Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
Su sensación de impotencia aumentó al reparar en la desencajada faz del compañero y, prorrumpiendo en llanto, se cubrió los ojos con las manos preso de violentas convulsiones. De pronto, sintió el contacto de unos dedos que lo acariciaban con dulzura.
—Vamos, serénate —le dijo Denubis—. Tendrás oportunidad de relatar tu historia, y también tu amigo. Si sois inocentes nada malo os ocurrirá. —Calló, y Tas le oyó preguntar entre suspiros—: El humano ha estado bebiendo, ¿me equivoco?
—Desde luego —contestó el kender casi sin resuello—. No ha probado una gota de alcohol.
Se quebró su voz, no obstante, al escudriñar al orondo cautivo mientras los soldados lo conducían a la avenida donde él aguardaba junto al clérigo. Tenía la tez embadurnada con las inmundicias del pasaje, chorreaba la sangre por un corte abierto en su labio y sus pupilas, también sanguinolentas, le conferían un aspecto salvaje que contrastaba con la vacuidad de su rostro. Además, el legado de antiguas borracheras se marcaba ostensiblemente en sus enrojecidos y embotados pómulos. Perplejo, aturdido, el guerrero caminaba con paso inseguro hacia el lugar donde la muchedumbre, que se había congregado a la vista de los guardias, lo saludaba entre exclamaciones de toda índole.
Tas hundió la cabeza sobre el pecho. ¿Qué estaba haciendo Par-Salian? ¿Había fracasado en su intento de memorizar el hechizo, hasta tal punto que ni siquiera se hallaban ahora en Istar? ¿Se habían perdido? Quizás eran víctimas de una espantosa pesadilla.
—¿Qué ha pasado? —interrogó Denubis al capitán, sacando al kender de su momentáneo ensimismamiento—. ¿Estaba en lo cierto el Ente Oscuro?
—Sí —fue la tajante respuesta—. ¿Acaso ha errado alguna vez en sus apreciaciones?
—¿Quién es la dama? —prosiguió el clérigo.
—Ignoro su identidad, aunque debe pertenecer a tu Orden a juzgar por el Medallón de Paladine que exhibe en su pecho. Está muy maltrecha, incluso afirmaría que ha muerto de no ser por el tenue pálpito que se percibe en su cuello.
—¿Crees que ha sido… que ha sido…? —No pudo pronunciar la palabra, pero no era necesario.
—No lo sé —confesó el oficial—. Lo que es evidente es que la han maltratado y ha sufrido una especie de ataque. Tiene los ojos abiertos, mas no da muestras de ver ni oír nada.
—Debemos llevarla al Templo sin tardanza —ordenó el clérigo con determinación, si bien Tasslehoff detectó un titubeo en su voz. Mientras hablaban sus superiores, los soldados se afanaban en dispersar al gentío interponiendo sus lanzas y haciendo retroceder a los curiosos.
—Todo está bajo control —decían—. Moveos, el mercado no tardará en cerrar y es mejor que ultiméis vuestras compras en lugar de quedaros aquí como pasmarotes.
—¡Yo no la lastimé, nunca la he tocado! —estalló Caramon de forma inesperada—. No la lastimé —repitió, anegados sus ojos en lágrimas.
—¡Claro que no! —lo espetó desdeñoso el capitán—. Encerrad a este par de bribones en el calabozo —indicó a sus subordinados.
Tas se sobresaltó cuando uno de los soldados asió su brazo dolorosamente pero, en un reflejo fruto de su perplejidad, se aferró a la túnica de Denubis y rehusó soltarla. El clérigo, que había posado su mano en la inmóvil figura de Crysania, dio media vuelta al sentir los dedos forcejeantes del prisionero.
—Tienes que creerle, está diciendo la verdad —imploraba el kender sin rendirse a las sacudidas del centinela.
—Eres un amigo leal —lo felicitó el eclesiástico—, una virtud poco frecuente en un kender. Espero —añadió, a la vez que acariciaba su copete con aire distraído y la tristeza reflejada en sus rasgos— que tu fe en este hombre sea justificada. Sin embargo debes comprender que en ocasiones, cuando se ha bebido en exceso, el alcohol nos empuja a cometer actos…
—¡Olvida esta absurda representación! —intervino el soldado, enfurecido a causa de la febril resistencia de Tas—. No surtirá efecto.
—No permitas que te enternezca, Hijo Venerable de Paladine —apostilló el capitán—. Ya conoces a los de su raza.
—Sí —respondió Denubis, sin apartar la vista de Tasslehoff mientras los guardianes lo arrancaban de sus ropajes y lo conducían, junto a Caramon, a través de dos hileras de espectadores que se demoraban en la plaza para asistir al desenlace de la escena—. Conozco a los kenders y por eso afirmo que éste es extraordinario —musitó antes de centrarse de nuevo en Crysania y proponer—: Si continúas sosteniéndola, capitán, rogaré a Paladine que nos traslade de inmediato al Templo.
