—¿Y era imprescindible mantener ese tren de vida?
—Como ya le he dicho, Vica quería tener mucho dinero. Entiéndame bien, no era codiciosa, todo lo contrario, no acumulaba lo que ganaba sino que lo derrochaba a diestro y siniestro. Esa ansia incontenible de bienestar fue otra forma de recompensa por las miserias de una infancia pasada en un orfanato. Por eso tenía que decidir qué era lo que más deseaba, el matrimonio o el dinero.
—¿Y usted mismo, Borís? ¿Le hubiera gustado casarse con Vica?
—Bueno, yo ya había estado casado dos veces, pago pensión alimenticia por mi hija. Por supuesto, me gustaría tener una familia normal, hijos. Pero no con Vica. Bebía demasiado para dar a luz un niño sano y ser buena esposa y madre. Le gustaba jugar a mujer casada cuando venía aquí, a mi casa, pero sólo durante dos o, como mucho, tres días a la semana; no tenía aguante para más. El resto del tiempo lo pasaba con el cliente de turno, o con sus amigos, o simplemente tumbada en el sofá pensando en las musarañas. ¿Más café?
Borís echó granos de café en el molinillo y reanudó su relato sobre Vica Yeriómina, juerguista y perdularia.
A lo largo de muchos años y, en realidad, probablemente, a lo largo de su vida entera, desde que tenía uso de razón, padecía de una pesadilla recurrente. A veces, el sueño se repetía con frecuencia, a veces desaparecía durante varios años pero siempre acababa por retornar, y obligaba a Vica a despertar temblando de miedo. Soñaba con una mano ensangrentada. Un hombre, al que no podía ver la cara, se limpiaba la mano en una pared blanca, estucada, manchándola con cinco rayas rojas. Aparecía otra mano, a cuyo dueño tampoco podía ver, y con una herramienta dibujaba sobre las cinco rayas una clave de sol. Se oía una risita burlona que poco a poco iba convirtiéndose en unas carcajadas repugnantes, cargadas de malicia, cuyas estridencias hacían que Vica despertara aterrada.
A finales de setiembre, Vica fue a ver a Kartashov y antes incluso de cruzar el umbral le declaró:
—Alguien ha espiado mi sueño y lo está contando por la radio.
En un primer momento, Borís se desconcertó. «Ya estamos —pensó—. La chica padece de
delírium trémens
.» No tenía ni idea de lo que se hacía en estos casos. Tal vez debía explicarle que esas cosas no ocurrían, que se trataba de una jugada de la mente enferma. Tal vez debía asentir y decir amén a todo, fingiendo que se lo creía. Borís optó por una tercera variante que combinaba, a su modo de ver, la intención terapéutica y la apariencia de conformidad. Cuando, una semana más tarde, la muchacha continuaba con la manía, le propuso:
—Vamos a intentar dibujar ese sueño. Si existe alguna fuerza que te roba tus sueños, seguro que el dibujo la espantará.
Al contrario de lo que Borís se temía, Vica no le dijo que no y le dejó hacer varios bosquejos hasta que logró representar algo muy parecido a lo que la joven soñaba. Pero no sirvió de nada. Día a día, Vica se mostraba más subyugada por su idea fija pero se negaba en redondo a admitir que estuviese enferma y a consultar a un psiquiatra. Fue el propio Kartashov quien finalmente pidió consejo a un especialista. El médico reconoció que los síntomas externos hacían suponer el inicio de un trastorno mental grave, que la idea de que alguien intentase influir sobre una persona desde una radio y que penetrase en sus pensamientos era característica del síndrome de Kandinsky-Clerambault, pero que no podía afirmar nada con absoluta certeza. Un médico no hacía diagnósticos sin ver al paciente. Si la joven rehusaba acudir a la consulta por su propia voluntad, sólo había una solución: él mismo, el médico, iría a casa de Kartashov haciéndose pasar por un amigo cuando Vica estuviera allí, se quedaría un par de horas, tomaría té y observaría con sus propios ojos a la enferma y su comportamiento. Acordaron organizar la visita en cuanto Borís regresara del viaje. Eso era todo. El 27 de octubre, Borís regresó de su viaje a Oriol, donde había hecho apuntes del natural para un libro que iba a publicar una editorial de aquella ciudad, y se enteró de que Vica había desaparecido y llevaba tres días sin ir a trabajar.
—Lo que ocurrió luego, ya lo sabe. Fui a la policía, no me hicieron caso, me puse a llamar a los amigos de Vica. Todo en balde.
—¿Intentó hablar con algún otro médico? ¿O se dio por satisfecho al obtener la opinión de uno solo?
—Y lo que me costó encontrar a ese uno solo. No conocía a ningún especialista, me desenvuelvo en otros ambientes.
—¿Cómo encontró entonces al psiquiatra?
—Por mediación de un amigo, y aun así fue pura casualidad. Alguna vez me había dicho que tenía amistades en el mundo de la medicina y que si un día tuviese problemas de salud, le encantaría ayudarme. Le llamé y me recomendó a aquel especialista.
Nastia oyó sonar el teléfono en la habitación pero Borís permaneció sentado sin hacer caso del timbre.
