El sueño del celta (22 page)

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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

BOOK: El sueño del celta
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Estaba empapado de pies a cabeza, con la mano hinchada y sangrante mal envuelta en su trapo que se había soltado y con una expresión de gran fatiga. Caminando con trancos enérgicos, Monteith y el sargento Daniel Bailey, que cojeaba, se perdieron en la neblina en dirección a Tralee. ¿Habría llegado allí Robert Monteith sin ser capturado por los oficiales de la Royal Irish Constabulary? ¿Había conseguido contactar en Tralee con la gente del IRB (Irish Republican Brotherhood) o los Voluntarios? Nunca supo cuándo y dónde fue capturado el sargento Daniel Bailey. Su nombre jamás se mencionó en los largos interrogatorios a que Roger fue sometido, primero en el Almirantazgo, por los jefes de los servicios de inteligencia británicos, y luego por Scotland Yard. La súbita aparición de Daniel Bailey en el juicio por traición como testigo de cargo del fiscal general dejó a Roger consternado. En su declaración, llena de mentiras, Monteith no fue nombrado una sola vez. ¿Seguía, pues, libre, o lo habían matado? Roger pidió a Dios que el capitán estuviera ahora mismo sano y salvo, escondido en algún rincón de Irlanda. ¿O habría participado en el Alza miento de Semana Santa y perecido allí como tantos irlandees anónimos luchando en esa aventura tan heroica como descabellada? Esto era lo más probable. Que hubiera estado en la Oficina de Correos de Dublín, disparando, junto a su admirado Tom Clarke, hasta que una bala enemiga puso fin a su vida ejemplar.

También había sido una aventura descabellada la suya. Creer que viniendo a Irlanda desde Alemania iba a poder atajar, él solo, con argumentos pragmáticos y racionales, el Alzamiento de Semana Santa planeado tan secretamente por el Military Council de los Irish Volunteers —Tom Clarke, Sean McDermott, Patrick Pearse, Joseph Plunkett y alguno más— que ni siquiera el presidente de los Voluntarios Irlandeses, el profesor Eoin MacNeill, había sido informado del Alzamiento ¿no era otra fantasía delirante? «La razón no convence a los místicos ni a los mártires», pensó. Roger había sido participante y testigo de largas e intensas discusiones en el seno de los Irish Volunteers sobre su tesis de que la única manera como una acción armada de los nacionalistas irlandeses contra el Imperio británico tendría éxito era si ella coincidía con una ofensiva militar alemana que tuviera inmovilizado al grueso de su poderío militar. Sobre esto, él y el joven Plunkett discutieron muchas horas en Berlín, sin ponerse de acuerdo. ¿Era porque los responsables del Consejo Militar nunca compartieron esa convicción suya que el IRB y los Voluntarios que prepararon la insurrección le habían ocultado sus planes hasta el último momento? Cuando, por fin, le llegó la información a Berlín, Roger sabía ya que el Almirantazgo alemán había descartado una ofensiva naval contra Inglaterra. Cuando los alemanes accedieron a enviar armas a los insurrectos, él se empeñó en ir en persona a Irlanda acompañando el armamento, con la secreta intención de persuadir a los dirigentes que sin una ofensiva militar alemana simultánea el levantamiento sería un sacrificio inútil. En eso, no se había equivocado. Según todas las noticias que había podido recoger aquí y allá desde los días de su juicio, el Alzamiento fue un gesto heroico pero se saldó con la matanza de los más arrojados dirigentes del IRB y de los Voluntarios y la prisión de centenares de revolucionarios. La represión sería ahora interminable. La independencia de Irlanda había retrocedido una vez más. ¡Triste, triste historia!

Tenía un sabor amargo en la boca. Otro grave error: haber puesto demasiadas ilusiones en Alemania. Recordó la discusión con Herbert Ward, en París, la última vez que lo vio. Su mejor amigo en el África desde que se conocieron, jóvenes ambos y ansiosos de aventuras, des confiaba de todos los nacionalismos. Era uno de los pocos europeos cultos y sensibles en tierra Áfricana y Roger aprendió mucho de él. Intercambiaban libros, hacían lecturas comentadas, hablaban y discutían de música, pintura, poesía y política. Herbert ya soñaba con ser alguna vez sólo un artista y todo el tiempo que podía robar a su trabajo lo dedicaba a esculpir tipos humanos Africanos en madera y en tierra. Ambos habían sido críticos severos con los abusos y crímenes del colonialismo y cuando Roger se convirtió en una figura pública y fue blanco de ataques por su
Informe sobre el Congo
, Herbert y Sarita, su mujer, ya instalados en París y aquél convertido en un prestigiado escultor que hacía ahora vaciados en bronce sobre todo, siempre inspirados en África, fueron sus más entusiastas defensores. También lo fueron cuando su
Informe sobre el Putumayo
, denunciando los crímenes cometidos por los caucheros del Putumayo contra los indígenas, provocó otro escándalo alrededor de la figura de Casement. Herbert, incluso, había mostrado al principio simpatía por la conversión nacionalista de Roger, aunque a menudo en sus cartas le bromeaba sobre los peligros del «fanatismo patriótico» y le recordaba la frase del doctor
John
son según la cual «el patriotismo es el último refugio de los canallas». Las coincidencias encontraron un límite con el tema de Alemania. Herbert rechazó siempre con energía la visión positiva, embellecedora, que Roger tenía del canciller Bismarck, el unificador de los estados alemanes, y del «espíritu prusiano», que a él le parecía rígido, autoritario, tosco, reñido con la imaginación y la sensibilidad, más afín al cuartel y a las jerarquías militares que a la democracia y a las artes. Cuando, en plena guerra, supo, por las denuncias de los diarios ingleses, que Roger Casement se había ido a Berlín a conspirar con el enemigo, le hizo llegar una carta, a través de su hermana Nina, poniendo fin a su amistad de tantos años. En la misma le hacía saber que el hijo mayor de él y de Sarita, un joven de diecinueve años, acababa de morir en el frente.

