El plan de Kaménskaya no contenía ninguna infracción evidente. Pero Víctor Alexéyevich sospechaba que Anastasia le callaba algo. Desde luego, nunca se le pasaría por la cabeza engañar a su jefe pero… La condenada era astuta.
Anastasia.
Nastasia.
Stásenka…
Nastia engullía con fruición la cena que le había preparado Liosa. ¿Por qué no se casaría con él al fin y al cabo? El chico lo deseaba desde hacía mucho tiempo. Qué suerte que existiera.
—¿Te gusta? —preguntó Chistiakov observando con una sonrisa a su amiga, que comía con un apetito envidiable.
—¡Con locura! —contestó ella con sinceridad—. Liosik, ¿no estás enfadado porque te he sacado de casa en plena noche?
—Según he entendido, tienes problemas —dijo él con cautela—. Creo que has cambiado la cerradura.
—Así es. No sé a quién le he hecho pupa y han querido darme un susto. Preferiría no estar sola por las noches, al menos durante unos cuantos días. Quería pedirte… —vaciló.
—Pide por esa boca, no te prives —la animó Liosa—. Ya sé que eres una chica modesta y no sueles pasarte, así que no me pedirás la luna chapada en oro.
—¿Podrías tomarte unos días libres y pasarlos aquí? Lo necesito, créeme.
—Claro que podría. Para ti soy Lioska pero no olvides que en el instituto soy, dicho sea de paso, el profesor Chistiakov. Me deben unos días de consultas en bibliotecas, te lo había dicho mil veces.
—¿Cuántos días? ¿Uno? ¿Dos?
—Yo, alma mía, tengo derecho a pasar todos los días en las bibliotecas, sólo debo presentarme en el instituto una vez a la semana. De modo que dame instrucciones, dime qué y cómo quieres que lo haga, y las cumpliré con precisión matemática.
—No tengo más que una instrucción que darte, que contestes a todas las llamadas telefónicas. De ninguna forma digas que voy a ponerme si en ese momento me encuentro en casa. Puedes decir que estoy en la ducha, en el aseo, en casa de una vecina, en el infierno… donde quieras menos que voy a ponerme. Pregunta quién llama y a qué número puedo devolver la llamada, y nada más.
—¿No sería más fácil contestar que no estás?
—No. Si de veras hay alguien vigilándome, sabrá a ciencia cierta que estoy en casa. No debe tener la menor sospecha de que me oculto o quiero escurrir el bulto. Liósenka, te lo repito, no preguntes si quieren dejar un recado. Sólo el número al que llamarles.
—Entendido. ¿Qué pasa, tienes pinchado el teléfono?
—Tengo esta impresión.
—Vaya, viejecita mía —musitó Liosa—, estás en un apuro muy gordo. ¿Cómo te has dejado pillar?
—Dejándome pillar, ya lo ves. Y me temo que pronto este apuro engordará aún más.
Vasili Kolobov bajó la ventanilla, corrió el cerrojo y colocó junto al cristal un letrero escrito a mano con rotulador: «Cerrado de 23.00 a 24.00.» Ir en autobús hasta el lugar donde le habían citado a las once y media no le llevaría más de diez minutos, pero a esas horas el transporte público apenas funcionaba, y Kolobov no quería llegar tarde para no enojar a los que en una ocasión ya le habían baldado a palos. En una situación así más le valía estar allí antes de tiempo y esperar.
Cerró el quiosco y se dirigió hacia la parada de autobús, pero cuando le separaban de ella unos metros oyó a sus espaldas una voz que quedamente le decía:
—Buen chico, Vasia, ya veo que eres disciplinado. No te vuelvas. Sigue recto, hasta el paso subterráneo.
Vasili sintió que un calambre le entumecía la nuca y se le humedecían los sobacos. Algo duro le empujó en la espalda, justo entre los omóplatos. Se encaminó dócilmente hacia el paso subterráneo, bajó la escalera y continuó por el túnel que conducía al otro lado de la avenida. El túnel, como era habitual, no estaba iluminado. Kolobov no oía los pasos del que le seguía, tan sólo una respiración pausada y, además, su espalda notaba en todo momento la presión de algo que muy bien podía ser una pistola.
