Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
—¿Si vive? —lo interrumpió la Hija Venerable, aunque al instante se arrepintió de haberse delatado a través de la nota de angustia que ribeteaba su pregunta. «No es nada malo exteriorizar cierta inquietud —se tranquilizó—, después de todo la vida constituye un don sagrado y él es una criatura de los dioses.»
—Nuestro arte está lleno de peligros, señora. Y ahora, si me disculpas, me aguardan mis obligaciones.
—Ve a cumplirlas.
Con una nueva inclinación de cabeza, Dalamar abandonó en silencio la estancia y cerró la puerta tras de sí. Mientras jugueteaba con la copa de vino Crysania se perdió en sus pensamientos, fijos los ojos en las danzarinas llamas. No oyó cómo giraba la hoja sobre sus goznes, si en realidad lo hizo. Su retorno al mundo lo motivó no un ruido, sino un contacto de unos dedos que rozaban su cabello. Cuando volvió la cabeza sus ojos descubrieron a Raistlin sentado, lejos de lo que cabía esperar, en una butaca de alto respaldo tras el escritorio.
—¿Lo hallas todo satisfactorio? —inquirió con su habitual cortesía.
—S-sí —titubeó la sacerdotisa a la vez que posaba la copa en el velador, deseosa de disimular el temblor de su mano—. Diría que satisfactorio no es la palabra idónea, resulta demasiado indefinida. Lo cierto es que este lugar, y también tu aprendiz, poseen un embrujo difícil de describir.
—Dalamar es un excelente discípulo —asintió el hechicero, juntando las yemas de los dedos y apoyándolas en la mesa.
—Tienes unas manos maravillosas —le alabó Crysania sin previa reflexión—. Tus dedos son delgados, flexibles, de una elegancia única. —Comprendiendo, de pronto, que se había dejado llevar por sus emociones, se sonrojó y comenzó a tartamudear—. Aunque supongo que se trata de uno de los requisitos impuestos por tu arte.
—Sí —corroboró el mago, con una leve sonrisa en la que la sacerdotisa creyó adivinar una irreprimible complacencia. Estiró las manos hacia la luz que proyectaban las llamas, y prosiguió—: Cuando era niño asombraba y deleitaba a mi hermano con los malabarismos que, ya entonces, sabía realizar.
Como si quisiera reforzar su explicación, extrajo una moneda de oro de los bolsillos secretos de su túnica y se la colocó en los nudillos para, sin esfuerzo aparente, hacerla bailar, girar y culebrear por el dorso de su mano. El objeto lanzaba irregulares destellos al asomar entre las falanges, hasta que trazó un arco en el aire y se desvaneció. Tras unos expectantes segundos, el dorado metal apareció en la otra mano del hechicero y el asombro arrancó una exclamación ahogada de Crysania. Alzó Raistlin la cabeza, y su espectadora vio cómo la sonrisa de sus labios se transformaba en una dolorosa mueca.
—Sí —afirmó—, el talento que latía en mi interior me servía para divertir a los otros niños y, en ocasiones, me salvaba de sus golpes.
—¿Te maltrataban? —La amarga punzada de aquel aserto había hecho mella en su oyente.
Tardó el mago en responder por estar absorto en los fulgores de la moneda, que todavía no había guardado. Al fin exhaló un hondo suspiro y reanudó su parlamento.
—Imagino tu infancia, si no estoy mal informado, en el seno de una familia rica. Seguramente te prodigaron amor, protección y atenciones, siempre dispuestos a darte cuanto pedías. Fuiste sin lugar a dudas una niña admirada, querida por cuantos te rodeaban.
Crysania no acertó a replicar, la atenazaba un sentimiento de culpabilidad.