—¿No va a coger el teléfono? —le preguntó sorprendida.
—Está puesto el contestador. Si hace falta, luego devolveré la llamada.
Cuando Nastia se dirigía a casa de Borís Kartashov, tenía la intención de comprobar si la enfermedad de Yeriómina era o no un invento del propio artista. En la historia existían precedentes, se había dicho, se conocían casos de individuos a los que se les había inculcado con habilidad la idea de que tenían problemas mentales para luego utilizarlos con determinado fin. «Ningún médico ha reconocido nunca a Vica, de hecho, todo cuando sabemos de su enfermedad nos lo ha contado el propio Kartashov. ¿Y si miente? Cierto, hay un testimonio de Olga Kolobova, su amiga del orfanato, que habló con Vica de su sueño robado y afirma que ésta no se sorprendió cuando se lo mencionó y que tampoco lo desmintió. Pero Kolobova, a su vez, puede estar mintiendo y haberse puesto de acuerdo con Borís. ¿Con qué fin? Posiblemente, tienen algún interés común. Decidieron quitar a Vica de en medio y montaron esa farsa psiquiátrica. ¿Motivo?» De momento, el motivo no estaba claro pero nadie había trabajado todavía con esta hipótesis. Era probable que tal motivo existiera, que fuera fácil de encontrar y, simplemente, todavía nadie lo había buscado.
Para poner a prueba esta hipótesis había que intentar detectar contradicciones o, cuando menos, pequeñas discrepancias en los testimonios de Kartashov, Lola Kolobova y el médico psiquiatra Máslennikov. Acababa de aparecer un nuevo testigo en potencia, aquel amigo de Borís que le había recomendado al médico. Alguna explicación le habría dado el artista al pedirle ayuda.
Nastia acarició la ilusión de una nueva hipótesis.
—¿Dejó puesto el contestador cuando se marchaba a Oriol?
—Cómo no. Soy pintor, trabajo por libre, los clientes tratan conmigo directamente, sin intermediarios. Si dejara sus llamadas sin atender, perdería encargos interesantes.
—De modo que, al volver del viaje, ¿escuchó mensajes de los diez días anteriores?
—Por supuesto.
—¿Y no había ninguno de Vica?
—No. Estoy seguro de que, si hubiera pensado estar fuera mucho tiempo, me hubiera avisado sin falta. Ya se lo he dicho, Vica cultivaba la ilusión de que había alguien que se preocupaba por ella, que quería saber dónde estaba y cómo se sentía. Porque no tuvo alguien así en su infancia.
—¿Qué ha pasado con la casete? ¿La ha borrado?
Nastia tenía la total certidumbre de que iba a recibir una respuesta afirmativa y sólo había hecho la pregunta para cubrir el trámite.
—Está en el cajón. Nunca borro las casetes, por lo que pueda pasar.
—¿Qué, por ejemplo?
—Por ejemplo, el año pasado me ocurrió lo siguiente: me llamaron de una pequeña editorial para encargarme ilustrar una colección de chistes, me dejaron la dirección y el teléfono. Cuando me llamaron, no estaba en casa. No les devolví la llamada, ilustrar los chistes no es lo mío, además, en ese momento trabajaba para varios clientes, estaba muy ocupado. Pero poco después un compañero caricaturista me mencionó que estaba sin blanca, y yo me acordé en seguida de aquella llamada. Encontré el mensaje en la casete le di las señas de la editorial y en paz.
—¿Así que la casete con los mensajes recibidos durante su viaje a Oriol está intacta?
—Sí.
—Vamos a escucharla —propuso Nastia.
Algo se crispó en el rostro de Kartashov. ¿O le había parecido?
—¿No me cree? Palabra de honor, en la cinta no hay mensajes de Vica. Se lo juro.
—Por favor —dijo Nastia implacable.
En ese instante, su anfitrión dejó de caerle simpático y Nastia se puso en disposición de combate.
—A pesar de todo, vamos a escucharla.
Entraron en la habitación y, sin mayor dilación, Borís sacó del cajón la casete. La introdujo en la grabadora, pulsó el botón de reproducción y le tendió uno de los dibujos que contenía una carpeta que había encima de la mesa.
—Aquí tiene. Es el sueño que Vica soñaba.
Nastia estudió el dibujo mientras escuchaba las voces que sonaban en la grabadora.
—Borka, no se te olvide que el 2 de noviembre, Lysakov cumple los cuarenta. Si no le felicitas, no te lo perdonará mientras viva…
—Buenos días, Borís Grigórievich, soy Kniázev. Por favor, llámeme en cuanto vuelva. Hay que hacer algunos cambios en la maqueta de la portada…
—¡Kartashov, eres un hijo de puta! ¿Qué pasa con ese coñac que me debes desde la última partida?…
—Boria, no te enfades. Estaba equivocada, lo reconozco. Perdóname…
—¿Quién es? —preguntó rápidamente Nastia pulsando el botón de stop.
—Lola Kolobova —contestó Kartashov de mala gana.
—¿Se había peleado con ella?
