El Teorema (13 page)

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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

BOOK: El Teorema
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—Gracias —repitió el hombre, que continuaba estrechándole la mano.

Mientras acompañaba a su mujer hacia la puerta, ella comenzó a decirle que debía llamarla a cada hora mientras estaba en el trabajo. Lo obligó a repetir el número del móvil para asegurarse de que se lo sabía de memoria porque no habría «ninguna excusa» si no la llamaba.

Caine esperó un minuto antes de seguir a la pareja al exterior, asustado por la posibilidad de acabar mediando en otra discusión. En cuanto tuvo la seguridad de que el terreno estaba libre, caminó los últimos veinte pasos que lo separaban de la libertad. Cuando cruzó la salida, el viento helado lo hizo estremecer.

A pesar de que detestaba el frío, Caine disfrutó con el aire helado que le hacía arder las orejas y le atravesaba la delgada chaqueta blanca mientras se alejaba. Lo había conseguido. Tuvo la sensación de que todo saldría de perlas hasta que unas ásperas manazas lo cogieron por el cuello y lo estrellaron contra la pared.

La cabeza de Caine rebotó contra el cemento, y el dolor le recorrió toda la columna vertebral. Antes de que pudiera defenderse, el hombre le rodeó el pecho con uno de sus enormes brazos, lo llevó en volandas hasta doblar la esquina y llegaron a un solar, donde lo arrojó al suelo, cubierto de escarcha. Luego sujetó a Caine por la garganta y lo levantó para apoyarlo contra un muro de ladrillos.

Caine no alcanzaba a ver el rostro del atacante en la oscuridad, pero el fuerte acento del hombre le informó de todo lo que necesitaba saber.

—Señor Caine —gruñó Kozlov—, lo estaba buscando.

Capítulo 8

La detonación fue ensordecedora. Mucho más fuerte de lo que esperaba. Al oírla, el atacante de su hermano se quedó inmóvil, con el puño en el aire y echado hacia atrás como un boxeador en la viñeta de un cómic.

—Suéltalo. —Había un ligero temblor en la voz de Jasper, pero a él no le importó. La manaza que había estado oprimiendo la garganta de su hermano aflojó la presión y lentamente se levantó. David cayó de rodillas y comenzó a toser violentamente.

—¿Estás bien? —preguntó Jasper.

—¿Qué diablos estás haciendo aquí? —preguntó David entre toses.

—No me creerás si te lo digo. ¿Quién es? —Jasper señaló al gorila que aún tenía las manos en alto.

—Este es Sergey —respondió Caine con voz ronca mientras se levantaba, procurando mantenerse fuera del alcance del gigante ruso—. Sergey, dile a Vitaly que tendrá su dinero a final de semana.

—Al señor Nikolaev no le gustará —gruñó Sergey.

—Sí, probablemente no —admitió David—. Tú díselo, ¿vale?

Sergey se encogió de hombros como si dijera: «Es tu funeral».

David retrocedió hasta situarse detrás de Jasper, quien hizo girar el arma en la mano y descargó un tremendo culatazo en la nuca de Sergey. El gigante se desplomó como alcanzado por un rayo.

—Tenemos que largarnos pitando antes de que tu amigo se despierte —afirmó Jasper, con la respiración agitada.

Por primera vez, David miró a la cara de su hermano.

—¿Cómo has sabido…?

Jasper quería decírselo, pero sabía que David aún no estaba preparado. Era importante mostrarse lo más normal posible. Si se comportaba como un loco, David no confiaría en él. Tampoco le costaría mucho; llevaba haciéndose pasar por cuerdo la mayor parte de su vida. Sabía cómo fingirlo.

—Supongo que fue sólo suerte —mintió Jasper—. Venga, vámonos.

Sujetó a Caine del brazo y se lo llevó del lugar. Caine se detuvo cuando sólo habían recorrido unas manzanas.

—Espera, ¿adónde vamos? —preguntó David.

—A tu apartamento.

—No, no podemos —dijo Caine. Negó con la cabeza—. Es el primer lugar donde Nikolaev irá a buscarme.

—No, no lo hará —dijo Jasper muy seguro.

—¿Cómo lo sabes?

Jasper no respondió. Sujetó de nuevo a su hermano del brazo y echó a correr. Caine solo pudo seguirlo.

Cuando llegaron al apartamento, las primeras luces de la mañana alumbraban un trozo del suelo. A través de la ventana Caine vio que el sol asomaba por encima del horizonte. El reloj de la pared señalaba las 6.28. Era el único artefacto electrónico que quedaba en el apartamento además del contestador. Habían robado todo lo demás. Debía reconocer que Nikolaev era un tipo concienzudo.

Las piezas de ajedrez de piedra pulida estaban desparramadas por el suelo. Caine se agachó para recoger un caballo negro. Una esquirla había saltado del hocico. Se sintió invadido por la tristeza. El juego de ajedrez era la única cosa que poseía que tenía un valor real, un regalo de su padre cuando había cumplido seis años. Desde el momento en que su padre había colocado aquellas piezas de extraño aspecto en los cuadros blancos y negros, Caine se había sentido hechizado.

