El coche oficial, por otra parte, está esperando en la puerta, de manera que el expediente no viajará por la vía habitual de mensajería castrense, que suele remolonear, sino que llegará a su destino al instante. Los nuevos superiores firmarán la orden sin dilación y el candidato rival no tendrá tiempo de apuntarse al juego… Los que trabajaban en los departamentos de personal disponían de muchas argucias y oportunidades, y Arsén llevaba muchos años haciendo uso de ellas y contemplando con fruición los espectáculos interpretados a partir de los guiones que él había redactado. No perseguía ni deseaba un placer mayor en la vida. Por ello, al asumir nuevas funciones, tampoco anheló ni la fama ni el vil metal. Compartió plácidamente su creación con sus ayudantes más directos. Antes de proceder al reparto, estuvo reflexionando largamente sobre el trozo del pastel que dejaría para sí, y eligió la DGI de Moscú. No sabría decir por qué. La palabra «Petrovka» ejercía sobre él un extraño hechizo, evocaba el romanticismo de su juventud. Había que ver esto. En toda la inmensidad del país sólo había cuatro direcciones o, mejor dicho, cuatro organismos que cualquier habitante de la multimillonaria URSS conocía no sólo por su nombre sino también por sus señas. El Kremlin, la Plaza Vieja
[11]
, la Lubianka y Petrovka. Eran cuatro direcciones sagradas, cuatro símbolos del poder, pujanza y sabiduría universal. El Kremlin y la Plaza Vieja no le concernían, en cuanto a la Lubianka, la frecuentaba a diario. Así fue como Arsén se hizo cargo de las relaciones criminales con los funcionarios de Petrovka, 38 y siguió ocupándose de ellas cuando la URSS se desmoronó. Todo el mundo se olvidó de la Plaza Vieja; el Kremlin perdió su reclamo mágico; la Lubianka se cubrió de ignominia inextinguible, su plantilla fue primero reducida, luego, sacada al poste de la vergüenza, más tarde, reformada y, finalmente, borrada de la faz de la tierra, y se inventaron nuevos nombres para tapar sus restos mortales. El encanto de Petrovka, en cambio, había sobrevivido… No, Arsén no se había equivocado, hizo buena elección en su día…
Después de su cita nocturna con Serguey Alexándrovich, Arsén dio la orden de seguir a Bondarenko, por si acaso. Aunque de creer las informaciones de Grádov, nada anunciaba una desgracia, en su interior Arsén siempre estaba preparado para lo peor. Por eso, cuando le comunicaron que a primera hora de la mañana Bondarenko había regresado a casa en un coche conducido por Andrei Chernyshov, comprendió en seguida que Kaménskaya le había dado esquinazo. Al primer pronto intentó calcular dónde pudo haber pasado el día anterior y de qué le había dado tiempo enterarse. Y sólo entonces, de golpe, se acordó de Kartashov.
Resultaba que Kartashov no había ido a la redacción de la revista Cosmos porque hubiese encontrado la nota sino porque le había mandado allí esa mosquita muerta. ¿Cuál era la conclusión? La conclusión era que no existía ninguna nota, que todo había sido una trampa, cuya finalidad era pillar a todos los interesados en borrar el rastro de la oscura historia.
Arsén no recibió el comunicado sobre el encuentro de Bondarenko con el detective Chernyshov hasta última hora de aquel día. Cuando estaba organizando el sistema de comunicaciones de su organización, Arsén se enfrentó con un problema nada sencillo: ¿a qué debía dar prioridad, al hermetismo o a la rapidez de acceso a la información? Tras una larga reflexión optó por el hermetismo. El sistema de comunicaciones y de transmisión de datos era sencillo y seguro pero requería buena memoria y una gran precisión. Era cierto que a veces esto significaba que las noticias llegaban con algún retraso. Y qué, reflexionó, todo tiene su precio, ya que en este mundo no hay sitio para la perfección.
