El templo de Istar (24 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

BOOK: El templo de Istar
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Sus labios, aunque entumecidos por el pánico, articularon un nombre que era una plegaria: Paladine. El miedo no la abandonó, ni logró arrancar de su alma la terrible mirada de aquellas ígneas pupilas, pero atinó a llevarse la mano al cuello, asir el Medallón y desprenderlo de una sacudida. Sabedora de que se agotaban sus fuerzas, al borde del desmayo, reunió aún la vitalidad suficiente para izar la joya y permitir que su superficie de platino capturase la luz de Solinari, en irisaciones que iban del azul al blanco. La aparición habló:

—¡Muere!

Crysania notó que sus músculos cedían. Su cuerpo golpeó el suelo, pero no así su esencia. Caía a través de la tierra o, mejor dicho, en sentido inverso a la materia, se precipitaba con los ojos cerrados en un extraño sopor, en un sueño…

Estaba en un robledal. Unas manos blancas inmovilizaban sus pies. Ominosas bocas se abrían para beber su sangre. La oscuridad era infinita, los árboles se reían de ella con espantosas risas que surgían de sus crujientes ramas.

—Crysania —la saludó una voz acariciadora.

¿Quién pronunciaba su nombre entre las sombras de los robles? Examinó la escena y atisbó una figura en un claro, vestida de negro.

—Crysania —repitió.

—Raistlin —lo reconoció ella, y prorrumpió en sollozos de gratitud. Saliendo a trompicones de la tenebrosa arboleda, huyendo de los huesudos miembros que se afanaban en arrastrarla hacia el eterno tormento, Crysania sintió pronto el contacto de unos brazos entecos y la quemazón que le transmitían diez finos y mágicos dedos.

—Reposa, Hija Venerable de Paladine —la invitó la voz—. Tus vicisitudes han terminado, has escapado del Bosque sin sufrir daño alguno. No tenías nada que temer, te protegía mi hechizo.

—Sí —murmuró Crysania, aún temblorosa y con los párpados entornados. Se llevó la palma a la frente, allí donde los labios del mago habían estampado su huella. Se percató entonces de la prueba a la que se había sometido, y también de que él había presenciado su flaqueza, y se deshizo bruscamente de su abrazo. Tras apartarse unos pasos, lo estudió con frialdad y preguntó:

—¿Por qué te rodeas de monstruos hediondos? ¿Qué necesidad te empuja a recurrir a semejantes guardianes? —A pesar de sus esfuerzos, un ligero titubeo delataba su inquietud.

Raistlin la miró con una expresión casi beatífica, que nada bueno auguraba, reflejada en sus áureos ojos la luz del bastón.

—¿De qué guardianes te rodeas tú, sacerdotisa? —inquirió a su vez, conocedor de la respuesta—. ¿Qué torturas me reservarían si osara pisar el recinto sagrado del Templo?

Crysania abrió la boca para emitir un reproche, pero las palabras murieron antes de aflorar a sus labios. Raistlin estaba en lo cierto, el Templo era un terreno santo dedicado a Paladine de tal manera que, si un adorador de la Reina de la Oscuridad traspasaba sus límites, sentiría de inmediato la ira del dios del Bien. Crysania vio que el hechicero sonreía con una mueca sarcástica y sus pómulos se tiñeron de grana. ¿Cómo se atrevía a provocarla con tal insolencia? ¡Nunca un humano la había humillado de un modo tan descarado! ¡Nunca una criatura viviente había azotado así su cerebro para ahogarlo en un torbellino de incertidumbre!

Desde la velada en que se entrevistara con Raistlin en los aposentos de Astinus, Crysania no había logrado liberarse de su recuerdo. Pensaba en él constantemente y esperaba ansiosa la noche en que visitaría la Torre, deseando y temiendo al mismo tiempo el nuevo encuentro. Había relatado a Elistan su conversación con el mago, aunque omitiendo el detalle del «encantamiento» que éste le diera. Por alguna razón no se había sentido capaz de confesarle que la había tocado, había… No, le faltaba valor para mencionar tales pormenores.