—El ajedrez es como la vida, David —le había dicho su padre—. Cada pieza tiene su función. Algunas son débiles, otras, fuertes. Algunas son buenas al principio del juego y otras más valiosas al final. Pero las necesitas todas para ganar, y como en la vida, no hay marcador. Puedes tener diez piezas y ganar la partida. Eso es lo bueno del juego, siempre te puedes defender. Todo lo que necesitas hacer para ganar es saber lo que está ocurriendo en el tablero y deducir lo que el otro tipo se dispone a hacer antes de que lo haga.

—¿Te refieres a algo así como predecir el futuro? —preguntó Caine.

—Predecir el futuro es imposible, pero si sabes bastante del presente, puedes controlar el futuro.

En aquel momento Caine no había comprendido el significado de las palabras de su padre, pero eso no le había impedido disfrutar del juego. Todas las noches, después de que él y Jasper recogieran la mesa, su padre se sentaba y jugaba una partida con cada uno de ellos antes de que hicieran los deberes. Jasper nunca le ganaba a su padre. Caine lo hacía sistemáticamente.

Caine recogió el rey blanco y lo colocó en su lugar. Habían pasado más de diez años desde la muerte de su padre. Aún echaba de menos aquellas partidas.

La voz de Jasper sacó a Caine de su ensimismamiento.

—Sabes, creo que tú le caías mejor a papá porque jugabas muy bien.

—Yo no era el preferido de papá —replicó Caine, aún a sabiendas de que había bastante de verdad en las palabras de Jasper—. Además, tú jugabas bien cuando te concentrabas. Tu problema era que nunca conseguías estarte sentado el tiempo necesario. Siempre cometías errores tontos que te dejaban al descubierto.

—La concentración es lo tuyo, no lo mío. —Jasper se encogió de hombros—. ¿Tienes una almohada?

«Se acabó la hora de los recuerdos», pensó Caine. Como la conversación se había terminado, preparó el sofá para Jasper antes de acostarse en su cama. Se quedó dormido casi al momento. Su mente se fue sumergiendo poco a poco hasta llegar al mar del inconsciente. Y entonces estaba…

En un tren a Filadelfia.

El vagón se mece suavemente de izquierda a derecha, y lo amodorra. El traqueteo del tren se convierte en un sonido constante en su cerebro, los árboles al otro lado de las ventanillas se funden en una mancha marrón. Baja la mirada, un tanto sorprendido por lo que ve. En la palma de su mano izquierda hay otra mano mucho más pequeña. Pertenece a Elizabeth. Ella le obsequia con una gran sonrisa y le aprieta uno de los dedos.

Caine se mira la mano derecha. Una mano grande y suave con largas uñas rojas le aprieta los dedos. Caine mira a la mujer para pedirle que afloje la presión. Cuando ella se vuelve para mirarlo, le resulta vagamente conocida. No se da cuenta de quién es hasta que ve la curva de la barriga. Es la mujer embarazada del hospital.

—¿Adónde vais? —les pregunta a las dos.

—Al mismo lugar donde vas tú —responden al unísono.

—¿Por qué? —pregunta Caine, sin tener muy claro qué pretende averiguar con la pregunta.

—Porque es así como funciona —contesta Elizabeth.

—Ah —dice Caine, como si la respuesta fuese de una lógica aplastante.

En un rincón de su cerebro, ahora inundado con dopamina, la tiene.

El doctor Tversky se ajustó la corbata antes de que las puertas se abrieran. Dos hombres vestidos con prendas de camuflaje verdinegras lo recibieron. Nunca había comprendido por qué en un entorno urbano, el personal militar vestía con unas prendas diseñadas para confundirse con la vegetación de la selva. En la habitación gris, las prendas de camuflaje sólo servían para que los corpulentos soldados parecieran como los personajes de un videojuego.

—¿Me permite su identificación, señor? —Las palabras sonaron como un ladrido. La petición del guardia era una orden.

El doctor Tversky le entregó el carnet de conducir. Esperó mientras el soldado imprimía una tarjeta de identificación de visitante y se la daba. Echó una rápida ojeada a la superficie plastificada antes de prendérsela en la solapa. Su nombre aparecía escrito en grandes letras mayúsculas, TVERSKY, P., encima de un código de barras. Se preguntó en qué momento habían comenzado las personas a aceptar como algo natural que las marcaran como a una pastilla de jabón.

Se sorprendió al ver su foto en la esquina superior derecha. Seguramente se la habían hecho unos momentos antes con alguna de las muchas cámaras ocultas en todo el edificio. Tversky miró la imagen: nunca había visto una foto de sí mismo tan espontánea. Por un instante se quedó desconcertado: el hombre de la fotografía no tenía buen aspecto. Parecía furioso y bastante asustado. Se preguntó si las emociones que veía en su cara serían tan obvias para Forsythe.