Arsén ya estaba enterado de que, por algún inexplicable motivo, el truco del teléfono de Kaménskaya no había funcionado. Por otro lado, teniendo en cuenta los nuevos datos sobre el encuentro de Bondarenko con Chernyshov, aquello ya no tenía importancia. Sin embargo, le dio que pensar. Primero, había fracasado en su intento de encontrar la nota en el piso de Kartashov. El propio Kartashov les brindó una explicación perfectamente razonable, y no había motivos para culpar al hombre del departamento de Gordéyev de haberles proporcionado informaciones sin contrastarlas antes. Luego, nada menos que al día siguiente, otro hombre, que también trabajaba en Petrovka, les suministró resultados erróneos de la comprobación de la presencia de Kaménskaya en la clínica. Y ahora se producía esa historia con el teléfono, que carecía de explicación posible. Tres fallos de tres hombres diferentes, tres fallos prácticamente simultáneos. Uno de los tres era un traidor, no le cabía duda. Pero ¿cuál de ellos?
Sin pérdida de tiempo, Arsén acudió a ver al tío Kolia. Como era su costumbre, empezó dando rodeos y luego, con suavidad, condujo la conversación hacia la cuestión clave.
—¿Recuerdas comprobar si te siguen?
—Sí.
—¿Controlas a tus chicos?
—¿A qué viene esto? —torció el gesto el tío Kolia—. En los dos años no he pinchado ni una vez.
—No has pinchado pero pincharás —masculló agoreramente Arsén—. Ya llevan siguiéndote dos días. Lo mismo que a tu chaval, aquel que no pudo encontrar la nota en casa de Kartashov.
—¿A Saniok?
—Tú sabrás mejor que yo a quién mandaste allí. ¡Cómo has podido bajar la guardia hasta este punto, Chernomor de pacotilla! Por culpa de tu negligencia…
—No le comprendo —le interrumpió calmosamente el tío Kolia—. Si lo sabía, ¿por qué no me avisó en seguida? Pero si ni usted lo sabía, entonces no entiendo cómo puede reprocharme nada. Creo que habíamos acordado un reparto de tareas. Nosotros seguimos sus indicaciones y usted nos garantiza la seguridad… Y deje de bufarme. Después de dos condenas en los campos esto no me impresiona.
En su fuero interno, Arsén tuvo que conceder al menos parte de razón a su interlocutor. Era cierto, el tío Kolia no respondía de la seguridad, que era de la incumbencia de Arsén. ¡Pero la dejadez debía tener algún límite! Al fin y al cabo, un mercenario no podía confiarse por completo a los cuidados de un padrino, que le iría detrás limpiando las porquerías que dejaba a su paso.
—No eres quién para indicarme qué es lo que sé y qué tengo que hacer —respondió Arsén secamente—. Eres un inútil si no te has dado cuenta de que tu chaval juega a dos barajas.
—¿Por qué lo dice? —el asombro del tío Kolia no era fingido.
—Porque, amigo mío, le ha sido demasiado fácil salir del piso de Kartashov. Había entrado en casa ajena, le contó al dueño un montón de mentiras y se fue de allí de rositas, sin haber hecho nada de lo que se le había ordenado. Al día siguiente resulta que el dueño, de buenas a primeras, se pone a indagar justamente sobre aquello de que habla la nota. ¿No te da que pensar?
—Vamos a ver, ¿qué insinuaciones son éstas? —preguntó el tío Kolia, que hacía esfuerzos por no levantar la voz.
—Son insinuaciones de que tu mozalbete se ha ido de la lengua. Y una de dos, o bien lo sabes y quieres encubrirle, es decir me engañas a mí y a Serguey Alexándrovich, tu amigo del alma, o bien eres un completo idiota y has dejado que un mocoso te tome el pelo. En cualquiera de estos dos casos te mereces un castigo.
—Es curioso cómo lo presenta. ¿Y qué me dice de su hombre, aquel que le había comunicado que Kartashov estaba de viaje? ¿Piensa castigarle a él también? ¿O le basta con tenerme a mí de cabeza de turco?
