El templo (17 page)

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Authors: Matthew Reilly

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: El templo
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Se alistó en el Ejército el día que terminó el instituto y nunca regresó a su casa. Mientras que el personal del colegio solo había visto en él a otro chaval tímido que había aprobado por los pelos el instituto, un sargento de reclutamiento veterano y astuto había visto una mente resuelta y brillante.

Doogie seguía siendo tímido, pero, gracias a su inteligencia, su fuerza de voluntad y la red de apoyo del Ejército, pronto se había convertido en un gran soldado. Había logrado con rapidez convertirse en soldado de las tropas de asalto y en un tirador de élite. Los boinas verdes y Fort Bragg habían sido lo siguiente.

—Supongo que me muero por un poco de acción —comentó Doogie mientras se acercaba a Reichart. Este estaba colocando en el lado oriental del foso un sensor AC-7V.

—No quiero que te hagas ilusiones —añadió Reichart mientras accionaba el sistema de imagen térmica activado por movimiento del sensor—. No creo que vaya a haber mucha agitación en este viaje…

El sensor de movimiento emitió un
bip
.

Doogie y Reichart se miraron.

Inmediatamente después se volvieron para escudriñar la zona que señalaba el sensor de movimiento.

Allí no había nada.

Tan solo una maraña de frondas de helechos y la selva, desierta. Escucharon en las proximidades el silbido de un pájaro.

Doogie agarró su M-16 y cruzó cauteloso por el puente de madera de la sección este del foso. Fue avanzando lentamente hacia la zona sospechosa.

Cuando llegó a las inmediaciones de la selva, encendió la linterna situada encima del cañón de su M-16.

Y entonces lo vio.

¡Vio el cuerpo brillante y moteado de la serpiente más grande que había visto en su vida! Era una anaconda de nueve metros, una serpiente monstruosa que se movía perezosa y sigilosamente por las ramas retorcidas de un árbol amazónico.

Era tan grande, pensó Doogie, que su movimiento debía de haber accionado el sensor de movimiento.

—¿Qué ocurre? —preguntó Reichart, que acababa de llegar a su lado.

—Nada —dijo Doogie—. Solo era una serp…

Y entonces Doogie se giró de nuevo hacia la serpiente.

La serpiente no podía haber accionado el sensor de movimiento. Tenía la sangre fría y el sensor de movimiento funcionaba con un sistema de imágenes térmico. Recogía señales de calor.

Doogie alzó de nuevo su arma y apuntó la linterna al suelo de la selva.

Y esta vez se quedó helado.

Había un hombre delante de él, tumbado sobre la maleza empapada.

Estaba tumbado boca abajo y miraba a Doogie a través de una máscara de hockey negra, a menos de nueve metros de distancia. Su camuflaje era tan bueno que apenas si se le podía distinguir entre la maleza.

Pero Doogie ni siquiera se había percatado del camuflaje del hombre.

Sus ojos estaban fijos en el subfusil MP-5 con silenciador que sostenía y apuntaba directamente al puente de la nariz de Doogie.

El hombre levantó lentamente su dedo índice hasta los labios de la máscara, indicándole que no gritara y, mientras lo hacía, Doogie vio a otro hombre idéntico tumbado a su lado; y después a un tercero, a un cuarto y a un quinto.

Tenía a todo un grupo de oscuros espectros a su alrededor.

—¿Qué coño…! —exclamó Reichart al ver a aquellos soldados tumbados ante ellos. Fue a coger su arma, pero, cuando escuchó cómo los veinte quitaban el seguro de las suyas, se lo pensó mejor.

Doogie cerró los ojos indignado.

Debía de haber al menos veinte hombres escondidos en la maleza, ante sus propios ojos.

Negó con la cabeza lamentándose.

Reichart y él acababan de perder el pueblo.

—«La muerte asoma dentro» —Nash frunció el ceño mientras miraba la roca colocada delante del portal del templo.

Race estaba a su lado, observando las imágenes talladas en los muros de piedra del templo, aquellas terribles escenas de felinos monstruosos y de gente agonizando.

—Lo cierto es que es más literal si cabe —dijo girándose hacia él—. Sería más bien «la muerte acecha dentro».

—¿Y lo escribió Santiago? —preguntó Nash.

—Eso parece.

El capitán Scott apareció en ese preciso momento.

—Señor, tenemos un problema. No puedo contactar con Reichart.

Nash no se volvió cuando Scott se dirigió a él; siguió con la mirada fija en el portal.

—¿Interferencias por las montañas?

