Consciente de que MacDougal bien podía conseguir algún día su meta, Forsythe se había preocupado de pedirle a Grimes que intentara descubrir algún trapo sucio del senador. Por desgracia, la única información que Grimes había encontrado era que MacDougal tenía un primo en la industria farmacéutica que intentaba conseguir algún contrato del gobierno.
Aquella misma mañana, cuando Forsythe había llegado al laboratorio, ya había un mensaje del despacho de MacDougal donde le solicitaba una entrevista. Entonces tuvo la confirmación de que duraría en el cargo hasta final de mes. Siempre había sabido que su posición no duraría siempre, pero había creído que por lo menos aguantaría hasta las siguientes elecciones al Senado.
Afortunadamente, no lo habían pillado del todo desprevenido En los últimos meses había reunido 12 millones de dólares para crear su propio laboratorio de investigación. Los inversionistas pocas veces daban cheques en blanco como habían hecho con Forsythe, pero también había que tener en cuenta que casi nunca tenían la oportunidad de financiar a un hombre con miles de ideas explotables en sus manos.
El único problema era que Forsythe siempre había creído que dispondría como mínimo de un año para encontrar la idea perfecta, en lugar de menos de un mes. Pero aún podía conseguirlo. Dedicaría los dos meses siguientes a leer los resúmenes de todos los proyectos en estudio que se estaban realizando en el mundo entero hasta dar con uno digno de ser robado. En cuanto identificara el proyecto, lo borraría de los archivos del LICT para asegurarse de que el gobierno no se convirtiese en un futuro competidor.
Por una de esas cosas de la suerte, uno de los resúmenes que había leído unos días antes parecía prometedor. Describía los experimentos ilegales que estaba realizando un bioestadístico que el LICT llevaba vigilando desde hacía algún tiempo. El buen doctor había estado inyectando a un sujeto humano un misterioso compuesto que producía un efecto muy interesante en sus ondas cerebrales. Aunque Forsythe no conocía el nombre de la cobaya humana (dado que sólo aparecía mencionada como «el sujeto Alfa») sí conocía al profesor.
Se daba la coincidencia que el profesor ya había solicitado una entrevista. Probablemente estaría buscando que le dieran una subvención. Era perfecto. Forsythe cogió el teléfono y llamó a su secretario.
—Necesito que me conciertes una cita lo antes posible. Debes tener por ahí la información de contacto… Mañana me va bien… Se llama Tversky.
Caine olió el aire con recelo. Era frío y estéril, con un muy sutil rastro de alcohol. Después de pasar las manos por las sábanas almidonadas, supo que estaba en el hospital. Abrió lentamente los ojos, todavía con miedo de que el mundo continuara siendo alargado y distorsionado, pero todo tenía las proporciones correctas, sólo se veía un poco borroso sin las lentillas. Levantó el brazo para limpiarse los párpados legañosos y vio la aguja del suero clavada en el dorso de su mano. Tenía una extraña sensación de
déjá vu
, como si hubiese despertado en esa misma cama en otras ocasiones y con los mismos pensamientos. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí.
—Unas ocho horas, hermanito. Te has ido despertando a ratos y no has dejado de hablar en sueños. Bienvenido.
Sorprendido, Caine movió la cabeza instantáneamente hacia la izquierda. Jasper levantó una mano en un tímido saludo. Caine contuvo la respiración. «Esa es la pinta que tendría si me volviera loco», pensó.
Jasper tenía un aspecto terrible. La piel tenía una palidez enfermiza y sus huesos amenazaban con perforar la poca carne que cubría su esqueleto. Incluso así, había un brillo en los hundidos ojos verdes de Jasper que le recordó a David Caine la enorme inteligencia que encerraba la torturada mente de su hermano.
—No sabía que tú… —Caine luchó con las palabras—. Me refiero, vaya, a que estés aquí. Es fantástico, tío.
—Dices bien —respondió Jasper, mientras balanceaba el peso de un pie al otro—. No sabías que me habían dejado salir del loquero.
Caine mostró una expresión avergonzada antes de asentir. Su hermano siempre le leía el pensamiento.
—Sí —dijo Jasper, con una voz cansada y divertida—. La buena gente de Mercy me dio el alta el viernes pasado. Llevo fuera casi una semana.
—Coño, tío, ¿por qué no me llamaste?
Jasper se encogió de hombros.
No lo sé. Sólo quería orientarme un poco primero. Por cierto, gracias por las visitas.
Caine hizo una mueca.
—Jasper, yo…
Jasper levantó una mano como un guardia que detiene el tráfico.
Calla. —Se volvió para mirar por la ventana durante un rato antes de romper el silencio—. Lo siento. Te comprendo. Probablemente yo tampoco hubiese ido a visitarme en ese sitio.
—Aun así, tendría que haber ido.
—Bueno —replicó Jasper con un tono ligeramente burlón—, siempre hay una segunda oportunidad.