Tas lanzó una última mirada atrás, con dificultad debido a las garras que lo atenazaban, y vio al clérigo y al capitán de la guardia en la plaza del mercado, solos, envueltos en una brillante luz blanca. De pronto, se desvaneció la aureola y ambos desaparecieron con ella.
Pestañeó lleno de pasmo y, al no fijarse en dónde ponía los pies, tropezó. Cayó sobre el adoquinado haciéndose varios rasguños en las rodillas y las manos, que había adelantado para amortiguar el golpe. Una mano lo agarró por el cuello de la camisa, lo incorporó bruscamente y le dio un violento empellón.
—Camina y no intentes escapar. Tus argucias no te servirán de nada.
El kender obedeció, tan desmoralizado que ni siquiera atinó a espiar el panorama. Tan sólo contemplaba a Caramon, y la imagen que éste ofrecía le rompía el corazón: abrumado por la vergüenza y el miedo, el guerrero se arrastraba más que caminaba, ciego a cuanto le rodeaba.
—Yo no la lastimé —persistía—. Alguien ha cometido un error.
El templo de Istar
Las melodiosas voces elfas fueron aumentando de volumen, sus dulces notas trazaron una espiral de octavas como si pudieran elevar sus plegarias hasta el cielo mediante un simple ascenso por las escalas. Los rostros de las mujeres, iluminados merced a los rayos del ocaso que se filtraban a través de los altos ventanales, se tiñeron de tonalidades rosáceas mientras que en sus ojos, brillaba una fervorosa inspiración.
Los atentos peregrinos lloraban ante tal despliegue de belleza, de manera que las túnicas blancas y azules de las integrantes del coro —blancas para las Hijas Venerables de Paladine, celestes para las Hijas de Mishakal— se confundieron en una sugestiva bruma. Muchos aseverarían más tarde que habían visto cómo las mujeres elfas eran transportadas hacia el firmamento, arropadas en mullidas nubes.
Cuando sus cánticos alcanzaron un crescendo de envolvente dulzura un coro de profundas voces masculinas se integró en el salmo, manteniendo arraigados a la tierra aquellos rezos que pretendían remontarse a las alturas cual pájaros en libertad o, en opinión del prosaico Denubis, cortándoles las alas. Se dijo el clérigo que debía estar demasiado cansado para apreciar la armonía, pues en su juventud también él había sido capaz de purificar su alma con las lágrimas al escuchar el himno vespertino. Después, al transcurrir los años, la ceremonia se convirtió en rutina. Recordaba bien el impacto que le había causado sorprenderse por vez primera pensando en un asunto apremiante durante las oraciones. Ahora era peor que un ejercicio cotidiano, había pasado a ser algo irritante, molesto y aburrido. A decir verdad había llegado a temer este momento del día, y aprovechaba cualquier oportunidad que se le ofreciera para excusar su presencia.
¿Por qué? Reprochaba en gran parte el negativo cambio a las mujeres elfas. Prejuicios raciales, admitió en su fuero interno, pero no podía vencerlos. Todos los años un grupo de féminas de esta raza, las Hijas Venerables y sus discípulas, viajaban a Istar desde la gloriosa región de Silvanesti para instalarse un año en la ciudad y consagrarse al servicio eclesiástico. Significaba esto que entonaban cada noche el himno vespertino y, durante la jornada, deambulaban de un lado a otro recordando a cuantos las veían que los elfos eran el pueblo elegido de los dioses, el primero en ser creado y dotado, además, de una longevidad que se extendía a varios siglos. Sea como fuere, sólo a Denubis parecía perturbarle este hecho.
Aquella tarde la sesión de cánticos le resultaba especialmente tediosa, porque ocupaba su pensamiento la mujer que había llevado al Templo a mediodía. Casi había logrado eludir el compromiso pero, en el último momento, lo había capturado Gerald, un veterano clérigo cuyos días en Krynn estaban contados y que hallaba reconfortante asistir a las plegarias. Quizá, recapacitó Denubis, su entusiasmo se debía a su absoluta sordera que, por otra parte, le había impedido explicarle que tenía problemas urgentes que resolver. Tras varios intentos infructuosos, se vio obligado a ceder y ofrecer su brazo al senil sacerdote. Gerald estaba junto a él, en ostensible trance, acaso representándose el hermoso plano de existencia al que no tardaría en acceder.
Reflexionaba Denubis sobre su superior y también sobre la sacerdotisa, de la que no había tenido noticia desde que la depositara entre los muros del Templo, cuando sintió en su brazo el contacto de unos dedos. Dio un respingo y miró en su derredor con la culpabilidad dibujada en sus rasgos, preguntándose si alguien había detectado su actitud distraída y se disponía a delatarlo. Al principio no adivinó quién le había tocado, ya que sus dos vecinos estaban sumidos en sus plegarias, mas un segundo aviso le hizo comprender que la ligera presión provenía de alguien situado a su espalda. Un rápido vistazo en ese sentido le reveló la presencia de una mano, que se deslizaba cautelosa por la cortina de separación entre la galería donde se hallaba junto a los Hijos Venerables y las antecámaras que la rodeaban.