—No hay problemas con la señal, señor. Reichart no responde. Algo no va bien.

Nash frunció el ceño.

—Están aquí… —murmuró.

—¿Romano? —preguntó Scott.

—Maldita sea —dijo Nash—. ¿Cómo han podido llegar tan rápido?

—¿Qué hacemos?

—Si están en el pueblo, saben que estamos aquí.

Nash se giró y miró a Scott.

—Llame a la base en Panamá —ordenó—. Dígales que pasamos al plan B y que tenemos que dirigirnos a las montañas. Dígales que establezcan comunicación por radio con el equipo de apoyo aéreo y que dé instrucciones a los pilotos para que se dirijan aquí con nuestras balizas portátiles. Vamos. Tenemos que darnos prisa.

Lauren, Copeland y un par de boinas verdes se apresuraron a colocar unos explosivos plásticos de composición C2 en la roca que bloqueaba la entrada al portal.

El C2 es un tipo de explosivo plástico suave y fácilmente detonable que emplean los arqueólogos de todo el mundo para hacer explosionar las obstrucciones y obstáculos en estructuras antiguas sin que los edificios se vean afectados.

Todos se pusieron inmediatamente manos a la obra menos Nash, que decidió investigar la zona situada tras el templo, por si hubiera alguna otra forma de entrar. Como Race no tenía nada que hacer, fue con él.

Los dos rodearon el templo, siguiendo un sendero de piedra que bordeaba el tabernáculo como si de un balcón sin barandilla se tratara, hasta llegar a la parte trasera de la estructura cuadrangular.

Llegaron a la parte trasera de la construcción y vieron un terraplén embarrado que descendía de forma abrupta hasta el mismo borde de la cima de la torre en que se encontraban.

Ya en la cima de aquella colina embarrada, Race observó la disposición de los bloques rectangulares que componían el sendero que se encontraba bajo ellos.

Entre los bloques vio una piedra muy extraña.

Era redonda.

Nash también la vio, así que los dos se inclinaron para verla mejor.

Debía de tener unos setenta y cinco centímetros de diámetro, la anchura de un hombre con unas buenas espaldas, y yacía pegada a la superficie del sendero. A Race le dio la sensación como si la hubieran encajado perfectamente en el agujero cilíndrico del centro del sendero, un agujero que había sido tallado en los bloques de piedra cuadrangulares dispuestos alrededor.

—Me pregunto para qué lo usarían —dijo Nash.

—¿Quién es Romano? —preguntó Race, pillándolo totalmente desprevenido.

Race recordaba que Nash le había dicho antes que un equipo de asesinos alemanes había matado a aquellos monjes en el monasterio de los Pirineos; recordaba la foto que Nash le había enseñado con el jefe de ese grupo de asesinos, un hombre llamado Heinrich Anistaze.

Pero Nash no había mencionado en ningún momento a nadie que se llamara Romano. ¿Quién era y qué hacía en el pueblo? Y, lo que era más importante, ¿por qué huía Nash de él?

Nash lo miró con dureza. Su expresión se ensombrecía por momentos.

—Profesor, por favor…

—¿Quién es Romano?

—Discúlpeme —dijo Nash. Pasó a su lado rozándolo y se dirigió de nuevo a la parte delantera del templo.

Race negó con la cabeza y lo siguió a una distancia prudente. Cuando llegó a la fachada del templo se sentó en uno de sus escalones de piedra.

Estaba tan cansado. Tenía la mente embotada. Ya eran más de las nueve y, después de viajar durante casi doce horas, estaba exhausto.

Se recostó contra los peldaños del templo y se tapó con su
parka
del ejército. Una fatiga repentina e irrefrenable se apoderó de él. Recostó la cabeza contra los fríos peldaños de piedra y cerró los ojos.

Cuando los cerró, sin embargo, escuchó un ruido.

Era un ruido extraño. Un chirrido muy fuerte.

Era rápido, insistente, casi irritante, pero a su vez extrañamente amortiguado. Parecía provenir del interior de las piedras sobre las que había recostado la cabeza.

Race frunció el ceño.

Parecía el sonido de las garras al rozar la piedra.

Se incorporó de inmediato y miró al lugar donde se encontraban Nash y los demás.

Se le pasó por la cabeza comentárselo, pero no tuvo oportunidad porque, en ese momento, en ese preciso momento, dos helicópteros de ataque aparecieron por entre el velo de lluvia que se cernía sobre la torre de piedra; las palas del rotor del helicóptero bramaron y los haces de luz de su foco iluminaron la parte superior de la torre.

