«La policía insinuó algo peor que eso».
«A veces se les ocurren ideas bastante absurdas», dijo el hombre de bisoñé con cautela.
«Me quedaré aquí hasta demostrarles que no tienen razón».
Kurtz volvió la cabeza bruscamente y el bisoñé se movió un poco. Dijo:
«¿Para qué? Con eso no va a resucitar Harry».
«Haré que echen a ese jefe de policía de Viena».
«No veo qué puede usted hacer».
«Voy a empezar a investigar hacia atrás, a partir de su muerte. Usted fue testigo, y ese hombre, Cooler, y el chófer. Deme sus direcciones».
«La del chófer no la sé».
«Puedo conseguirla en los archivos del forense. Y luego está la chica de Harry…».
Kurtz dijo: «Será doloroso para ella».
«Ella no me preocupa. Me preocupa Harry».
«¿Sabe usted de qué sospecha la policía?».
«No. Perdí los estribos demasiado pronto».
«¿No se le ha ocurrido», dijo suavemente Kurtz, «que podía enterarse de algo, digamos, desagradable, con respecto a Harry?».
«Correré ese riesgo».
«Y que le va a costar tiempo y dinero».
«Tengo tiempo y usted me iba a prestar dinero, ¿no?».
«No soy un hombre rico», dijo Kurtz. «Le prometí a Harry cuidar de usted y que cogería el avión de vuelta…».
«No tiene por qué preocuparse, ni del dinero ni del avión», dijo Martins. «Pero voy a apostar con usted en libras esterlinas, cinco libras contra doscientos chelines, a que hay algo raro en la muerte de Harry…».
Fue como lanzar una sonda, pero instintivamente ya se daba cuenta de que había algo que no encajaba, aunque todavía no relacionaba la palabra «asesinato» con su intuición. Kurtz tenía en la mano una taza de café que se llevaba a los labios y Martins le miró fijamente. Al parecer, la sonda no había dado resultado; una mano firme acercó la taza a la boca, y Kurtz bebió con un poco de ruido, a largos sorbos. Luego posó la taza y dijo:
«¿Qué quiere decir con algo raro?».
«A la policía le convenía tener un cadáver, ¿pero no les convendría también a los propios delincuentes?».
Cuando ya había hablado se dio cuenta de que quizá a Kurtz le había chocado su descabellada afirmación: ¿no sería que se había quedado tan helado que se volvió cauteloso y tranquilo? Las manos de los culpables no tienen por qué temblar; sólo en las novelas la agitación se trasluce dejando caer una copa. A menudo la tensión se demuestra en acciones estudiadas. Kurtz había bebido su taza de café como si nadie hubiera dicho nada.
«Bueno», tomó otro sorbo, «por supuesto le deseo suerte, aunque no creo que vaya a averiguar nada. Si necesita mi ayuda, pídamela».
«Quiero las señas de Cooler».
«Por supuesto. Se las apuntaré. Aquí están. Es en la zona norteamericana».
«¿Y las de usted?».
«Ya están apuntadas, ahí debajo. Tengo la mala suerte de vivir en la zona rusa, así que no me visite muy tarde. A veces ocurren cosas por allí».
Le lanzó una de sus estudiadas sonrisas vienesas, con un encanto cuidadosamente pintado por un fino pincel en las arrugas en torno a su boca y a sus ojos.
«No deje de llamarme», dijo, «y si necesita alguna ayuda…, pero me parece que lo que va a hacer es poco sensato —tocó
El jinete solitario
—. Estoy muy orgulloso de haberle conocido. Un maestro de la narración», y con una mano se alisó el bisoñé mientras que la otra se la pasó por la boca, borrando su sonrisa como si nunca hubiera existido.
Martins se sentó en un asiento duro al lado de la entrada de artistas del Teatro Josefstadt. Después de la función de tarde le había enviado una tarjeta a Anna Schmidt poniendo en ella «un amigo de Harry». Una galería de ventanitas, con cortinas de encaje y las luces que se apagaban unas tras otra, señalaban el sitio en que los artistas se preparaban para irse a su casa, para tomar su taza de café sin azúcar, su panecillo sin mantequilla para aguantar la función de la noche.
Era como un callejón construido dentro de un edificio para servir de escenario a una película, pero hasta allí mismo hacía frío, del que no se salvaba ni siquiera un hombre con un gabán grueso, así que Martins se puso a dar paseos bajo las ventanitas. Se dijo que era como un Romeo que no estuviera muy seguro de cuál era el balcón de Julieta.
Había tenido tiempo para reflexionar: estaba tranquilo; el que surgía ahora era Martins, no Rollo. Cuando se apagó una luz de una de las ventanas y una actriz descendió hacia el pasillo por donde él caminaba, ni siquiera se volvió para mirar. Había terminado con todo eso. Pensó, Kurtz tiene razón. Todos tienen razón. Me estoy comportando como un tonto romántico. Voy a hablar un momento con Ana Schmidt, decirle unas palabras de condolencia, y luego haré las maletas y me marcharé. Se había olvidado por completo, me dijo, de la complicación del señor Crabbin.