Ninguno de los dos hermanos dijo palabra y luego, simultáneamente —como siempre hacen los gemelos— se echaron a reír. Era muy agradable reír. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que Caine se había reído de verdad, y mucho más desde que se había reído con su hermano mayor. A pesar de que su hermano sólo había nacido diez minutos antes, Jasper nunca le permitiría olvidar quién era el mayor y quién el pequeño.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Me llamaron del hospital al móvil después de que te ingresaran. Cuando llegué aquí, la enfermera me dijo que habías tenido un ataque.
Caine asintió.
—También mencionó que llevas casi un año sufriendo ataques. Evidentemente creyó que estaba al corriente. ¿Te importaría compartir-decir-reír-oír?
Caine miró a Jasper un tanto asustado, pero su hermano se limitó a reír como si hubiese hecho el chiste más gracioso del mundo. Fuera lo que fuese que le hubieran hecho en el psiquiátrico, no había sido suficiente. Ahora identificó la otra cosa que le recordaba el brillo de la mirada de Jasper: la alteración mental de su hermano.
—¿La enfermera ha comentado alguna cosa más? —pregunto Caine, en un intento por no hacer caso del extraño comportamiento de Jasper.
—Poca cosa, excepto que ha sido un episodio bastante grave. Según tus amiguetes rusos, estuviste inconsciente durante unos veinte minutos antes de que llegara la ambulancia para recogerte.
—Mierda —exclamó Caine, de pronto preocupado por la reacción de Nikolaev—. ¿Tuvieron que llamar a Urgencias?
—Sí —contestó Jasper—. Por cierto, ¿qué estabas haciendo en un club restaurante de la avenida D a las dos de la mañana?
Caine se encogió de hombros como si la cosa no fuera con él.
—Tienen buen vodka.
—Apostaría a que sí, o, mejor dicho, tú apostarías. —Jasper frunció el entrecejo.
—Diría que no vas muy desencaminado.
—¿En cuánto estás pillado?
—Tranquilo. Estoy en paz —replicó Caine un poco demasiado rápido.
—Si fuera así dudo que Vitaly Nikolaev se hubiese molestado en llamar aquí tres veces para interesarse por tu estado.
Caine aflojó los hombros como si se rindiera.
—¿No es coña?
—No es coña, hermanito. A menos que quiera enviarte una botella de vodka para desearte una rápida mejoría, supongo que en realidad le preocupa su inversión. Así que te lo preguntaré de nuevo: ¿cuánto?
Caine cerró los ojos e intentó recordar aquella última mano. A medida que la recordaba entre la bruma mental, soltó un gemido.
—Once —respondió sin abrir los ojos.
—¿Mil cien? Tampoco es para tanto. Creo que tengo una tarjeta de crédito de la que podría…
—No.
—Venga, Dave, te puedo ayudar.
—Sí, pero no debo mil cien.
—Entonces, ¿cuánto? —Caine se limitó a mirar el rostro demacrado de su hermano—. ¡Mierda! —exclamó Jasper cuando se dio cuenta de cuál era el verdadero importe de la deuda—. ¿Once mil?
—Sí.
—Diablos, David. ¿Cómo has podido perder tanto?
—No tendría que haber perdido, era algo seguro.
—No tan seguro.
—Mira Jasper, ya tengo bastantes problemas sin necesidad de que vengas aquí y me juzgues. La cagué. Lo admito, ¿vale? Si no recuerdo mal, tú también la cagaste un par de veces.
Jasper exhaló un suspiro y se sentó en una de las sillas de color naranja chillón.
—¿Qué tenías? —preguntó Jasper, con la evidente intención de calmar las cosas.
—Cuádruples.
—¿Pequeños?
.—No. Balas.
Jasper silbó por lo bajo.
¿Perdiste con cuatro ases? Mierda —dijo Jasper con mucho respeto—. ¿Qué pasó?
El otro tipo hizo una escalera de color con la quinta carta.
Vaya. —Jasper sacudió la cabeza—. ¿Qué plazo tienes para pagar?
Tal como es Vitaly, querrá el primer pago mañana. Pero como soy un amigo, probablemente dejará que me atrase hasta el final de semana antes de que uno de sus matones me envíe al hospital para una temporada.
—La enfermera me ha dicho que ya pasas bastante tiempo aquí sin necesidad de que te ayuden.
—Sí. Diría que si Nikolaev no me mata, es probable que lo hagan los ataques.
—Joder, tío —manifestó Jasper, con una emoción sincera en la voz—. La última vez que hablamos gozabas de una salud perfecta y no habías hecho ni una apuesta en cuánto, ¿un año? ¿Qué demonios ha pasado?
Caine se quedó sin saber qué decir. Comenzaba a darse cuenta de la situación. Todo el año anterior había sido como una gigantesca catástrofe ferroviaria. ¿Había pasado un año desde el primer ataque? No podía ser que fuera tanto. Entonces recordó que había transcurrido más de un año y medio desde que había dado clases. Notó una sensación rara en el estómago. Curioso. Hubiese dicho que tardaría mucho más tiempo en arruinar su vida.
