Hacía mucho tiempo había advertido que algo le estaba pasando a Volodya Lártsev. Al principio intentó apartar de sí los inquietantes pensamientos, buscando la justificación a los evidentes errores del compañero en la reciente tragedia que éste acababa de vivir y confiando sinceramente en que, además de él, nadie más se diera cuenta de sus meteduras de pata. Pero después de hablar con Kaménskaya, que llamó a cada cosa por su nombre en voz alta y sin vacilar, Olshanski sintió cierta desazón, aunque Anastasia se había mostrado dispuesta a «parchear» los problemas. Konstantín Mijáilovich le estaba agradecido por esto. Pero a medida que pasaban los días se le hacía cada vez más cuesta arriba callar y fingir que nada había ocurrido.
La gota que desbordó el vaso de su paciencia fue la llamada del coronel Gordéyev, quien le rogó abstenerse de solicitar al fiscal una prórroga para la instrucción y, en lugar de esto y a pesar de que había hipótesis viables y claros indicios de culpabilidad de un implicado, dar un frenazo al caso del asesinato de Victoria Yeriómina. Hacía muchos años que Olshanski conocía a Gordéyev y comprendía que detrás de tal petición de Víctor Alexéyevich habría razones muy, pero que muy graves que no se debía discutir por teléfono. En otras circunstancias, tal vez le habría exigido aclaraciones y argumentos de peso… Pero no ahora. Tenía miedo de que la conversación tomase un cariz demasiado «profundo» y recalase en los primeros días de la instrucción, es decir en la chapuza de Volodya. No, Konstantín Mijáilovich no tenía ánimo de afrontar esta cuestión, pues su amistad con Lártsev no era ningún secreto ni para el coronel ni para sus subalternos. De manera que iba a tener que disimular, hacer ver que no se había percatado de nada y con esto dar fe de su propia insolvencia profesional, o si no, buscar alguna excusa al hecho de haber hecho la vista gorda a la negligencia del comandante Lártsev. Por todas estas razones, Olshanski se limitó a suspirar y a darle a Gordéyev una respuesta sobria:
—Me basta con sus palabras, goza de mi absoluta confianza. Haré público el auto el primer día laborable del nuevo año, ya que el 3 de enero vence el plazo de los dos meses. ¿Le parece?
—Gracias, Konstantín Mijáilovich, haré todo lo que esté en mi mano para no dejarle en mal lugar.
El juez de instrucción colgó, arrojó con enfado las gafas sobre la mesa y se cubrió los ojos con las manos. Le hubiese gustado saber si Kaménskaya había compartido sus observaciones con sus superiores. Ojalá que no. ¿Y si lo había hecho? Entonces, el taimado de Gordéyev, ese viejo zorro, le habría dado a Olshanski, como se decía popularmente, gato por liebre. El coronel era muy consciente de que las chapuzas de Lártsev le tapaban la boca y de que no se atrevería a cuestionar su decisión, de forma que ahora tenía carta blanca para hacer con el caso de Yeriómina lo que le saliera del alma sin temer a que el juez le parase los pies. ¿Pero qué era, exactamente, lo que se proponía el Buñuelo? ¿Y si, conociendo como conocía el talante apocado del juez de instrucción, le había pedido algo que no tenía nada que ver con los intereses de la justicia? Eran tan diferentes el coronel Gordéyev y el consejero de justicia mayor Olshanski. Gordéyev creía ciegamente en la profesionalidad y la honradez del juez. Konstantín Mijáilovich, por su parte, no creía a nadie y no confiaba en nadie, llevaba grabada en su mente la convicción de que el hombre más recto, el especialista más competente sólo era un ser humano, y no una máquina pensante ajena a las emociones y enfermedades.