Al salir del paso subterráneo a la calle oyó una nueva orden:
—A la izquierda, dobla la esquina. Sin prisas. No te vuelvas. Bajo este arco.
Dos siluetas macizas le salieron al encuentro. En la oscuridad no pudo verles las caras, pues en ninguna de las ventanas que daban al patio había luz. Las siluetas ya estaban delante de él.
—¿Qué tal, Vásenka, te apetece charlar con nosotros?
—No he hecho nada —declaró Kolobov con desesperación—. No he dicho nada a nadie. ¿Qué más quieren de mí? ¿Por qué no me creen?
—¿Y por qué íbamos a creerte? Ya nos la has jugado una vez —contesto calmosamente el más bajito de los dos.
—Les dije la verdad. No vi a Vica en la estación aquel día, ¡se lo juro! No sé qué les habrá contado ella, no sé por qué pero ¡no la vi!
—Mira, Kolobov, por hoy vamos a creerte pero, en cuanto a mañana, nos lo pensaremos. Tenemos gente nuestra entre la bofia y si has dado el chivatazo sobre Vica y nosotros, ya sabes lo que te espera. Será mejor que confieses ahora, así te rompemos las narices y ya está. Pero si nos enteramos de que nos la has jugado, te mataremos. ¿Qué nos dices, Vásenka?
—¡Se lo juro, lo juro! —dijo Kolobov, que estaba a punto de echarse a llorar de impotencia—. Pueden comprobarlo, no he dicho nada a la policía.
—Y de Vica, ¿qué nos dices?
—¡Pero si no la vi, no la vi, no la vi! Ella les mintió para guardarse las espaldas. ¿O es que no lo entienden?
—Vale, Vásenka, ve con Dios. Pero ten mucho cuidado…
Las piernas no obedecían a Kolobov cuando salió del patio y se dirigió renqueando de vuelta a la estación.
En la reunión de mañana, el coronel Gordéyev, por primera vez en el último mes y medio, habló de la investigación del asesinato de Victoria Yeriómina. Todos sus subalternos pudieron comprobar que, por un lado, el caso no le preocupaba lo más mínimo; pero, por otro, estaba sumamente disgustado por la ausencia de resultados palpables.
—Dentro de diez días vence el plazo de los dos meses para la investigación preliminar —anunció con frialdad—. Kaménskaya, infórmanos sobre el trabajo realizado.
Nastia esbozó la situación general con voz inexpresiva y se cuidó de no atraer la atención hacia algunas incongruencias obvias.
—Acabamos de recibir información sobre una nota que Yeriómina dejó en el piso de Kartashov explicándole adonde iba y para qué. Se la mencionó a una amiga que hasta ayer se encontraba ingresada en una clínica de maternidad por riesgo de aborto y no sabía que Yeriómina había muerto. Nos llamó nada más enterarse. Yeriómina no le había contado nada, lo único que le dijo fue que le había escrito una nota a Kartashov y que se la había dejado en un sitio donde Borís la encontraría si algo le ocurriese. Presuntamente, Kartashov desconoce la existencia de la nota, al menos no nos ha hablado de ella. Por desgracia, ahora Kartashov no se encuentra en Moscú, estará fuera unos días. En cuanto regrese procederemos a registrar su casa, el juez de instrucción nos ha dado ya su visto bueno.
—¿Cuándo volverá Kartashov a Moscú? —preguntó Gordéyev.
—Pasado mañana.
—Mira, Anastasia, no des más largas al asunto. Vas demasiado despacio, los plazos están a punto de expirar y no hemos adelantado nada; tenemos cero resultados, todo lo que hay es bla, bla, bla. Ahora quieres que esperemos dos días más… Esto está mal. Muy mal.