Al parecer se había equivocado.
A diferencia de la mayoría de los profesores en el departamento de Estadística, a Caine le encantaba enseñar. Después de dar su primera clase, descubrió que tenía un don especial para transmitir su pasión por la estadística de una manera que intrigaba y entusiasmaba a los estudiantes.
Si bien no sentía la misma emoción que cuando ganaba un bote de los grandes, había algo en abrir a sus estudiantes las Puertas del mundo de las probabilidades que le apasionaba. Por una de esas ironías del destino, el hecho de perder todo su dinero en partidas de póquer clandestinas por toda la ciudad había hecho que acabara en una aula. No tenía otra alternativa; necesitaba el dinero y como estudiante de cuarto de estadística en la universidad de Columbia, dar clases de una parte de la «Introducción a la teoría de las probabilidades» era el único trabajo a su alcance.
Como se había quedado sin dinero ni crédito, no podía jugar al póquer hasta recibir el primer sueldo. Pero cuando se lo pagaron, Caine se dio cuenta de que ya no le apetecía jugar. Aquella noche, no soñó con cartas sino con la clase del día siguiente.
Aquél fue el momento en que comenzó a cambiar todo. Por supuesto que a la mañana siguiente se despertó con el ansia y el deseo que sólo puede comprender el verdadero jugador, pero se obligó a tragarse aquellos sentimientos y a canalizarlos hacia el mundo académico. La enseñanza le había dado finalmente aquello que decenas de reuniones en Jugadores Anónimos no le habían dado: control.
Los dos meses siguientes habían sido casi tranquilos, e iba tomando conciencia de que podía dominar su adicción. Durante un tiempo, Caine llegó a creer que las cosas iban finalmente de la manera que quería, hasta el momento en que todo se vino abajo.
Aún podía recordar el instante preciso en que su vida comenzó a derrumbarse. Había sido en el mismo lugar donde las cosas habían comenzado a enderezarse: el aula. Había estado apoyado contra la pizarra, con un trozo de tiza en una mano y un vaso de café en la otra. Entonces comenzó con una improvisada lección de historia.
—Veamos, ¿alguien conoce de dónde viene la teoría de las probabilidades?
Silencio.
—Muy bien, os ofreceré varias respuestas. La teoría de las probabilidades surgió de una serie de cartas entre dos matemáticos franceses que discutían de… (a) física, (b) filosofía o (c) dados.
Ninguna respuesta.
—Si alguien no levanta la mano en los próximos cinco segundos, esto entrará en el examen. —Veinte manos se levantaron en el acto—. Eso está mejor. Jerry, ¿tú qué dices?
—¿Física?
—No. La respuesta correcta es (c), dados.
»El hombre al que debemos el cálculo de las probabilidades nació en 1623 y se llamaba Blaise Pascal. Como muchos niños privilegiados de la época, Pascal fue educado en su casa por su padre y varios tutores. Sin embargo, el padre de Pascal no quería que su hijo se esforzara en exceso y por lo tanto decidió que Blaise debía concentrarse en los idiomas y dejar a un lado las matemáticas.
»Como era un chico normal, el hecho de que no pudiera estudiar matemáticas sólo sirvió para incentivar su curiosidad, así que decidió estudiar geometría en su tiempo libre. —Alguno de los estudiantes habían puesto los ojos en blanco, y Caine añadió—: Escuchad, esto fue antes de los videojuegos; no había muchas cosas que un chico pudiera hacer para divertirse.
Risas.
—En cuanto el padre se enteró del don natural de Blaise para los números, le regaló Los elementos de Euclides; recordad que tampoco había televisión, así que la gente leía esas cosas llamadas «libros». —Esto cosechó un par de carcajadas—. Después de ver cómo Blaise se tragaba Euclides, el padre contrató a los mejores maestros de matemáticas, algo que resultó ser una muy sabia decisión porque Blaise Pascal se convirtió en uno de los matemáticos más importantes del siglo XVII. Entre otras muchas cosas, una de sus invenciones ha tenido una gran repercusión en las vidas de todos los que están presentes en esta sala. ¿Alguien sabe qué era?
—¿El ábaco? —Arriesgó una de las alumnas.
—Creo que confundes a los franceses con los antiguos chinos —le dijo Caine—. Aunque vas por el camino correcto. Inventó la primera máquina de calcular, que más tarde evolucionó hasta ser la calculadora actual. Durante el resto de su vida, estudió matemáticas y física, aunque unos pocos años antes de su muerte renunció a su obsesión por los números y, aunque resulte una ironía, lo hizo porque se demostró matemáticamente que aprovecharía mejor su tiempo si lo dedicaba a la religión y la filosofía.
—¿Cómo lo hizo? —preguntó un estudiante barbudo sentado en la última fila.