«Dios mío, el pelo se le ha vuelto completamente blanco desde que murió Natasa», pensó Olshanski observando a Volodya Lártsev, que charlaba animadamente con Nina y sus hijas. Nina Olshánskaya mimaba mucho a Lártsev desde que se había quedado viudo; durante las vacaciones escolares, si llevaba fuera a sus propias hijas, se preocupaba de que Nadiusa la acompañara, le invitaba cada poco a cenar o a compartir comidas dominicales, le ayudaba a conseguir artículos difíciles de encontrar en las tiendas. A veces decía en broma: «Ahora tengo un marido y medio, y tres hijas.»
—¿Por qué uno y medio, y no dos? —preguntó Konstantín Mijáilovich cuando se lo oyó decir por primera vez.
—Porque Volodya no da de sí para ser un marido completo: yo cuido de él, pero él de mí nada —se rió su mujer.
Ahora, mientras miraba a su mujer y a su amigo, que parecían haberse olvidado de él, luchaba por reunir el valor necesario para pronunciar la primera frase en cuanto Nina saliese de la cocina. Al final, ésta se fue a hacer una llamada, Konstantín Mijáilovich respiró hondo y formuló su pregunta:
—¿Te encuentras bien, Lártsev?
Dios sabía cuánto esperaba Olshanski ver asomar a la cara del amigo una divertida perplejidad, escuchar su breve risa, tan familiar, y una respuesta burlona. Pero Volodya entornó los ojos, que en ese momento parecieron helarse, y las esperanzas del juez se desvanecieron en el acto.
—¿A qué viene esa pregunta, Kostia? Hace ya un año y pico que no estoy bien y tú lo sabes.
—No me refería a esto.
—¿A qué entonces? ¿A qué te referías?
—Has empezado a cumplir mal con tu trabajo. Perdona que te lo diga, Volodka, lo entiendo todo pero esto no puede seguir así…
—¿Esto? ¿El qué?
Durante su larga carrera judicial, Olshanski había realizado tantos interrogatorios que no necesitaba continuar la conversación. Todo estaba claro. Lártsev no se justificaba, no se enzarzaba en explicaciones sino que contestaba a preguntas con otras preguntas, obviamente para salirse por la tangente y, por otra parte, averiguar qué era lo que sabía su amigo Kostia. El juez de instrucción lanzó un amargo suspiro. Así que no se trataba de una simple negligencia sino de algo mucho más gordo. Al parecer, Volodya había mordido cierto anzuelo.
—Escucha, si no te apetece hablar, es asunto tuyo. Por supuesto que me sabe mal que quieras ocultarme algo pero…
—Pero ¿qué? —insistió Lártsev con frialdad.
—Te vas a meter en un lío gordo.
—¿Por qué?
—Porque antes se coge a un mentiroso que a un cojo, y tus mentiras saltan a la vista en cada protocolo que has firmado, en cada documento. ¿Qué te has creído? ¿O es que me has perdido todo el respeto para pensar que no me daría cuenta?
—Conque te has dado cuenta. —Lártsev esbozó una leve sonrisa y sacó un cigarrillo.
—Imagínate, me he dado cuenta. Aunque durante mucho tiempo he estado disimulando, haciendo la vista gorda. Pero esto no puede seguir así.
—¿Por qué? —quiso saber Lártsev buscando el cenicero en un estante.
«Qué demonios pasa aquí —pensó Konstantín Mijáilovich—, no soy yo quien le hace preguntas sino que él me las hace a mí. Y a todo esto, no le tiembla el pulso, parece una estatua de piedra, mientras que yo estoy sudando hielo, casi ni me tengo en pie de los nervios.»
—Porque ahora se ha dado cuenta alguien más.
—¿Quién?
—Kaménskaya. Ha vuelto a interrogar a todos los testigos. ¿Lo sabías? Empleaste diez días en hacer tus chapuzas, y ella otros diez en deshacerlas. Y todo esto no ha servido apenas de nada porque las declaraciones testificales prestadas veinte días después de los hechos no se parecen en nada a las que se toman en caliente. ¡Y quién lo sabrá mejor que tú! Como resultado, se han perdido veinte días de los sesenta que se conceden para la instrucción preliminar del caso. ¿Tienes algo que decirme al respecto?