La misteriosa mano le hizo señal de acercarse y el clérigo, desconcertado, abandonó su lugar en la hilera y tanteó con sigilo la cortina, tratando de traspasarla sin llamar la atención. La mano se había retirado y no encontraba ninguna abertura entre los pliegues de grueso terciopelo, de modo que comenzó a agitarlos hasta que al fin, convencido de que todas las miradas de los peregrinos confluían en su persona, descubrió la salida y la cruzó a trompicones.
Un joven acólito de plácido porte se inclinó en una reverencia ante el sudoroso eclesiástico, ajeno a su turbación.
—Te ruego que me disculpes por interrumpirte en tus oraciones, Hijo Venerable, pero el Príncipe de los Sacerdotes solicita que le dediques unos minutos de tu tiempo si no te causa grave inconveniente.
El discípulo pronunció esta fórmula de cortesía con tal naturalidad que a ningún observador casual le habría extrañado escuchar una negativa de Denubis, algo así como: «Ahora me es imposible, me reclaman otros deberes. Quizá más tarde.»
Sin embargo, Denubis no dijo nada semejante. Palideció y murmuró la consabida frase de «Será un honor», que el acólito recibió sin inmutarse por la fuerza de la costumbre. Asintió mediante un ademán de cabeza, dio media vuelta y guió al clérigo, a través de los ventilados y sinuosos pasillos del Templo, hacia las habitaciones privadas del máximo dignatario de Istar.
Mientras aceleraba la marcha para no quedar rezagado, el maduro eclesiástico cavilaba sobre el motivo de tan urgente convocatoria, pensando que guardaba relación directa con la sacerdotisa de la calleja. No había sido requerido por su superior en dos años, y no podía ser una coincidencia que lo mandase llamar para otras cuestiones el mismo día en que hallara a la Hija Venerable moribunda en un rincón próximo a la plaza del mercado.
«Quizás ha fallecido, y quiere comunicármelo personalmente. Sería una gentileza, quizá fuera de lugar en alguien que debe ocuparse de problemas tan importantes como el destino de las naciones pero, a fin de cuentas, una prueba fehaciente de su amabilidad», pensó Denubis apesadumbrado.
Esperaba equivocarse, no sólo por ella sino por el humano y el kender. También estas dos criaturas habían presidido sus elucubraciones a lo largo del día, sobre todo el hombrecillo. Al igual que otros habitantes de Krynn, Denubis tenía una pobre opinión de estos seres que no mostraban el menor respeto por las reglas de convivencia ni la propiedad particular, ni siquiera entre ellos mismos. No obstante, el que ahora lo inquietaba parecía poseer unas cualidades excepcionales. Cualquier otro de los que conocía —o creía conocer— se habría dado a la fuga con sólo presentir el peligro y él, en cambio, había permanecido al lado de su amigo en un alarde de lealtad, e incluso se había arriesgado a defenderlo.
Con el ánimo decaído, Denubis se enfrentó a la posibilidad de que la sacerdotisa hubiese muerto. Si era así, el kender y su compañero sufrirían un castigo… No, era preferible no adelantarse a los acontecimientos. Susurrando una sincera plegaria a Paladine para granjearse su protección en favor de los cautivos —en el caso de que la merecieran, claro está—, desechó de su mente tan depresivas cábalas y se exhortó a admirar el esplendor de la residencia que el Príncipe de los Sacerdotes había erigido en el sagrado recinto.
Había olvidado la belleza de los blanquísimos muros que refulgían, según la leyenda, con la etérea luz irradiada por sus propias piedras. Tan delicada era la talla de éstas que se asemejaban a inmensos pétalos de rosa surgidos del pulido suelo, de idéntica tonalidad. Atravesaban su superficie, como para poner un contrapunto a la dureza que siempre entraña la perfecta claridad, unas vetas azuladas.
Las maravillas del pasillo daban paso a la magnificencia de la antecámara. Aquí las paredes fluían hacia las alturas para sostener la bóveda, del mismo modo que los cánticos de las mujeres elfas se elevaban en pos de las divinidades. Y, de manera más tangible que en la sala de las oraciones, los dioses se hallaban presentes en los frescos que adornaban la fabulosa estancia. También ellos brillaban con fulgores nacidos en las entrañas de la roca: Paladine, el Dragón de Platino, máximo exponente del Bien, se erguía junto a Gilean, la Balanza de la Neutralidad, y separado por éste de la Reina de la Oscuridad. El Príncipe de los Sacerdotes, que nunca osaría ofender abiertamente a la representación de la malignidad, la había plasmado en forma de un dragón de cinco cabezas, aunque en una actitud tan dócil que Denubis casi lo imaginaba postrado ante Paladine, lamiendo sus pies.
De todos modos, tal pensamiento asaltó al clérigo en una reflexión ulterior. En estos momentos estaba demasiado nervioso para detenerse a contemplar las espléndidas pinturas, tenía la mirada prendida de las ricas puertas de platino que se abrían al corazón del Templo.
Se deslizaron sobre sus goznes las ornamentadas hojas, emitiendo una luz irreal. Había llegado la hora de la audiencia.