—La mía fue muy diferente. —La mueca de sufrimiento pareció acentuarse aún más al aliviar los recuerdos en su mente—. Me apodaban «El Taimado» pues, pese a mi naturaleza enfermiza, era en extremo inteligente y esa cualidad contrastaba con la suprema estulticia de los otros. Sus ambiciones eran mezquinas, como por ejemplo la de mi hermano, cuyos pensamientos no iban más allá de su deseo de aguardar ansioso el plato que había de ponerse en la mesa. O mi hermanastra, convencida de que sólo mediante la espada alcanzaría sus objetivos más íntimos. Sí, era débil y me arropaban. Pero un día resolví que, antes o después, prescindiría de sus ridículos cuidados y me revestiría de mi propia grandeza mediante el más precioso de mis dones: mi magia.
Cerró el puño, su tez dorada palideció e, inesperadamente, comenzó a toser con aquellos violentos espasmos que convulsionaban su frágil cuerpo. La sacerdotisa se apresuró a levantarse, presa a su vez de un dolor inexplicable y ansiosa por socorrerlo, pero él le indicó mediante un inequívoco ademán que se sentara. Extrajo un pañuelo de su bolsillo y se limpió los labios ensangrentados.
—Y éste es el precio que pagué —declaró cuando pudo hablar de nuevo, más susurrante aún de lo habitual—. Destrozaron mis esencias vitales y me infundieron esta diabólica visión, que me obliga a contemplar la muerte de todo aquel que se ofrece a mis ojos. Sin embargo, debo reconocer que ha valido la pena, pues ahora tengo el poder que tanto anhelaba. Ya no les necesito, a ninguno de ellos.
—Pero ese poder del que te vanaglorias es maligno —lo increpó la mujer, apoyándose en el respaldo de su butaca y lanzándole una vehemente mirada.
—¿Lo es? —replicó él, recobrada la serenidad—. ¿Es mala la ambición? ¿Juzgas perverso el afán de supremacía, de controlar a los demás? Si eso es cierto, Crysania, temo que también tú podrías mudar tu albo atuendo por una Túnica Negra.
—¿Cómo te atreves? —se enfureció la sacerdotisa.
—No te disgustes —le rogó Raistlin, y se encogió de hombros—. No habrías luchado tanto para ascender hasta el rango que ocupas en la Iglesia si no te alentara la llama de la ambición, el ansia de poder. ¿Cuántas veces te has dicho a ti misma que estás predestinada a obtener grandes logros? Piensas que tu vida es diferente de las de los simples mortales, que no has de resignarte a permanecer sentada y observar el discurrir del mundo. Quieres formarlo, moldearlo, someterlo a tu voluntad.
Hipnotizada por el penetrante escrutinio del hechicero, Crysania no acertó a moverse ni a pronunciar una palabra. ¿Cómo podía conocer los entresijos de su mente, acaso era capaz de leer los secretos que con tanto celo guardaba en sus entrañas?
—¿Te consideras un ser perverso por alimentar ciertas aspiraciones? —repitió el mago sinuoso, insistente.
Despacio, la interpelada meneó la cabeza y, también lentamente, se llevó la mano a las palpitantes sienes. No anidaba en su ánimo la malevolencia, no tal como él la planteaba, pero algo no encajaba en su pretensión de beatitud. No podía reflexionar, su extrema confusión se lo impedía. La única idea que revoloteaba en su cerebro era: «¡Cuánto nos parecemos!»
Raistlin guardó silencio, en espera de que ella lo rompiera. Comprendiendo que tenía que manifestarse, la sacerdotisa engulló unos sorbos de vino a fin de ganar tiempo y ordenar su torbellino mental.
—Quizás abrigue los deseos a los que aludes —confesó en un alarde de valentía—, mas mis ambiciones no son tan egoístas. No busco favorecerme a mí misma, mi talento está encaminado a ayudar a mis congéneres, a la Iglesia que sirvo…
—¡La Iglesia! —la atajó él con una sonrisa burlona.
Al oírle, las brumas momentáneas de Crysania fueron reemplazadas por una gélida ira.
—Sí —contestó sintiéndose en terreno firme, arropada en el halo de su fe—. Fue el poder del Bien y de su más alto representante, Paladine, lo que expulsó a las fuerzas siniestras del mundo. Y yo intento perpetuar su obra en la medida de mis posibilidades.