—No te preocupes de mi hombre. Tú debes responder de ti y de tus chicos. A partir de hoy no habrá más encuentros. Nos comunicaremos sólo por teléfono y sólo con un filtro doble. Mañana por la mañana voy a comprobar si tu teléfono está intervenido; por si acaso, de momento será mejor que no lo utilices.
—Venga, Arsén, menos lobos, ¿vale? ¿Por qué diablos va a pinchar nadie mi teléfono?
—Porque mucho me temo que a tu chaval le pusieron un rabo en el momento en que salió del piso de Kartashov. Y tú ni siquiera crees oportuno asegurarte de que no te siguen, ni que fueras un ángel sin mácula. Bueno, considera que te he dado el repaso, ahora hablemos de negocios.
El tío Kolia escuchó con atención, sin distraerse, sin hacer preguntas superfluas. Por un lado, a Arsén le parecía de perlas, no aguantaba tener que explicar sus ideas y contestar a las preguntas. Pero por otro, la docilidad del tío Kolia, dispuesto a cumplir a rajatabla todo lo que se le decía, sin molestarse en entender el sentido último de la orden, le daba mala espina. Sin captar el sentido, creía Arsén, sería incapaz, en caso de que las cosas se torciesen, de tomar una decisión acertada. Pero también era verdad que, cuando alguien comprendía todo lo que una orden implicaba, llegaba a saber demasiado y se volvía peligroso…
Cuando sonó el teléfono Nastia se estremeció pero Liosa Chistiakov descolgó sin mirarla siquiera. Había desistido de volver a verla hablar por teléfono algún día.
—Supongo que Anastasia Pávlovna no está, como de costumbre —dijo la voz familiar, la misma con la que Liosa estuvo conversando la noche anterior—. Así que le rogaré que sea tan amable y le diga que he llamado y que esta vez le sugiero que vuelva a leer la obra de Jack London, en particular, los cuentos incluidos en el quinto volumen.
—¿Pero qué quiere que le diga, exactamente? ¿Que vuelva a leer el volumen cinco?
—Quiero que le diga que cada paso suyo traerá una cola de disgustos.
—¿Qué clase de disgustos?
—Los mismos de los que habla Jack London. Que le lea.
Se oyeron pitidos breves: había colgado. Por reflejo, Liosa miró el reloj. No, no había conseguido entretener a su interlocutor para que la conexión superase los tres minutos, como le había pedido Nastia. El identificador de llamadas recién instalado no mostraba ningún número porque su comunicante había utilizado una cabina pública.
—Perdona —le sonrió a Nastia con expresión dolorida—. No ha salido pero lo he intentado. Ha dicho que te aconseje que vuelvas a leer el volumen cinco de las obras completas de Jack London. Y que cada paso tuyo traerá una cola de disgustos.
Inmóvil, Nastia se sentaba delante de la mesa de la cocina, asiendo con las dos manos una cucharilla de alpaca que había estado a punto de colocar sobre el platillo y se olvidó de hacerlo cuando comprendió quién llamaba. Tenía la sensación de que las manos y los pies se le habían entumecido hasta el punto de desaparecer. Necesitaba hacer acopio de fuerzas, ponerse en pie, llegar hasta la puerta del apartamento, luego hasta la escalera, luego hasta el piso de Margarita Iósefovna, necesitaba llamar por teléfono y preguntar… Ay, Señor, qué camino más largo, qué difícil iba a ser recorrerlo, nunca reuniría la energía necesaria, se derrumbaría antes de cruzar el umbral y nunca más llegaría a levantarse. Al diablo con el teléfono, que escuchen si quieren. Incluso era mejor así, rectificó en seguida, sería tonto no hacer esa llamada desde su propia casa. Ese hombre acababa de transmitirle una información y lo lógico era que la comprobase de inmediato. Además, si no la oyesen telefonear y solicitar tal comprobación, se darían cuenta de que acostumbraba a utilizar el teléfono de algún vecino.
