—¡Vivir para ver! —se admiró Nastia—. Con estas dotes de detective, si un día las pusieras al servicio de la sociedad…
Y se cortó. No tenía la menor intención de discutir con Lártsev la calidad de su trabajo, sobre todo, el del último mes. Había dado su palabra a Olshanski de que se abstendría de regañar a Volodya. Además, tal regañina les llevaría a hablar de detalles de la investigación del asesinato de Yeriómina, cosa que Gordéyev le había prohibido terminantemente. Pero Lártsev no pareció ni siquiera haber oído las palabras que ella había dejado escapar tan imprudentemente.
—Cuando tengas una hija de once años, lo comprenderás. Cada día que amanece la machaco con lo de los desconocidos que ofrecen caramelos a las niñas y aun así, si al terminar las clases se retrasa tan sólo diez minutos, me muero de miedo. No me canso de repetirle: «No salgas corriendo a la calzada, cruza la calle sólo allá donde hay semáforos, mira primero a la izquierda, luego a la derecha, si hay un autobús parado, pasa detrás de él, si es un tranvía, ve por delante.» Y cada día de Dios estoy con el alma pendiente de un hilo, cuando me la imagino bajo las ruedas… Ay, Aska —la voz le tembló y los ojos le brillaron traicioneramente—, pide a Dios que te ahorre conocer ese tormento de cada día. Tengo suficiente con haber perdido a la mujer y al pequeño, no soportaría otro golpe… ¿Puedo utilizar el teléfono?
—¡Deja ya de preguntar! Claro que puedes.
Tras presentarse por teléfono a la abuela de la pequeña Yula que tenía ordenador propio y arrancarle el juramento solemne de que Nadiusa Lártseva sería enviada a casa antes de que oscureciera o, si no, que uno de los adultos la acompañaría hasta la puerta de su piso, Volodya llamó a su hija para dispensar su paternal bendición a la visita a su nueva amiga. Nastia le miraba y pensaba que reprocharle la negligencia en el trabajo era no tener corazón. No, Olshanski no tendría coraje para llamarle la atención a Lártsev. Y ella tampoco.
Al reconocer desde lejos la familiar cabellera rojiza, Nastia se sorprendió. Probablemente, iba a ser la primera vez que Liosa Chistiakov era puntual. Habían quedado en encontrarse en el metro para ir juntos a casa del padrastro de Nastia. Leonid Petróvich, cumpliendo lo prometido, iba a presentarle a la mujer que le ayudaba a soportar su provisional viudedad.
La propia Nastia nunca había llegado tarde a una sola cita. Era perezosa y flemática, no le gustaba caminar de prisa y jamás se le ocurriría correr detrás de un autobús. No gozaba de buena salud y, en ocasiones, el barullo de gente y la falta de aire fresco le resultaban insoportables y la obligaban a bajar del autobús o del vagón del metro antes de llegar a su parada y sentarse a descansar en un banco, olisqueando una ampolla de amoníaco que siempre llevaba en el bolso. Consciente de sus achaques, Nastia planificaba sus itinerarios con un margen amplio de tiempo, por lo que lo normal era que se adelantara a la hora estipulada. Su amigo Liosa Chistiakov, en cambio, se caracterizaba por todo lo contrario. Matemático de talento que se había doctorado en Ciencias a los treinta años, encarnaba el tópico de profesor despistado y olvidadizo, y a menudo exasperaba a Nastia, al confundir el martes con el día dos, y Bibiriovo con Biriulov.
—Estoy anonadada —dijo Nastia dándole un beso en la mejilla—. ¿Cómo es que no vienes tarde, como sería natural?
—Un accidente. No volverá a suceder.
Chistiakov, burlón, le dio un tirón de oreja, la cogió del brazo y la condujo a paso ligero hacia la escalera mecánica.
—Te veo algo triste, viejecita mía. ¿Disgustos? —preguntó cuando salieron del metro y, atajando por descampados penumbrosos, se dirigieron hacia la casa de los padres de Nastia.