En ese mismo instante, una serie de disparos ensordecedores resonaron a su alrededor; algunos de ellos impactaron en los muros de piedra, a escasos centímetros de la cabeza de Race.

Race corrió a protegerse tras la esquina del templo. Se dio la vuelta justo a tiempo para ver a un pequeño ejército de siluetas vagas e imprecisas surgir de la línea del arbolado, justo al final del claro. Sus armas escupían lenguas de fuego cual espectros en la oscuridad.

Tercera maquinación

Lunes, 4 de enero, 21.10horas

Race se cubrió la cabeza cuando otra ráfaga de disparos golpeó fuertemente en el muro de piedra contiguo.

Y, de repente, vio cómo por encima de su cabeza comenzaron a estallar más y más disparos. La persona que los efectuaba tenía que estar muy cerca de él.

Race abrió los ojos, alzó la vista y se encontró con el foco de uno de los helicópteros. Entrecerró los ojos, pero aun así la luz cegadora le impedía ver nada.

Se protegió los ojos con el antebrazo y poco a poco fue recuperando la vista. Fue entonces cuando se dio cuenta de que los disparos provenían de alguien que estaba encima de su propio cuerpo inmóvil en el suelo.

Era Van Lewen, su guardaespaldas.

Estaba defendiéndolo con su M-16.

Justo entonces, uno de los helicópteros de ataque rugió. Las palas del rotor golpearon el aire con fuerza mientras el foco seguía fijo en la cima de la torre. El helicóptero levantó la tierra embarrada alrededor de Van Lewen con los disparos de sus cañones laterales. El tremendo ruido de estos ahogó el estrépito de los disparos que se estaban produciendo en la cima de la torre.

Por el auricular de Race podían escucharse los gritos frenéticos de su equipo:

—No puedo ver de dónde…

—¡Son demasiados!

De repente se escuchó la voz de Nash:

—¡Van Lewen, alto el fuego! ¡Alto el fuego!

Un segundo después, Van Lewen dejó de disparar y con ello cesó la batalla. En la extraña quietud que le siguió, bañado por la luz blanca de los dos helicópteros de ataque que rodeaban la cima de la torre, Race vio que él y sus compañeros estaban completamente rodeados por al menos veinte hombres, todos ellos vestidos de negro y provistos de metralletas.

Los dos helicópteros de ataque comenzaron a planear sobre el claro situado delante del templo, iluminándolo con sus poderosos focos. Eran helicópteros de asalto AH-64 Apache.

Las siluetas comenzaron a salir lentamente del follaje.

Todos ellos iban fuertemente armados. Algunos de ellos llevaban subfusiles MP-5 fabricados en Alemania; otros llevaban fusiles de asalto Steyr-AUG de última generación.

Race se sorprendió al darse cuenta de que era capaz de identificar todas las armas que tenía ante él.

La culpa la tenía Marty.

Además de ser ingeniero de diseño de la DARPA y el fan más pesado habido y por haber de Elvis Presley (todos sus números pin y las contraseñas de sus ordenadores tenían el mismo número: 53310761, su número de soldado en el ejército estadounidense), el hermano de Race era también una enciclopedia andante en lo que a armas se refería.

Ya desde pequeñitos (y hasta la última vez que había visto a su hermano hacía nueve años), cada vez que iban a una tienda de deportes, Marty era capaz de identificar para su hermano pequeño cada modelo, marca y fabricante de las armas que se exponían en la sección de armas de fuego. Lo extraño era que, gracias a los incesantes comentarios de Marty, Race ahora también podía identificarlas.

Parpadeó para volver al presente y volvió a posar su vista sobre la falange de soldados que tenía a su alrededor.

Todos ellos iban vestidos de negro: ropa de combate color negro azabache, cinchas color negro azabache, botas y guantes negro azabache…

Pero lo más chocante de sus uniformes eran sus rostros. Todos y cada uno de los soldados llevaban una máscara de hockey de porcelana sobre su rostro, una máscara negra carente de expresión que les tapaba toda la cara, a excepción de los ojos. Con ellas los soldados parecían fríos e inexpresivos, inhumanos, casi robóticos.

Justo entonces, uno de los soldados enmascarados se acercó a donde se encontraba Van Lewen y le arrebató su M-16 y el resto de sus armas a toda prisa.

A continuación, aquel hombre vestido de negro se agachó hacia Race y le sonrió a través de su máscara amenazadora.


Guten Abend
—dijo irónicamente antes de tirar bruscamente de Race para que se incorporara.

La lluvia caía sin cesar.

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