—¿Al mencionar a las fuerzas siniestras te refieres quizás al Mal? —indagó Raistlin.
La dignataria parpadeó. Acababa de retornar a la realidad, se había abandonado a las emociones y era apenas consciente de su discurso.
—En efecto.
—El Mal en su forma más cruda, el sufrimiento, no se ha desvanecido de Krynn. —El mago no cedía en sus argumentos, no hacía la menor concesión.
—¡Por culpa de criaturas como tú! —vociferó Crysania fuera de sí.
—Te equivocas, Hija Venerable —persistió implacable su interlocutor—. No han sido mis actos los causantes de tanta desdicha. Mira. —La invitó a acercarse con una mano mientras, con la otra, revolvía una vez más en los bolsillos ocultos de su túnica.
Dominada por un súbito resquemor, Crysania decidió no moverse y contemplar desde su asiento el objeto que él le mostraba. Era una bola de cristal, donde bullía un torbellino multicolor similar al de las canicas de los niños. Montando un pedestal que yacía doblado en un rincón de su escritorio, Raistlin depositó sobre él la singular circunferencia, que a la sacerdotisa se le antojó insignificante en comparación con su ornamentado soporte. De pronto, la insigne espectadora ahogó un grito de sorpresa: ¡la bola estaba creciendo, o quizás era ella quien se encogía! No podía asegurarlo, pero resultaba innegable que la cristalina esfera había asumido el tamaño necesario para acomodarse en su pie.
—Asómate a su interior —le urgió el nigromante.
—No —rehusó ella, que se agitaba en su silla sin poder sustraerse a espiar la esfera—. ¿Qué es?
—Uno de los Orbes de los Dragones —esclareció Raistlin, prendidos sus ojos de los de ella—. Es el único que queda en Krynn. Tranquilízate, obedece mi mandato. Yo nunca permitiría que nada te dañase. Estudia las imágenes que se ocultan en sus recovecos, querida Crysania, a menos que la verdad te inspire sentimientos adversos.
—¿Cómo sé que sólo he de ver la verdad? —lo interrogó la sacerdotisa con un delator titubeo—. ¿Quién me dice que no va a desvelarme tan sólo lo que tú le ordenes, tergiversando los hechos?
—Si conoces el modo y las circunstancias en que fueron creados los Orbes de los Dragones recordarás que fueron el resultado de la labor conjunta de los magos de las tres Túnicas, la Blanca, la Negra y la Roja. No son instrumentos del Mal, ni tampoco del Bien. No son nada y lo son todo. Luces en tu cuello el Medallón de Paladine —comentó el hechicero con sarcasmo—, y te fortalece tu fe. ¿Podría yo inducirte a ver nada en contra de tu voluntad?
—¿Qué es lo que va a desplegarse ante mis ojos? —La curiosidad y una inefable fascinación atraían a la mujer hacia la mesa.
—Sólo aquello que ya has presenciado pero te has negado a interpretar en su auténtico sentido.
Raistlin extendió sus finos dedos sobre la bola de cristal, a la vez que recitaba unas frases de autoridad en un esotérico cántico. En un temeroso balbuceo, su acompañante inclinó el cuerpo sobre el escritorio y osó mirar el Orbe. Al principio no distinguió nada salvo unas volutas verdes de denso humo, mas pronto capturaron su atención unas manos. Retrocedió espantada, aquellos miembros parecían prestos a traspasar el cristalino obstáculo.
—No temas —la calmó el mago—. Es a mí a quien buscan.
En efecto, no había concluido estas palabras cuando los dedos que se dibujaban en la esfera se estiraron, rompieron el cerco para tocar sus manos. Se difuminó acto seguido la aparición y un abanico de vibrantes colores se arremolinó en el centro del objeto, mareando a Crysania con su luz cegadora. También estos vapores, no obstante, se disolvieron, y se perfiló algo más concreto en la neblina.