—La tensión —le informó Nastia parcamente.
—¿Por qué motivo? ¿Esa mujer?
—Hum.
—Pero si has sido tú misma la que ha pedido conocerla.
—¡Si lo sabré yo! Y sin embargo… Me pone nerviosa y no me explico por qué. ¿Y si me cae bien?
—¿Qué tiene de malo?
—¿Y mamá? Si eso ocurre, deberé hacer equilibrios con mi actitud ante mamá y esa dama.
—¡Tanto como eso, Aska! Y si te cae mal, deberás revisar tu actitud respecto a Lionia, ¿no es eso?
—Evidentemente. Fíjate qué situación… Qué compromiso. ¿Quién me mandaba meterme en esto?
—Si te has metido en esto, es que vale la pena. Eres una chica inteligente, no das puntada sin hilo. Tranquila, compañera.
—No hace falta que me consueles, Liosik. Tengo tanto miedo, no sé dónde meterme. ¿Nos paramos? Tengo que fumarme un pitillo.
—Escucha, ¿piensas dejar de ser niña algún día? Te estas portando como una cría: malo, bueno, me gusta, no me gusta.
Se detuvieron delante del portal de la casa de los padres. Nastia se sentó en un banco y sacó del bolso los cigarrillos. Dio una calada aspirando el humo profundamente, cogió la mano de Liosa y se la apretó contra la mejilla.
—Liosik, soy una tonta, ¿verdad? Por favor, hazme entrar en razón, dime algo inteligente para que me calme. Me da tanta vergüenza, es como si estuviera traicionando a mamá.
Liosa se sentó a su lado y le pasó un brazo cariñosamente por los hombros.
—Es cierto que eres una niña todavía, Aska. Has cumplido treinta y tres años pero sigues sin tener la menor idea de lo que es una familia y la vida conyugal.
—¡Mira quién habla! ¡Toda una autoridad en asuntos matrimoniales y de familia! Calla, tú, que eres un rancio solterón.
—En mi caso es distinto. Sigo viviendo con mis padres y observo sus relaciones a diario. Tú, por el contrario, hace mucho que te has independizado, y se te ha olvidado lo que significa compartir con alguien día a día, a lo largo de muchos años, el hogar y los problemas de la casa. Y, entre otras cosas, la cama. Así que no te precipites disgustándote. Termina de fumar y vamos.
—Liosik, ¿sabes qué se me acaba de ocurrir?
—Que si no hubieras abortado, nuestro hijo tendría ahora trece años.
—¿Cómo lo has adivinado?
—Se me acaba de ocurrir a mí también. Además, Asenka, hace casi veinte años que nos conocemos. He aprendido a leer tus pensamientos.
—¿De veras? Entonces, sigue leyéndolos.
—Has pensado que, si hubieras tenido al niño y te hubieras casado conmigo, ahora no estarías atormentándote con la duda de si es ético o no conocer a la amante de tu padrastro y compartir con ella la mesa mientras continúe casado con tu madre. No te importaría. Tal vez ni siquiera te hubieras planteado este problema. ¿A que sí?
—Liosa, ¿quieres que te diga la verdad?
—Dime toda la verdad que quieras, y luego nos vamos de aquí, que estoy hecho un carámbano de tanto esperar a que se te calmen los nervios.
Se puso en pie y tiró de su mano. Nastia se levantó despacio.
—Bueno, ¿qué pasa con la verdad que me has prometido? —le preguntó con una sonrisa.
—Te quiero mucho. Pero a veces me asustas.
—Mentirosa —contestó Liosa en voz baja, y le acarició la mejilla con delicadeza—. Si me quisieras, no me tendrías en la calle cuando nos están esperando los famosos pollos asados de papá. Aparte de eso, el hombre capaz de asustarte no ha nacido todavía.
Nastia escuchó la pausada respiración de Liosa. «Creo que se ha dormido —pensó—. ¿Por qué repartirá la naturaleza sus gracias con esa iniquidad? Unos cuentan hasta diez y se duermen en seguida. Otros, como yo, si no se toman una pastilla no consiguen pegar ojo hasta el amanecer.»