Una voz le llamó desde arriba, «señor Martins», y miró a un rostro que asomaba unos cuantos pies por encima de su cabeza. No era un rostro hermoso, me explicó convencido cuando le acusé de que volvía a dedicarse a mezclar bebidas. Sólo un rostro sincero; cabellos y ojos oscuros, que bajo aquella luz parecían castaños; una frente ancha, una boca grande que no pretendía hechizar. A Rollo Martins no le pareció que hubiera peligro por ningún lado de que fuera a sentir ese súbito y loco momento en que el aroma de unos cabellos o el contacto de una mano cambia una vida. Ella le dijo:
«¿Quiere usted subir, por favor? Es la segunda puerta a la derecha».
Hay algunas personas, me explicó cuidadosamente, a las que se reconoce en seguida como amigas. Puedes estar tranquilo con ellas porque sabes que nunca, nunca te expondrán a peligros. «Así era Anna», dijo, y no estoy seguro de si el empleo del tiempo pasado fue o no deliberado.
Al contrario de la mayor parte de los camerinos de actrices, aquél estaba casi vacío; el armario no estaba atestado de ropas, no había mezcolanza de cosméticos y pinturas: había una bata en el suelo, una rebeca, que reconoció como la que se veía en el segundo acto, sobre el único sillón y una cajita de pintura y crema. Sobre el hornillo de gas canturreaba una marmita. Le dijo:
«¿Quiere una taza de té? Alguien me envió un paquete la semana pasada: a veces los norteamericanos te mandan eso en vez de flores la noche del estreno».
«Tomaré una taza», dijo, pero si había algo que odiaba era el té. La miró mientras lo preparaba y, por supuesto, lo hizo todo mal: el agua no hervía, no calentó la tetera y puso muy pocas hojas.
«Nunca he entendido por qué a los ingleses les gusta el té», le dijo.
El se bebió la taza entera como un medicamento y la miró mientras ella sorbía la suya cautelosa y delicadamente.
«Tenía muchas ganas de verla. Por lo de Harry», le dijo.
Fue un momento espantoso; vio cómo se endurecía su boca para enfrentarse con ello.
«¿Sí?».
«Le conocí hace veinte años. Era amigo suyo. ¿Sabe?, fuimos al colegio juntos y después nunca pasaba mucho tiempo sin que volviéramos a vernos…».
«Cuando recibí su tarjeta no pude decir que no. Pero en realidad no hay mucho de que hablar, ¿no?… nada».
«Me gustaría saber…».
«Se ha muerto. Es el final. Todo se acabó, se terminó. ¿Para qué hablar?».
«Los dos le queríamos».
«Yo no lo sé. No puedes saber una cosa así después. No sé nada más que…».
«¿Que qué?».
«Que yo también quisiera morirme».
Martins me contó: «Entonces estuve a punto de marcharme. ¿Para qué iba a atormentarla sólo por la descabellada idea que se me había ocurrido? Pero le hice una pregunta: “¿Conoce a un hombre llamado Cooler?”».
«¿Un norteamericano?», dijo. «Me parece que fue el hombre que me trajo un poco de dinero cuando se murió Harry. No quise aceptarlo, pero me dijo que Harry, en el último momento, se había mostrado muy preocupado».
«¿Así que no murió instantáneamente?».
«Oh, no».
Martins me dijo: «Comencé a preguntarme cómo se me había metido esa idea con tanta fuerza en la cabeza, y luego pensé que solo había sido el hombre del piso el que me lo había dicho, nadie más. Le dije a Anna: “Debía de estar muy lúcido al final, porque también se acordó de mí. Eso parece demostrar que no sufrió”».
«De eso es de lo que trato de convencerme continuamente».
«¿Habló con usted el médico?».
«Una vez. Harry me envió a él. Era su médico de cabecera. Vivía cerca, ¿sabe?».
Martins vio súbitamente, en aquella extraña cámara de la mente que construía esos cuadros instantáneos, irracionales, un lugar desierto, un cuerpo en el suelo, un grupo de pájaros reunidos. Tal vez fuera una escena de uno de sus libros todavía no escrito, que se iba formando en la puerta de lo consciente. Esta se desvaneció y pensó que era extraño que todos hubieran estado allí, en aquel momento justamente, todos los amigos de Harry: Kurtz, el médico, ese hombre Cooler; tan sólo faltaban las dos personas que le querían. Dijo:
«¿Y el chófer? ¿Oyó su testimonio?».
«Estaba trastornado, asustado. Pero el testimonio de Cooler le exoneró. El pobre hombre no tuvo la culpa. Cuántas veces le oí decir a Harry que era un conductor muy prudente».
«¿También conocía a Harry?».
Otro pájaro se posó y se reunió con los otros en torno a la figura silenciosa que yacía boca abajo, sobre la arena. Ahora podía ver que era Harry, por la ropa, por su actitud de niño dormido en el césped, junto al borde del campo de deportes en una calurosa tarde de verano.