En la cocina se instaló el silencio. Olshanski, de pie junto a la ventana, se había vuelto de espaldas y sólo oía cómo Volodya expulsaba el humo de tarde en tarde. Se giró y, pasmado, se quedó mirando a Lártsev, quien le dirigía una sonrisa radiante.
—¿Te parece divertido? —le preguntó Konstantín Mijáilovich cejijunto.
—Mucho —asintió Volodya—. Gracias, Kostia. Gracias por decírmelo. Lástima que no lo hayas hecho en seguida. ¿A qué esperabas?
—No ha sido fácil decidirme. ¿Por qué me das las gracias?
—Un día lo sabrás. ¡Ninula! —gritó Lártsev—. Cuelga ya el teléfono, ven aquí, tenemos que brindar por tu marido, por Kostia. ¡Es un tío fenomenal!
Kostia, el «tío fenomenal», experimentaba decepción y alivio al mismo tiempo. Por supuesto, estaba contento porque Lártsev no se había enfadado, ni había intentado desmentirle o responderle de malos modos, con groserías (aunque Olshanski era consciente de que en materia de groserías le ganaba a cualquiera, por lo que no temía que rebasase las normas convencionales de la comunicación). Pero lo malo era que, aunque no le dijo que no, tampoco le dijo que sí, ni siquiera que tal vez. Había preferido tomarlo todo a broma, cosa que hizo con un regocijo nada fingido. Y Olshanski sabía distinguir entre una sonrisa sincera y otra forzada. ¿Qué le pasaba a Volodya Lártsev?
Nadia Lártseva, de once años de edad, era una niña obediente y muy capaz de valerse por sí sola. Se había estrenado en el desempeño de las funciones de la «señora de la casa» cuando su mamá estuvo ingresada durante varios meses en la clínica. Fue entonces cuando Nadiusa, que en aquella época tenía ocho años y sólo había salido a la calle asida a la mano de mamá, escuchó por vez primera a papá sermonearla sobre las reglas de seguridad personal. Cuando mamá murió, la niña se acostumbró pronto a estar sola en casa y a resolver sus problemas sin ayuda de nadie. En el fondo se consideraba adulta y le molestaba muchísimo que su padre siguiera dándole la lata con sus advertencias contra los extraños, a los que no debía contestar nunca si le hablaban en la calle y, sobre todo, no aceptar de ellos ningún regalo ni acompañarles a ninguna parte, por más cosas maravillosas que le prometiesen. «Pero si esto está más claro que el agua —se indignaba Nadia para sus adentros cada vez que el padre volvía a machacarle lo mismo—, ¿o es que cree que soy tonta?»
Abandonada a su suerte durante días enteros, Nadia no se tomaba muchas molestias con los deberes del colegio pero, en cambio, había leído un montón de libros de adultos, con preferencia novelas policíacas, que en su momento Lártsev había comprado en grandes cantidades para su mujer, cuando la enfermedad la obligó a permanecer en casa. Estos libros le habían enseñado qué clase de desgracias les ocurrían a niños excesivamente confiados, y se mantenía alerta, repasando en su mente, a todas horas y sin cansarse, las reglas que el padre le había enseñado: no entrar sola en el portal sino esperar a que se acerque uno de los vecinos cuya cara le resulte familiar; no caminar junto a la calzada; no meterse en calles desiertas; no contestar a intentos de entablar conversación; si algo le ocurriese en la calle, por ejemplo, un hombre desconocido se pusiese pesado haciéndole preguntas y la siguiese, de ninguna forma ir a casa sino entrar en la tienda de alimentación más próxima a su bloque de viviendas, esperar allí hasta que apareciera algún vecino de la escalera y pedirle que la acompañara, etcétera. Las reglas eran muchas y casi todas le parecían perfectamente razonables, al menos cuando papá se las explicaba. Todas excepto, tal vez, unas cuantas. Por ejemplo, no acababa de comprender qué tenía de malo aceptar regalos de desconocidos. Por más que Lártsev se empeñaba en aclarárselo —por un lado, al aceptar un regalo se sentiría en deuda con el que se lo había ofrecido y le costaría contestar con un no rotundo si éste le pidiese lo que fuera, y por otro, un hombre malo o una mujer mala podían colocar algo en ese regalo, por ejemplo, dinero o una sortija con diamantes, y en este caso papá tendría serios disgustos—, todo era en balde.