La consternación de Elistan fue ya profunda sin necesidad de que le contara toda la verdad. Sabía cómo era Raistlin, lo había conocido tiempo atrás por hallarse el mago entre los compañeros que rescataron al clérigo de la prisión de Verminaard en Pax Tharkas. Nunca le había gustado el nigromante ni había confiado en él, pero esta actitud la compartían cuantos con él se tropezaban. No le sorprendió en absoluto averiguar que aquel joven ambicioso se había hecho investir de la túnica azabache del Mal, ni tampoco le causó asombro la advertencia que dirigiera Paladine a Crysania. En cambio, sí le dejó perplejo la reacción de la sacerdotisa tras su entrevista con Raistlin y su afán de acudir a la cita en la Torre, un lugar donde ahora palpitaba el corazón de la perversidad diseminada por Krynn. Hubiera querido prohibirle que fuera, pero el libre albedrío era una de las enseñanzas de los dioses que más respetaba.

Lo único que hizo fue expresar sus recelos ante Crysania, que ella escuchó atentamente si bien se mantuvo inamovible en su resolución. Un embrujo, que no atinaba a comprender y contra el que no podía luchar, la atraía hacia la Torre, aunque a Elistan prefirió decirle que su único propósito era «salvar el mundo».

—El mundo seguirá su curso sin tu ayuda —fue la grave respuesta del anciano clérigo.

Pero Crysania no atendió a sus recomendaciones.

—Entra —le ofreció Raistlin, disipando sus meditaciones—. El vino te hará olvidar las funestas circunstancias de tu llegada. Eres muy valiente, Hija Venerable —la felicitó con los ojos clavados en los de la mujer, quien no advirtió ninguna nota sarcástica en su voz—. Pocos tienen el privilegio de sobrevivir indemnes a los horrores de la arboleda, sólo los más fuertes lo consiguen.

Dio media vuelta, y Crysania se alegró de que lo hiciera. Se había ruborizado al recibir sus alabanzas y este hecho la hacía sentir incómoda.

—No te separes de mí —le aconsejó el hechicero a la vez que echaba a andar delante de ella, envuelto en el revuelo de su túnica—. Deja que te ilumine la luz de mi vara.

Crysania no vaciló en obedecer y, mientras caminaba pegada a sus talones, observó que los rayos del bastón provocaban en su atuendo unos resplandores tan gélidos como los de la luna argéntea, en vivo contraste con las vestiduras de Raistlin, cuyo terciopelo asumía una extraña y atractiva calidez.

Cruzaron la temible verja, el hechicero siempre en cabeza. La sacerdotisa la estudió con curiosidad, recordando la ominosa historia del oscuro mago que se había arrojado sobre ella para envolverla en una maldición antes de exhalar su último suspiro. Seres intangibles susurraban y se agitaban en su derredor, tan reales que en más de una ocasión se volvió por la proximidad de un ruido, o bien al notar el contacto de unos dedos esqueléticos en su cuello o en sus hombros. No cesaba de atisbar movimientos soslayados, pero cuando desviaba la mirada para constatarlo no descubría sino penumbra. Una hedionda bruma se elevaba de la tierra, impregnada de efluvios de podredumbre que entumecían sus huesos. Empezó a temblar de manera incontrolable y en el instante en que, de pronto, echó la vista atrás y se topó con dos ojos carentes de cuencas que la contemplaban sin un pestañeo, dio un rápido paso al frente y deslizó su mano bajo el enteco brazo de Raistlin.

Él la examinó con una mezcla de extrañeza y burla inocente, que de nuevo agolpó la sangre en sus mejillas.

—No debes tener ningún miedo —se limitó a declarar—. Soy el amo de este lugar y no permitiré que nada te lastime.

