías guardaron las armas. Jordan vio cómo se acercaban soldados azules a la luz ámbar de las farolas.

—Pues claro. Pero ¿qué ha ocurrido? Nos avisaron que siguiéramos dos motos que estaban haciendo una especie de carrera en la...

Jordan lo interrumpió aun a costa de parecer grosero.

—Rodríguez, por favor, préstame tu móvil y dame solo un segundo. Hago una llamada y después te cuento todo lo que ha sucedido.

Se acercaron, y el policía le tendió su teléfono. Jordan marcó el número como si las teclas quemaran. El móvil que había dejado en el bolsillo de Annette comenzó a sonar, y ella respondió enseguida.

—Diga.

—Soy Jordan. ¿Dónde estáis?

—En el hospital Saint Vincent, en la Séptima Avenida, a la altura de la Doce.

—Sí, sé dónde es. ¿Cómo está ella?

—La ambulancia llegó enseguida. Todavía está en el quirófano.

—¿Qué dicen los médicos?

—Por ahora nada.

Jordan se alegró por la penumbra, gracias a ella los dos policías no vieron sus ojos húmedos.

—Yo estoy en un apuro. Llegaré en cuanto pueda.

—Quédate tranquilo. Aunque estuvieras aquí no podrías hacer mucho más de lo que estoy haciendo yo.

—Si hay novedades, llama al número que te ha aparecido en el visor.

—De acuerdo.

—Gracias, Annette. Ya encontraré un modo de agradecértelo.

—Soy yo la que te está agradecida, Jordan. Aunque lamento demostrártelo en esta situación.

Jordan cortó la comunicación y devolvió el teléfono a Rodríguez. Durante la llamada, sin darse cuenta, perdido en su angustia, se había alejado unas decenas de metros del lugar del accidente.

El otro policía, que Rodríguez le presentó como el agente Bozman, estaba en cuclillas junto a la moto e iluminaba dos ojos sin vida en un rostro de piel oscura que asomaba por la abertura del casco.

—Este se ha ido —dijo mientras se incorporaba.

—Os conviene llamar a los de la policía fluvial y pedirles que vengan con buzos. Había otro; salió despedido del asiento y cayó al mar. Por el golpe que se ha dado contra la baranda, no creo que le haya ido mejor.

Rodríguez se fue a pedir ayuda y Bozman se asomó al parapeto para iluminar con la linterna las oscuras aguas que se agitaban entre los pilotes del muelle.

Jordan volvió a agacharse junto al cuerpo del hombre tendido bajo la moto. Por costumbre, aprovechando que nadie se ocupaba de él, lo registró rápidamente, como suele hacer un policía en un caso así. En los bolsillos no había nada. Abrió la cremallera de la chaqueta de piel y en el bolsillo interior encontró un sobre blanco, sin dirección ni ninguna otra cosa escrita.

Sin pensar, lo cogió y se lo guardó en el bolsillo de la camisa.

Le desabrochó el casco y, cuando se lo quitó, no le sorprendió mucho descubrir los ojos muy abiertos de Lord, vueltos hacia arriba, fijos en un cielo oscuro como el lugar donde quizá estaba ya. En cuanto salió del casco, la cabeza se abrió, como si una parte de los huesos, bajo la piel, se hubiera soltado y resbalado hacia abajo. Jordan sabía que era el efecto del casco, que había contenido las fracturas del cráneo hasta el momento en que se lo quitó. Le dieron ganas de patear aquella cara, para completar lo que Lord se había buscado merecidamente.

«Maldito capullo hijoputa de mierda.»

Se lo había prometido y lo había hecho.

Y por culpa de la pésima puntería de su cómplice, Lysa había recibido el balazo dirigido a él.

Mientras esperaban los refuerzos que habían pedido por radio, Jordan contó lo sucedido a Rodríguez y a su compañero. Poco después de la llegada de los buzos, sacaron del mar el cadáver del acompañante. Lo encontraron enseguida, bajo el parapeto, inmovilizado por el peso del casco, que se había llenado de agua. Emergió empapado y desarticulado; la espalda rota le daba el aspecto de un muñeco de trapo que un niño hubiera dejado con descuido caer al mar.

En cuanto a Lord, la última imagen que tuvo de él fue su rostro que desaparecía bajo la cremallera de una bolsa de plástico negra mientras lo introducían en la ambulancia. Los ojos estaban muy abiertos; ningún agente se había tomado la molestia de cerrárselos. Jordan deseó que nadie lo hiciera, para que ese cabrón siguiera mirando la tapa de su ataúd durante toda la eternidad.

39

Sentado en una silla mullida en una sala de hospital, Jordan esperaba.

Hacía un rato, tras parar la Ducati frente a un cartel rojo que indicaba la entrada de ambulancias, se había encontrado bajo una insignia blanca, azul y oro que recordaba a los transeúntes que se encontraban frente al Saint Vincent Catholic Medical Center.

Hizo una mueca de desaliento.

En el mismo lugar coincidían la impotencia de los seres humanos y el poder de Dios.

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