Nastia marcó el número de Chernyshov de prisa. Luego miró, sin verle, a Liosa, que continuaba de pie junto a la cocina y repetía por cuarta vez la misma pregunta:
—¿Quieres que te traiga el volumen cinco de Jack London?
—¿Eh? ¿Cómo dices?… No, gracias, no hace falta.
—¿No sientes curiosidad?
—Siento miedo.
—¿Por qué?
—Porque, sin duda alguna, se trata de Los favoritos de Midas. Y esto significa que cualquier testigo al que me acerque morirá sin remedio.
—¿Seguro que sin remedio? —preguntó Liosa incrédulo, sentándose despacio sobre un taburete y quitándole de los dedos la cucharilla de alpaca, que Nastia seguía asiendo con fuerza.
—Pronto lo sabré.
—¿Y si te equivocas? Tal vez en ese volumen haya otros cuentos que tienen que ver con esta situación.
Nastia movió la cabeza con gesto de desesperanza.
—No, lo recuerdo bien. De pequeña leí y releí aquel volumen una decena de veces como mínimo.
—¿Y si se trata de otra edición? ¿Y si su volumen cinco incluye otras obras completamente distintas?
—Liósenka, cariño, no te molestes en tranquilizarme. Se trata de esta edición, de ninguna otra, porque la tengo colocada en mi librería en el lugar más visible. El que entró en mi piso se acercó a la librería y se fijó en ella. Ya verás quién tiene razón cuando llame Andrei.
Sentados en la cocina, esperaron la llamada de Chernyshov en silencio. Liosa se entretuvo haciendo un solitario, Nastia pelaba meticulosamente las patatas. Se había quedado tan absorta en sus pensamientos que sin darse cuenta llenó hasta los bordes una enorme olla de tres litros. Entonces se llevó las manos a la cabeza y se volvió hacia Liosa:
—Mira qué horror. ¿Qué hacemos ahora con tanta patata?
—Cocerla —respondió sin inmutarse el doctor en Ciencias Chistiakov, alegrándose para sus adentros de que Nastia, por un momento al menos, se olvidara de sus lúgubres pensamientos.
—No podremos comerlas todas.
—No tenemos por qué. Esta noche cenaremos, y el resto de patatas nos servirá un día para hacer una tortilla y otro para acompañar alguna carne.
—Cierto —sonrió Nastia con perplejidad—. Ni se me había ocurrido. No suelo cocinar para más de un día.
—Lo que te sucede es que no cocinas nunca, así que déjate de disculpas. Dame aquel perol.
—¿Para qué?
—Para no esperar hasta que esté lista toda la calderada. Herviremos en el perol las patatas para la cena, y el resto que se vaya haciendo. ¿Lo pillas?
—Qué sencillo… ¿Qué me pasa, Liosik? Me patinan las neuronas. No entiendo las cosas más elementales.
—Estás cansada, Nastiusa.
—Es verdad, estoy cansada. ¿Pero por qué no llama?
—Ya llamará, ten paciencia.
Cuando por fin llamó Andrei, Nastia estaba en un tris de sucumbir a un ataque de histeria.
—¿Qué has averiguado? —dijo jadeante.
—Nada en particular. Hay ocho cadáveres pero ninguno tiene nada que ver con nosotros. Cinco incendios, y tampoco están relacionados con nuestro caso.
—Andriusa, estoy muy asustada. ¿Qué tengo que hacer? ¿Se te ocurre algo?
—De momento no pero mañana se me ocurrirá. Pasaré a buscarte a las ocho.
—De acuerdo.
Konstantín Mijáilovich Olshanski era un hombre débil. Y se daba cuenta de ello. Para muchas personas, el silencio de un ser próximo no representa el menor problema, pues puede estar descontento con algo o molesto con alguien, puede guardar rencor, no acabar de entender algo; no obstante, ese silencio no les impide convivir apaciblemente durante meses e incluso años sin pretender aclarar las relaciones y poner los puntos sobre las íes. Konstantín Mijáilovich, en cambio, era incapaz de soportarlo. Un psicólogo diría que carecía de resistencia a situaciones conflictivas.