—No estoy asustada —negó la sacerdotisa, pese a saber que él notaba la zozobra de su corazón—. Lo que ocurre es que no conozco el terreno y mis pasos son vacilantes.

—Te ruego que me disculpes, Hija Venerable —se excusó el mago con un timbre en el que Crysania creyó detectar cierta ironía—. Ha sido una indelicadeza por mi parte no ofrecerte mi ayuda. ¿Te resulta más fácil ahora, bajo mi protección? —preguntó, al mismo tiempo que se detenía para escudriñarla.

—Sí, mucho más fácil —contestó ella, creciendo su turbación a causa de la penetrante mirada de su acompañante.

Raistlin no despegó los labios, se contentó con sonreír mientras ella bajaba los ojos, incapaz de enfrentarse a su superioridad, y reanudaban la marcha. Crysania se regañó a sí misma por sus temores durante el paseo en dirección a la Torre, pero no retiró su mano del acogedor soporte que había hallado. Ninguno de ellos habló hasta alcanzar la puerta del edificio, una vetusta hoja de madera con runas talladas en su superficie que, pese al silencio y la ausencia de movimientos significativos del mago —al menos la sacerdotisa no observó nada de particular—, giró sobre sus goznes frente a la pareja. Les bañó la luz del interior y la humana percibió de inmediato su influjo benefactor, su envolvente calidez, tan intensa que al principio no vio una figura que se recortaba junto al quicio.

Cuando la distinguió se detuvo y retrocedió, alarmada. Raistlin acarició entonces su mano con sus ardientes dedos, a la vez que le explicaba:

—Es tan sólo mi aprendiz, Dalamar, una criatura de carne y hueso que de momento actúa en el mundo de los vivos.

Crysania no comprendió la expresión «de momento», ni siquiera reparó en el tono con que había sido pronunciada. Tampoco analizó la subrepticia risa de Raistlin, ya que estaba demasiado sobresaltada tras comprobar que en aquel recinto de pesadilla se albergaban seres vivientes. «Soy una necia —se reprendió severamente—. ¿Con qué clase de monstruo he identificado a este hombre? Solamente es un humano con dotes especiales.» Tales pensamientos la aliviaron, la ayudaron a relajarse de tal modo que, al traspasar el umbral, había recuperado la compostura. Extendió la mano frente al joven aprendiz como se la habría mostrado a un nuevo acólito.

—Éste es Dalamar —lo presentó el hechicero, gesticulando hacia él—. Y la dama es la sacerdotisa Crysania, Hija Venerable de Paladine.

—Me siento muy honrado de conocerte, Crysania —la saludó el discípulo con la más refinada delicadeza y, tras llevarse a los labios el dorso de su mano, le dedicó una respetuosa reverencia. Cuando, acto seguido, levantó la cabeza la capucha negra que ensombrecía su rostro cayó sobre la espalda.

—¡Un elfo! —gritó la mujer llena de pasmo, con su mano aún en la de él—. No es posible, no en un siervo del Mal.

—Soy un elfo oscuro, Hija Venerable —le aclaró el aprendiz en un tono que rezumaba amargura—. Al menos, tal es el apelativo por el que me designan los de mi raza.

—Lo lamento —se disculpó Crysania—. No pretendía…

Se sumió en el silencio, sin saber dónde dirigir la mirada. Estaba persuadida de que Raistlin se burlaba de ella, de que una vez más la había sorprendido en un momento de debilidad. Enfurecida, apartó su mano de la fría garra del alumno y retiró la que aún se sostenía en el brazo del enigmático nigromante.

—La sacerdotisa ha efectuado un viaje fatigoso, Dalamar—anunció este último—. Te ruego que la acompañes a mi estudio y le sirvas una copa de vino. Te ruego que me perdones, Crysania, pero ciertos asuntos reclaman mi atención. —Se volvió de nuevo hacia su subordinado para ordenarle—: Proporciónale sin tardanza todo cuanto precise.