—No lo entiendo —le contestaba la hija con sinceridad—. Haré lo que me dices pero no lo veo claro.
Esa tarde, en vísperas de las fiestas de fin de año, Nadia regresaba a casa después de pasar unas horas con una compañera de colegio. Juntas habían paseado, habían ido al cine y luego habían tomado té y unas empanadas riquísimas que había hecho la abuela de la compañera. En diciembre oscurecía pronto, y a las cinco y pico, cuando la niña salió a la calle, ya era noche cerrada. Delante del portal de su amiguita estaba aparcado un coche de color verde oscuro. La oscuridad no permitía distinguir el color pero Nadia lo había visto antes, de día, cuando ella y Rita volvían del cine…
Entonces el coche estaba aparcado a mitad de camino entre el cine y la tienda de calzado, y Nadia se fijó en él porque detrás de la luna trasera, apoyada contra el cristal, había una Barbie maravillosa, enorme y rubia, el sueño de todas las niñas que conocía. Nadia y Rita se pararon. Para ir a casa de los Lártsev había que seguir recto pero si Nadia quería acompañar a Rita, tenía que torcer a la derecha.
—Creo que me voy a casa —dijo Nadia indecisa, manoseando frioleramente los picos del cuello de su anorak violeta y dando tirones a la bufanda.
En realidad, volver al piso vacío no le apetecía nada pero esperó educadamente a que su compañera la invitase.
—Déjate de tonterías —contestó despreocupadamente Rita, una niña alta y desgarbada, cuyas mejores notas eran aprobados, y que no reconocía las palabras «tener que»—. Vamos a mi casa. Hoy la abuelita hace empanadas. Anda, ven conmigo, al menos comerás algo bueno por una vez.
—Le he prometido a papá que después del cine volvería a casa en seguida. Se enfadará —se resistió Nadia a sí misma, sin ganas.
Últimamente, una buena comida casera, buena de verdad, era una rareza en su casa: el padre no sabía cocinar y ella tampoco. Mientras vivía mamá… Además, las empanadas de la abuela de Rita eran famosas entre todas las compañeras de la clase. Eran unas auténticas obras de arte.
—¡Déjate de tonterías! —repitió Rita; era su frase favorita—. Le llamarás y le dirás que estás conmigo. Si hace falta, la yaya hablará con él. Mira, si son las tres solamente. Venga, vamos.
Y Rita, altísima para su edad, le pasó a su amiga un brazo por los hombros con gesto protector.
Las niñas doblaron la esquina y en ese momento Nadia vio con el rabillo del ojo a la Barbie rubia. El coche pasó lentamente a su lado, doblando a la derecha también y se detuvo antes de llegar al cruce, detrás del cual había primero un edificio de cinco plantas y luego otro de dieciséis, en el que vivía Rita. Por un momento, un mal presentimiento le encogió a Nadia el corazón pero, al fin y al cabo, no estaba sola sino acompañada de una amiga, e iban juntas a su casa, donde las esperaba su abuela. Cuando ella, Nadia, saliera para volver a casa, el coche ya se habría marchado. Por algún motivo la niña estaba absolutamente convencida de que así sería…