Alguien llamó por la ventana, desde fuera.
«¡Fräulein Schmidt!».
«No les gusta que estemos demasiado tiempo. Gastamos
su
luz», dijo ella.
Martins había renunciado a la idea de ahorrarle algo. Le dijo:
«La policía dice que iban a detener a Harry. Quieren colgarle algún negocio sucio».
Aceptó la noticia más o menos como la había aceptado Kurtz. «Todo el mundo anda metido en negocios sucios».
«No creo que fuera nada serio».
«No».
«A lo mejor han inventado pruebas. ¿Conoce a un hombre que se llama Kurtz?».
«Me parece que no».
«Es uno que usa bisoñé».
«¡Oh!».
Se dio cuenta que eso le había recordado algo. Le dijo:
«¿No le parece extraño que estuvieran todos allí, cuando la muerte? Todos conocían a Harry. Hasta el conductor, el médico…».
«También yo me lo he preguntado, aunque no sabía lo de Kurtz», dijo ella con una calma desesperada. «Me pregunté si le habrían asesinado, ¿pero qué consigo con eso?».
«Voy a ir por esos hijos de puta», dijo Rollo Martins.
«No vale la pena. Tal vez tenga razón la policía. Quizá el pobre Harry estuviera mezclado en algo».
«¡Fräulein Schmidt!», volvió a llamar la voz.
«Tengo que irme».
«Le acompañaré un poco».
Casi era de noche; la nieve había dejado de caer durante un rato y las grandes estatuas del Ring, los caballos corveteando, los carros y las águilas tenían el color gris acero como del final de la tarde.
«Es mejor dejarlo y olvidar», dijo Anna.
La nieve, iluminada por la luna, llegaba hasta los tobillos sobre el pavimento.
«¿Me dará las señas del médico?».
Permanecieron resguardados bajo un muro mientras ella le escribía la dirección.
«¿Y la suya?».
«¿Para qué la quiere?».
«Quizá pueda darle alguna noticia».
«Ninguna noticia serviría ya de nada».
La miró desde lejos subir a su tranvía, inclinando la cabeza contra el viento, como una oscura señal de interrogación sobre la nieve.
La ventaja que tiene un detective aficionado sobre un profesional es que no trabaja con un horario fijo. Rollo Martins no se limitaba a una jornada de trabajo de ocho horas: no paraba sus investigaciones ni para comer. En un día cubría más terreno que cualquiera de mis hombres en dos y, además, tenía una ventaja inicial sobre nosotros y es que era amigo de Harry. Trabajaba, por así decirlo, desde dentro, mientras que nosotros picoteábamos en la periferia.
El doctor Winkler estaba en casa. Tal vez no hubiera estado en casa para un policía. De nuevo utilizó Martins como «ábrete, sésamo» una indicación en su tarjeta que decía: «Un amigo de Harry lime».
La sala de espera del doctor Winkler le recordó a Martins la tienda de un anticuario: una tienda de antigüedades especializada en objetos de arte religioso. Había innumerables crucifijos, probablemente ninguno posterior al siglo XVII. Había esculturas en madera y marfil. Había varios relicarios: trozos de hueso marcados con nombres de santos y colocados en marcos ovales, con un fondo de papel de estaño. Si eran auténticos, qué extraño destino el del nudillo de Santa Susana, que había venido a parar a la sala de espera del doctor Winkler. Hasta aquellas horribles sillas de respaldo alto podían haber servido de asiento a cardenales. La atmósfera de la habitación era sofocante, y uno esperaba el olor a incienso. En un cofrecillo había una astilla de la Vera Cruz. Oyó un estornudo. El doctor Winkler era el médico más limpio que había visto Nunca Martins. Muy pequeño y pulcro, llevaba un frac negro con un cuello duro y alto; su bigotito negro parecía una pajarita. Volvió a estornudar; quizá tenía frío al ser tan limpio. Dijo:
«¿El señor Martins?».
Un deseo irresistible de ensuciar al doctor Winkler se apoderó de Rollo Martins.
«¿El doctor Winkler?», dijo.
«Sí, soy el doctor Winkler».
«Tiene una colección muy interesante».
«Sí».
«Esos huesos de santos…».
«Son huesos de pollos y conejos».
El doctor Winkler se sacó de la manga un pañuelo grande y blanco, como un prestidigitador que hiciera aparecer la bandera de su país, y se sonó las narices pulcra y cuidadosamente, tapándose por turnos cada ventana. Uno esperaba que tirara el pañuelo después de utilizarlo una vez.
«¿Le importaría decirme, señor Martins, cuál es el objeto de su visita?, me espera un paciente».
«Los dos éramos amigos de Harry Lime».
«Yo era su consejero médico», le corrigió el doctor Winkler, y se quedó esperando obstinadamente entre los crucifijos.
«Llegué demasiado tarde a la investigación. Harry me había invitado a venir para que le ayudara en algo. No sé exactamente en qué. No supe de su muerte hasta que llegué».
«Muy triste», dijo el doctor Winkler.