—Ve tranquilo,
Shalafi
—contestó respetuosamente el interpelado.

La sacerdotisa nada dijo cuando su anfitrión los abandonó en la Torre, asaltada por una súbita paz interior y un agotamiento que paralizaba sus músculos. «Así debe sentirse el guerrero después de luchar a vida o muerte contra un diestro adversario», reflexionó mientras seguía al elfo en la escalada de una angosta y sinuosa escalera.

El estudio de Raistlin en nada se asemejaba a lo que había imaginado. «¿Qué es lo que esperaba?», se preguntó. Desde luego no una sala tan acogedora, repleta de libros extraños y fascinantes. Los muebles eran atractivos, y el fuego ardía en el hogar, caldeando la sala de manera muy grata después del frío que atenazara sus huesos en el paseo hacia la Torre. El vino que le sirvió Dalamar se le antojó sabroso y reconfortante, la tibieza de la chimenea pareció verterse en su sangre junto con el primer sorbo.

El alumno izó un velador de madera profusamente trabajado y lo colocó a su derecha, antes de depositar en su superficie un frutero y una hogaza de pan recién horneado, que despedía fragantes aromas.

—¿Qué fruta es ésta? —inquirió Crysania a la vez que asía una pieza y la examinaba con curiosidad—. Nunca he visto nada parecido.

—Por supuesto que no, Hija Venerable —respondió sonriente Dalamar. A diferencia de Raistlin, la sacerdotisa advirtió que la afabilidad del joven elfo se reflejaba en sus ojos—. El
Shalafi
se la hace traer desde la isla de Mithas.

—¿Mithas? —respondió ella incrédula—. ¡Pero si se encuentra en el otro confín del mundo! Viven allí los minotauros, en constante vigilancia para que nadie cruce las fronteras de su reino. ¿Quién es su proveedor?

Se dibujó en su mente una visión repentina, fugaz del sirviente que podía haber recibido el encargo de suministrar tales exquisiteces a un señor como el hechicero, y se apresuró a devolver el fruto a la fuente.

—Pruébala, sacerdotisa —insistió el discípulo sin un resquicio de jocosidad—. La hallarás deliciosa. La salud del
Shalafi
, poco firme, le impide tolerar la mayoría de los alimentos, obligándole a vivir casi exclusivamente de fruta, pan y vino.

—Sí —murmuró Crysania desviando, de modo involuntario, los ojos hacia la puerta—. Es una criatura muy frágil, ¿verdad? Y esos terribles espasmos de tos que padece… —El temor había cedido a la piedad.

—¿Tos? ¡Ah, sí, sus ataques de tos! —exclamó Dalamar. No continuó y, aunque no dejó de percibir lo singular de su actitud, Crysania estaba demasiado absorta en contemplar su entorno para detenerse a pensar.

El aprendiz permaneció unos segundos inmóvil, presto a atender cualquier requerimiento de su invitada, pero al ver que ésta no formulaba ninguno inclinó la cabeza y declaró:

—Si no necesitas nada más, señora, me retiraré. Tengo mis propios estudios que concluir.

—Por supuesto, no debes descuidar tus quehaceres ni preocuparte por mi bienestar. Me gusta esta alcoba —le aseguró Crysania, que al oírle había salido de su ensimismamiento con un respingo—. Tan sólo quiero saber si Raistlin es un buen maestro, si aprendes de sus enseñanzas —indagó. Ahora era ella quien escrutaba el rostro de su oponente.

—Es el mejor dotado de todos los miembros de nuestra Orden, sacerdotisa —contestó él con voz queda—. Es brillante, hábil, ponderado. Únicamente un ser puede equiparársele en la historia de los magos de Krynn: el poderoso Fistandantilus. Y hay que tener presente que mi
Shalafi
es aún joven, no sobrepasa los veintiocho años. Si vive, cabe en lo posible…

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