—No sé cómo explicárselo… Es una vieja historia, y a veces se producen recaídas. No tiene nada que ver con Vica. Se trata del marido de Lola.
—Necesito que me lo cuente —insistió Nastia.
—De acuerdo —suspiró él—. Cuando Lola conoció al que sería su marido, le advertí desde el principio que era un mujeriego. Después de la boda, Lola se enteró de que se la pegaba, y le dolió mucho. Yo, tonto de mí, aunque sabía muy bien que no debía entrometerme, no paraba de darle consejos, de decirle que sería mejor que lo dejara. Para mí él era un puñetero mamarracho y Lolka me daba mucha lástima. Pero mis palabras le sentaban como un tiro, y para desquitarse tenía que responderme con insultos a cada sugerencia mía de separarse del marido. Por ejemplo, que yo tenía que ser impotente o marica para decirle esas cosas, o que simplemente sentía envidia de su marido, que tenía mujer y familia, y otras bobadas por el estilo. Todas esas conversaciones terminaban en peleas aunque luego hacíamos las paces, faltaría más.
—¿Y qué fue lo que le dijo la última vez? ¿Por qué le pedía perdón?
—Dijo que aunque su marido era un donjuán, al menos procuraba, en la medida de lo posible, ocultárselo, y que su comportamiento era mucho más decente que el de Vica, que sin disimulos y sin el menor escrúpulo se cepillaba a cualquiera que se le pusiera delante.
—¿Dijo esto de su amiga íntima? —se asombró Nastia.
Kartashov se encogió de hombros.
—Mujeres… —contestó vagamente—. ¿Quién las entenderá jamás? Sigamos escuchando.
—Borís, soy yo, Oleg. Pensamos ir con toda la basca a Voronovo para celebrar allí la Nochevieja. Si te apuntas, dímelo antes del 10 de noviembre, hay que reservar el hotel…
—Borka, me he dejado en tu casa una caja de cerillas, y había apuntado en ella un teléfono muy importante. Si la encuentras, no la tires…
—Boria, te echo mucho de menos. Besos, cariño mío…
—Y ésta, ¿quién es? —preguntó Nastia parando la cinta.
—Una amiga.
Kartashov le dirigió una mirada de desafío, esperando nuevas preguntas y ya preparado para ponerse a la defensiva.
—¿Seguro que no es Vica?
—No es Vica. Si no me cree, tengo otras cintas con grabaciones de su voz.
—Le creo —dijo Nastia sin sinceridad y volvió a poner en marcha la grabadora.
Llamadas de clientes, amigos, de los padres de Borís, de mujeres… Y de repente una pausa.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Nastia, que bruscamente paró la grabadora, pues empezaba a reproducir el saludo del siguiente comunicante.
—No lo sé —contestó Kartashov perplejo—. No me fijé cuando escuchaba los mensajes. Sabrá cómo es, enchufas el contestador y entretanto vas deshaciendo el equipaje o preparas la cena… Lo que estás haciendo te distrae y dejas de prestar atención a lo que oyes.
—¿Quién era el que había llamado antes de la pausa?
La tensión hizo que a Nastia le temblaran las manos. Comprendió que había dado con una minúscula pista.
—Solodóvnikov, mi compañero de promoción.
—¿Y después de la pausa?
Borís pulsó el botón y escuchó el mensaje hasta el final.
—Es mi prima Tatiana.
—Llámeles y pregunte cuándo, en qué día y, si puede ser, a qué hora le habían telefoneado. Tiene que hacerlo ahora mismo.
El pintor se sentó al lado del teléfono con docilidad, mientras Nastia volvía a mirar el dibujo que reproducía la pesadilla de Vica Yeriómina.
—Todo es muy impreciso —le comunicó Borís—. Ha pasado casi un mes, la gente empieza a olvidar los pormenores. Solodóvnikov dice que llamó a finales de la semana, el 21 o 22 de octubre, pero está seguro de que no fue más tarde porque la noche del viernes 22 se marchó a Petersburgo. En realidad, su llamada estaba relacionada con el viaje, quería que le diera el teléfono de un amigo común que vive en Píter. En cuanto a mi prima, me llamó porque había visto por televisión a mi primera mujer, estaban entrevistando a la gente por la calle y también la pararon a ella. No recuerda en absoluto qué día era pero dice que fue corriendo a llamarme en cuanto terminó el programa, quería decirme que Katia estaba en Moscú de nuevo.
—¿Tan importante es que sepa que su primera mujer está de nuevo en Moscú?
—Verá, Yekaterina tiene un carácter complicado. Es una chica sin sustancia y algo veleta, me echa la culpa de todas sus desdichas, no me perdona el divorcio y le da por amargarme la vida lo mejor que puede. La última vez, por ejemplo, no tuvo inconveniente en pasar un día entero, el día con su noche, sentada en el rellano de arriba para espiarme, para ver si de mi piso salía alguna mujer, y cuando la vio se le acercó y le contó de mí unas barbaridades que ponían los pelos de punta.
—La mujer con la que habló su ex… ¿fue Vica?
—No —contestó Kartashov de prisa.
Algo demasiado de prisa, anotó mentalmente Nastia.