Eso no le convenía en absoluto. Forsythe vería el miedo y se aprovecharía, máxime cuando las probabilidades de que Forsythe lo creyera eran pocas. En opinión de Tversky, Forsythe no era un tío muy listo, sino más bien un administrador con muchas ínfulas. No obstante allí estaba Tversky para pedirle a ese hombre, un hombre inferior, su dinero.

Además de su ayuda.

Forsythe miró a su viejo colega desde detrás de su gran mesa de escritorio. Tversky acababa de describirle algo que era increíble. No, increíble, no. Imposible. Pero incluso si su relato contenía sólo una pizca de verdad, no podía pasarlo por alto. De hecho, podía ser exactamente lo que necesitaba. Forsythe decidió apretarle las clavijas, para ver hasta qué punto el hombre creía en sus propias teorías.

—Desde luego, has planteado un caso muy interesante —dijo Forsythe sin comprometerse—. Pero ¿qué quieres exactamente de mí?

—Necesito tu apoyo. Es obvio que no dispongo de los fondos necesarios para estudiar debidamente este fenómeno. Pero con tus recursos..

—Lo harías. —Forsythe acabó la frase por él y cruzó las manos sobre el regazo.

—Sí. Lo haría —respondió Tversky con un rechinar de dientes. Forsythe sacudió mentalmente la cabeza. Cualquiera hubiese dicho que un hombre inteligente como Tversky tendría que saber controlar el enfado a esas alturas. Sobre todo cuando hablaba con alguien que podía darle los fondos que deseaba. Claro que era la ineptitud para las relaciones humanas de Tversky y los que eran como él lo que le había permitido a Forsythe triunfar mientras ellos fracasaban.

—Me gustaría ayudarte —dijo Forsythe—, pero lo que describes va en contra de más de setenta años de física cuántica. Como bien sabes, el principio de la indeterminación de Hei…

—Heisenberg se equivocó —afirmó Tversky.

—¿Eso crees? —Forsythe estaba habituado a enfrentarse con el increíble engreimiento de los científicos, pero la descarada afirmación de Tversky lo pilló por sorpresa. Aunque aún quedaban unos pocos renegados que insistían en que el principio de indeterminación de Heisenberg era erróneo, casi todos los grandes físicos del planeta coincidían con los principios de la mecánica cuántica tal como los había formulado Werner Heisenberg.

En su famoso trabajo de 1926, Heisenberg había demostrado matemáticamente que era imposible observar un fenómeno sin modificar su resultado. Para demostrarlo, imaginó un escenario donde un científico señalaba la posición y la velocidad precisas de una partícula subatómica.

Esto sólo se podía conseguir con la proyección de una onda de luz sobre la partícula. Luego, analizando la deformación de la onda de luz, los científicos podían determinar la posición de la partícula en el momento en que había sido alcanzada por ésta. Sin embargo, este experimento tenía un efecto no deseado: como la velocidad de la partícula era desconocida hasta el momento en que la luz y la partícula colisionaban, la velocidad de la partícula se modificaba de una manera imprevisible.

Por consiguiente, Heisenberg demostró que era imposible predecir simultáneamente la velocidad y la posición de una partícula, y que siempre había un nivel de indeterminación en el mundo físico. De esta manera, Heisenberg rechazó el concepto de los absolutos que los físicos newtonianos siempre habían sostenido, y afirmó que el mundo no era blanco o negro, sino gris. Demostró que en el mundo real, las partículas subatómicas no tenían posiciones exactas, sólo tenían posiciones probabilísticas, y, por lo tanto, aunque una partícula individual probablemente está en un lugar, en realidad no está en ninguna posición singular hasta que es observada.

De esa manera, Heisenberg fue capaz de demostrar que la única información que se podía obtener a través de la observación no era la posición de una partícula tal como existe en la naturaleza, sino la posición de una partícula que es observada en la naturaleza. Aunque muchos científicos no se sintieron muy a gusto con esta idea, la teoría de Heisenberg de un universo probabilístico era del todo coherente con las previamente aceptadas (pero inexplicables) ecuaciones físicas.

Finalmente, en 1927, los físicos se reunieron para ponerse de acuerdo en lo que se conocería como la Interpretación de Copenhague, que apoyaba las teorías de Heisenberg y afirmaba que los fenómenos observados obedecen a leyes físicas diferentes de los fenómenos no observados. Esto no sólo planteaba algunas preguntas filosóficas muy interesantes, sino que también forzó a los científicos a admitir que cualquier cosa era literalmente posible, dado que todos los resultados existen en un mundo regido por las probabilidades en lugar de las certezas.

Por ejemplo, si una partícula está probablemente en el laboratorio de un científico, también podría estar en el otro extremo del universo. Ese fue el nacimiento de la física cuántica moderna, y si bien la mayoría no podía afirmar que comprendía cómo era posible, nadie podía refutarlo.

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