Se levantó de la cama, se puso un grueso albornoz y, de puntillas, salió a la cocina. En el apartamento hacía frío, a pesar de la calefacción que funcionaba a tope, porque en los marcos de las ventanas y de la balconera había unas rendijas enormes. Nastia no encontraba a nadie que pudiera arreglarlas y, como siempre, le daba pereza taparlas con algodón o espuma. Encendió los cuatro quemadores de la cocina y al cabo de pocos minutos un calor asfixiante se expandió por el apartamento.
Nastia repasó en la memoria los sucesos de la velada anterior. Liosa tenía toda la razón, no se debían confundir las relaciones entre los padres e hijos con las que los padres entablaban con otra gente. La tensión que la había paralizado delante de la puerta de la casa de sus padres se había disipado poco a poco, la amiga de Leonid Petróvich resultó ser una mujer simpática y afable, en todo diferente de la madre, Nadezhda Rostislávovna. Lioska se había esforzado por mostrarse ocurrente y galante, y lo consiguió al ciento por ciento. O, en todo caso, consiguió encantar a su nueva conocida. El padrastro parecía encontrarse a gusto, les sirvió unos exquisitos pollos tabacá, no consintió a nadie tomarse demasiadas confianzas con su invitada y, hacia el final de la cena, Nastia se sintió relajada y tranquila. Pero un confuso sentimiento de culpa respecto a su madre seguía rondándola incluso ahora.
Vaciló, descolgó el teléfono y marcó el largo código y el número de la lejana Suecia, donde no era tan tarde todavía como en Moscú.
—¿Nastia? ¿Qué sucede? —preguntó alarmada Nadezhda Rostislávovna.
—No sucede nada. Simplemente llevas mucho tiempo sin llamarme.
—¿Estás bien? —seguía inquiriendo la madre; tan insólito era que su hija la llamase y que lo hiciera a esa hora intempestiva.
—Estoy perfectamente bien, mamá, no te preocupes. Estoy bárbaramente.
—¿Y papá?
—También está bien. Acabamos de verle, Lioska y yo. Nos ha preparado para cenar unos pollos fantásticos.
—¿No me engañas? ¿Seguro que todo está bien?
—Seguro. ¿Acaso es preciso que ocurra algo malo para que te llame? Te echaba de menos, eso es todo.
—Yo también te echo de menos, hija. ¿Cómo va tu trabajo?
—Como siempre. El 12 de octubre me mandan a Roma junto con una delegación de nuestros policías.
—¡No me digas! —exclamó la madre con alegría—. ¡Qué suerte! Enhorabuena. ¿Cuándo has dicho que te marchas?
—El 12. Regreso el 19.
—¿Por qué no me lo has dicho antes? —el disgusto empañó la voz de Nadezhda Rostislávovna—. No creo que me dé tiempo para conseguir el visado pero voy a intentarlo. Del 14 al 17 se celebra en Francia un simposio de lingüistas, presento mi ponencia el día 15 y, si me dan el visado a tiempo, nos veremos en Roma. ¿Dónde me aconsejas buscarte?
—No lo sé. Y yo ¿dónde te busco yo a ti?
—Tampoco yo lo sé —se rió la madre—. Hagamos lo siguiente. Si todo sale bien, nos encontraremos el día 16 a las siete de la tarde en la plaza que hay delante de la basílica de San Pedro. La plaza es redonda, espaciosa, se puede ver fácilmente a todos los que están allí. No te perderás. ¿Te parece?
Nastia se quedó algo desconcertada ante el arrojo de su madre.
—Pero, mamá, no voy sola a Roma sino con un grupo de compañeros. ¡Cómo quieres que sepa qué programa tenemos! ¿Y si el 16 justamente me es imposible escaparme?