—Haré lo que pueda, Víctor Alexéyevich.
—¿Adónde se ha marchado ese artista?
—A Viatka.
—¿Merecería la pena pedir a la policía de allí que le localice e interrogue? Ganaríamos algo de tiempo —propuso el coronel afectando inocencia total.
—El juez de instrucción está categóricamente en contra. Insiste en esperar a que Kartashov vuelva —repuso Nastia con firmeza.
—Bueno, él sabrá lo que hace —suspiró Gordéyev—. Por cierto, Kaménskaya, el año toca a su fin y hasta ahora no has pasado el reconocimiento médico. Tienes que hacerlo mañana sin falta.
—Lo pasaré, Víctor Alexéyevich, pero no mañana. Para mañana tengo programado… —empezó a decir Nastia.
Pero Gordéyev la interrumpió con brusquedad:
—No me interesa lo que tengas programado. Yo personalmente no tengo programado darle explicaciones a la clínica. Las reglas son iguales para todos. Hazme el favor, ve a ver mañana a todos los médicos y no vuelvas por aquí sin el certificado conforme cumples los requisitos. Quiero tenerlo sobre mi mesa mañana por la tarde. ¿Está claro?
—De acuerdo —suspiró Nastia con resignación.
Al concluir la reunión, se encerró en su despacho esperando la llamada del jefe. Gordéyev le telefoneó unos minutos más tarde.
—¿Qué me dices, Stásenka? ¿No me he pasado contigo?
—Sí que me ha sacado la piel a tiras, Víctor Alexéyevich —respondió Nastia sonriendo al auricular—. Me ha dejado para el arrastre. Pero ha estado muy convincente. El mundo se ha perdido a un nuevo Smoktunovsky
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—Vale, suéltalo todo, échame en cara mi crueldad, hazme una escena. Cuando le cortes el hipo al respetable, acuérdate de llamar a la clínica y enterarte del horario de los especialistas para mañana. Creo que todo lo demás ya lo hemos hablado. Suerte, pequeña.
—Gracias. Haré lo que pueda.
—Esto ya me lo has dicho antes —respondió sonriendo sin entusiasmo Gordéyev, y colgó.
El teléfono estaba ronco de sonar pero Borís Kartashov no manifestó la menor intención de cogerlo. Por cuarta vez consecutiva, la pantalla de identificación de la llamada permanecía en blanco. Esto significaba que llamaban desde una cabina pública. En su fuero interno, Borís se puso tenso. Era buen deportista, poseía vigor físico, durante muchos años había practicado varias modalidades de atletismo. Débil e indeciso en su vida personal, en la misma medida se mostraba audaz y seguro de sí mismo en todo lo relacionado con la resistencia física. No obstante, el ánimo le flaqueaba.
La puerta del ascensor se cerró con un chasquido apenas audible. Y casi en seguida sonó el timbre de la puerta. Borís salió al recibidor con pasos suaves y se incrustó en la pared, junto a la percha, escondiéndose de la vista del que pudiera entrar. Un nuevo timbrazo estalló justo encima de la cabeza del pintor ensordeciéndole. Otro. Y otro. Y al fin se oyó el castañetazo de la llave introducida en la cerradura.
La puerta se abrió lentamente, alguien entró en el piso y encontró a tientas el interruptor. Se oyó un tenue clic pero la luz no iluminó el recibidor. El intruso pulsó el interruptor varias veces más pero el recibidor continuó oscuro como boca de lobo. Avanzó con movimientos cautelosos, tanteando el camino, hacia el salón, y en este momento Borís, cuyos ojos se habían adaptado ya a la oscuridad, se le echó encima bruscamente y le tumbó al suelo. El intruso no pudo ni gritar de la sorpresa. Se derrumbó encima de la alfombra, protegiéndose la cabeza con las manos instintivamente. Kartashov, con sus dos metros de estatura y un centenar largo de kilos de peso, le aplastó clavándole la rodilla en el espinazo y retorciéndole los brazos detrás de la espalda.