—Palanthas —confirmó la sacerdotisa sobresaltada. La ciudad entera surgió frente a ella entre las brumas del amanecer, esplendorosa cual una perla en su sublime belleza. Avanzó la urbe como si quisiera absorberla, o acaso una vez más era víctima de un espejismo y era su cuerpo el que se precipitaba. Antes de que descifrara el enigma se encontró sobrevolando el barrio antiguo, la muralla, la parte moderna que se extendía en círculos concéntricos como una prolongación de las primitivas edificaciones y avenidas. Destacaba entre las construcciones el Templo de Paladine, con su sagrado recinto más sereno y pacífico que nunca bajo los tempranos rayos solares. En su errabundo viaje, la sacerdotisa dejó atrás la sagrada morada para detenerse junto a una elevada pared.
—¿Qué es? —preguntó sin aliento al reparar en una angosta calleja que se insinuaba al otro lado de la tapia.
—¿Nunca la habías visto, pese a hallarse tan cerca de tus dominios?
—N-no —admitió turbada—. Esto no es lógico, he vivido en Palanthas desde que nací y conozco todos sus…
—Queda patente que no es así, señora —declaró Raistlin sin cesar de acariciar la cristalina superficie del orbe—. Tu ignorancia es mayor de lo que tú misma crees.
Crysania no pudo protestar. Al parecer sólo la verdad emergía de aquel ingenio, y debía aceptar que no identificaba la parte de la ciudad que ahora se ofrecía a su observación. Atestada de desperdicios, la calleja se le antojó lóbrega y ominosa. Los rayos del sol no acertaban a abrirse camino entre las casas que la flanqueaban, inclinadas como si carecieran de la energía suficiente para mantenerse erguidas. Tras reflexionar unos segundos, la sacerdotisa reconoció aquellos edificios. Los había visto en numerosas ocasiones, pero desde otro ángulo; se almacenaba en su interior toda suerte de objetos, tanto los excedentes de grano como las jarras resquebrajadas de vino y cerveza. Contemplando su fachada principal, sin penetrar en los laterales, se ofrecía a la retina una escena mucho más agradable. ¿Y quiénes eran las figuras que deambulaban por el sórdido pasadizo?
—Sus habitantes —explicó Raistlin pese a que la pregunta no había sido formulada—. Todos esos seres viven aquí.
—¿Dónde? —inquirió ella horrorizada—. ¿Y por qué han elegido semejante lugar?
—Se instalan donde pueden. Culebrean como lombrices hasta las hediondas entrañas de la urbe y se alimentan de sus putrefactos residuos. En cuanto al motivo, no tienen cabida en ninguna de las luminosas avenidas que surcan la próspera Palanthas.
—¡Pero eso es terrible! —se escandalizó Crysania, que no daba crédito a sus ojos—. Informaré a Elistan para que les busque cobijo y les dé dinero.
—Elistan está al corriente de la situación.
—¡Eso es imposible! —Crysania se excitaba más a cada instante.
—Y tú también. Quizá desconocieras la existencia de estos desamparados, pero no la de ciertos reductos en tu maravillosa ciudad que no pueden calificarse de placenteros.
—Te aseguro que no… —empezó a defenderse ella, si bien tuvo que enmudecer al asaltarle, como una oleada, recuerdos de cuando su madre ladeaba el rostro mientras paseaban en su carruaje por los arrabales y su progenitor se apresuraba a correr la cortinilla, o bien sacaba medio cuerpo a través de la ventana para indicar al cochero que cambiase el rumbo.
Se encendió la imagen en mil fulgores, se agitaron las nubes de humo y se evaporaron los contornos, dando paso a nuevas manifestaciones de patetismo que se sucedieron sin tregua, una tras otra. Ajeno a la agonía de su oponente, Raistlin se empecinaba en mancillar la perlífera faz de Palanthas con muestras de la negrura y corrupción que encerraban sus muros. Posadas donde reinaba el vicio, lupanares, tugurios de juego, los muelles… todos escupían su miseria y sufrimiento a la consternada Crysania. De nada le servía desviar la vista, no había cortinillas protectoras y, además, el despiadado hechicero la acercaba sin que pudiera eludirlo a los desesperados, los hambrientos, los enfermos y, en definitiva, a los olvidados.