—Bobadas —dijo la madre con decisión—. Te esperaré hasta las ocho. Si no apareces, quedamos para el día siguiente, etcétera. Procuraré organizarlo todo y espero verte, ¿me oyes, hija mía?
—Está bien, mamá —Nastia suspiró espasmódicamente, pensando sólo en ocultarle a la madre que un torrente de lágrimas le resbalaba por las mejillas—. Estaré sin falta.
—¿Qué me dices del idioma? —preguntó la madre, y se puso severa—: ¿Recuerdas algo o ya se te ha olvidado por completo?
—No te preocupes, allí siempre puedes entenderte en inglés.
—No, bonita, eso no vale. Prométeme que te pondrás al día con el italiano. De pequeña lo dominabas a la perfección.
—Mamá, hace tanto que ya no soy pequeña. Trabajo de sol a sol y no estoy segura de poder encontrar tiempo para estudiar. No te enfades, por favor.
—Pero si no me enfado. —Nastia tuvo la certeza de que su madre había sonreído al pronunciar estas palabras—. Me siento orgullosa de ti, Nastiusa. Y no te me pongas a llorar. ¿Crees que no te oigo moquear? Ve a la cama y no malgastes tu mísero presupuesto emocional en angustias tontas. Acuérdate bien, cada tarde a las siete delante de la basílica de San Pedro. Dale un beso a papá y otro a Liosa.
Nastia colocó despacio el auricular sobre el aparato y sólo entonces vio a Liosa, parado en el umbral de la cocina.
—¿Qué? ¿Estás más tranquila? —preguntó sonriendo—. ¿Te has convencido de que tu madre sigue queriéndote?
—¿Te he despertado? —balbuceó Nastia acongojada—. Perdona.
—Santo cielo, en el fondo, qué niña eres todavía —suspiró Chistiakov.
Estuvieron media hora sentados en la bien caldeada cocina hasta que Nastia se calmó del todo.
Durante la reunión matutina celebrada en el despacho de Gordéyev, Nastia escrutó disimuladamente a sus compañeros de trabajo, haciéndose una y otra vez la misma pregunta: ¿cuál de ellos? A algunos los conocía bien, a otros, no tanto, pero ninguno le parecía sospechoso de falsedad y traición.
Misha Dotsenko. El más joven de los detectives de Gordéyev, alto, de ojos negros. A veces era profundamente ingenuo y conmovedor, y a veces sorprendía con su sobria inteligencia y capacidad profesional. Siempre iba elegantemente vestido, acicalado, inmaculado, bien planchado. Tal vez se gastaba todo el sueldo en ropa. Pero ¿era acaso un defecto vestirse bien? ¿Cuál sería el punto débil de Misha? ¿El dinero? Quizá. O una mujer. Aunque era soltero y, por tanto, inmune al chantaje, siempre que su pareja no estuviera casada.
Yura Korotkov. Vivía con su madre, hijo y suegra, hemipléjica a consecuencia de un derrame cerebral, en un minúsculo apartamento de dos habitaciones. Había pasado muchos años en la lista de espera del centro de distribución de viviendas pero su turno nunca llegó. Ahora, la construcción estatal estaba parada y el sueldo de policía jamás alcanzaría para comprarse un piso nuevo. A Nastia le unía a él una gran amistad, siempre estaba al corriente de sus andanzas amorosas, pequeños triunfos y diminutas tragedias. Korotkov se desahogaba con ella y Nastia le consolaba y le daba sabios consejos que, en esencia, siempre decían lo mismo: Dios te libre de perjudicar a los tuyos. Durante el último año y medio, Yura tenía un asunto serio con una mujer que había sido testigo en un caso de asesinato. Enamoradizo, se enardecía con rapidez y se enfriaba en un instante, pero con esta historia estaba batiendo su propio récord de constancia. Su querida era madre de dos hijos, y Yura tenía la firme intención de esperar a que crecieran para casarse con ella. ¿Necesitaba dinero? Necesitaba muchísimo dinero. ¿Significaba esto que para conseguirlo no se pararía ante la traición?