—¿Quién eres? ¿Quién te ha dado las llaves de mi piso? —inquirió amenazador.
El intruso intentó soltarse y el anfitrión no tuvo más remedio que asestarle un par de guantazos a base de bien. Borís era un luchador experto, sabía cómo había que pegar para causar el máximo de dolor sin dañar los órganos vitales. Muy pronto, la capacidad de resistencia del desconocido se vio reducida a nada. Borís le levantó como un saco lleno de trapos, le sentó en un sillón y le quitó los finos guantes de cabritilla de las manos inertes, en las que colocó un vaso lleno de un líquido incoloro. Finalmente, encendió la luz.
Su visita era un joven de unos veintidós o veintitrés años, de pelo cortado al estilo militar, cara simpática aunque algo estropeada por unos ojos demasiado hundidos bajo las cejas y musculatura espectacular. «Un tarzán, éste está hecho un tarzán», lo catalogó para sus adentros Kartashov, palpando con los ojos el cuerpo del muchacho allá donde la chaqueta, desabrochada, dejaba ver el torso ceñido por un cisne de punto fino.
El tarzán sorbió el líquido del vaso y se atragantó.
—Pero si es vodka —ronqueó lamiéndose el labio ensangrentado.
—¿No me digas? —se refociló Borís—. Venga, bébetelo; lo que no mata engorda.
El joven intentó levantarse del sillón pero el dueño del piso le metió un expeditivo puñetazo en la boca que le obligó a volver a tomar asiento.
—¿Qué tal? ¿Cuándo piensas pedirme disculpas?
—Oye, tío, perdona —balbuceó el joven—, he metido la pata. Me habían dicho que no estarías en casa. Te he llamado por teléfono y, luego, a la puerta. Creí que no estabas de veras. Pero ¡toma!, sí estabas.
—¡Ay, qué disgusto tan grande! Me has llamado por teléfono, me has llamado hasta que las llamadas empezaron a salirte por las orejas, y yo, canalla de mí, me permito estar en casa. Y no me escondo de una fémina, tenlo en cuenta. Bien pues, ¿qué vamos a hacer, campeón de llamadas? ¿Avisamos a la policía o charlamos aquí nosotros solitos?
—Oye, tío, la policía no nos hace falta, ¿vale? No te he robado nada. Por tu parte, ya me has puesto la cara como un mapa, así que creo que estamos empatados.
—¿Quién te ha dado las llaves?
—Las compré.
—¿A quién?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Un colega me dijo que tenías el chamizo a tope de trastos, que había aparatos, parné, ropa nueva, y que estabas de viaje.
—¿Por qué será que ese colega tuyo no ha venido en persona si tengo aquí tantos cachivaches? ¿Por qué te dio las llaves a ti?
—Necesitaba dinero con urgencia, quería marcharse. Además, no era ladrón, se le notaba a la legua.
—Pero tú sí lo eres, ¿verdad?
—Verdad verdura —confirmó el joven mirando a Borís con ojos límpidos—. Oye, tío, déjame marchar, ¿eh? Venga, nos decimos adiós muy buenas y aquí no ha pasado nada.
—Ya, ¡y un jamón! —resopló Kartashov, y le sacudió un nuevo bofetón—. ¿Dónde tienes las llaves?
—En el bolsillo.
Borís registró con rapidez los bolsillos de la chaqueta que lucía el tarzán y extrajo las llaves ensartadas en un llavero.
—¡Mira por dónde! —silbó—. Pero ¡si son las llaves de Vica! ¿La has matado? Contesta, ¿has matado a Vica?
—¡No conozco a ninguna Vica! —chilló el joven tratando en vano de esquivar un nuevo golpe—. ¿Estás chiflado o qué? Te lo he dicho claramente: estas llaves, yo las he comprado…
Un nuevo cate no le dejó terminar. El labio partido sangraba cada vez más, la cara se le había puesto blanca como la pared.