¿Cuántos amigos más había perdido, gentes que, como Herbert y Sarita Ward, lo apreciaban y admiraban, y lo tenían ahora por un traidor? Hasta Alice Stopford Green, su maestra y amiga, había objetado su viaje a Berlín, aunque, desde que fue capturado, nunca volvió a mencionar esa discrepancia. ¿Cuántas personas más le tendrían ahora asco por las vilezas que le achacaba la prensa inglesa? Un calambre en el estómago lo obligó a encogerse en su camastro. Permaneció así un buen rato hasta que fue pasando aquella sensación de tener en el vientre una piedra que le machacaba las entrañas.

En esos dieciocho meses en Alemania muchas ve ces se preguntó si no se había equivocado. No, al contra rio, los hechos habían confirmado todas sus tesis, cuando el Gobierno alemán hizo pública aquella declaración —en gran parte redactada por él mismo— manifestando su solidaridad con la idea de la soberanía irlandesa y su voluntad de ayudar a los irlandeses a recobrar la independencia arrebatada por el Imperio británico. Pero, después, en las largas esperas en Unter den Linden para ser recibido por las autoridades en Berlín, las promesas incumplidas, sus enfermedades, sus fracasos con la Brigada Irlandesa, había empezado a dudar.

Sintió que su corazón latía con fuerza, como cada vez que recordaba aquellos días helados, con tormentas y remolinos de nieve, cuando, por fin, después de tantas gestiones, consiguió dirigirse a los 2.200 prisioneros irlandeses en el campo de Limburg. Les explicó con cuidado, repitiendo un discurso ensayado en su cabeza a lo largo de meses, que no se trataba de «pasarse al bando enemigo» ni muchísimo menos. La Brigada Irlandesa no formaría parte del Ejército alemán. Sería un cuerpo militar independiente, con sus propios oficiales, y combatiría por la independencia de Irlanda contra su colonizador y opresor, «junto a, pero no dentro de», las Fuerzas Armadas alemanas. Lo que más le dolía, un ácido que corroía sin descanso su espíritu, no era que de 2.200 prisioneros sólo cincuenta y pico se hubieran inscrito en la Brigada. Era la hostilidad que había merecido su propuesta, los gritos y murmullos donde nítidamente detectó las palabras «traidor», «amarillo», «vendido», «cucaracha», con que muchos prisioneros le mostraron su desprecio, y, finalmente, los escupitajos e intentos de agresión de que fue víctima la tercera vez que intentó hablarles. (Intentó, porque sólo pudo pronunciar las primeras frases antes de ser callado por la silbatina y los insultos). Y la humillación que sintió al ser rescatado de una posible agresión, acaso un linchamiento, por los sol dados alemanes de la escolta, que lo sacaron corriendo del lugar.

Había sido un iluso y un ingenuo pensando que los prisioneros irlandeses se alistarían en esa Brigada equipada, vestida —aunque el uniforme lo hubiera diseñado el propio Roger Casement—, alimentada y asesorada por el Ejército alemán contra el que acababan de pelear, que los había gaseado en las trincheras de Bélgica, que había matado, mutilado y herido a tantos de sus compañeros, y que los tenía a ellos ahora entre alambradas. Había que entender las circunstancias, ser flexible, recordar lo que habían sufrido y perdido esos prisioneros irlandeses, y no guardarles rencor. Pero aquel choque brutal con una realidad que no esperaba fue muy duro para Roger Casement. Re percutió en su cuerpo al mismo tiempo que en su espíritu pues, de inmediato, le comenzaron las fiebres que lo tu vieron tanto tiempo en cama, casi desahuciado.

En esos meses, la lealtad y el afecto solícitos del capitán Robert Monteith fueron un bálsamo sin el cual probablemente no hubiera sobrevivido. Sin que las dificultades y frustraciones que encontraban por doquier hicieran mella —por lo menos visible— en su convicción de que la Brigada Irlandesa concebida por Roger Casement terminaría por ser una realidad y reclutaría en sus filas a la mayoría de los prisioneros irlandeses, el capitán Monteith se entregó con entusiasmo a dirigir el entrenamiento del medio centenar de voluntarios a los que el Gobierno alemán cedió un pequeño campo, en Zossen, cerca de Berlín. Y consiguió incluso reclutar a algunos más. Todos llevaban el uniforme de la Brigada concebido por Roger, incluido Monteith. Vivían en tiendas de campaña, hacían marchas, maniobras y ejercicios de tiro con fusil y pistola, pero con balas de fogueo. La disciplina era estricta y, además de los ejercicios, prácticas militares y deportes, Monteith insistió para que Roger Casement diera continuamente charlas a los brigadistas sobre historia de Irlanda, su cultura, su idiosincrasia y las perspectivas que se abrirían para Eire alcanzada su independencia.

¿Qué habría dicho el capitán Robert Monteith si hubiera visto desfilar como testigos de cargo de la acusación a ese puñado de ex prisioneros irlandeses del campo de Limburg —liberados gracias a un intercambio de prisioneros— y, entre ellos, nada menos que al propio sargento Daniel Bailey, en el juicio? Todos, respondiendo a las preguntas del fiscal general, juraron que Roger Casement, rodeado de oficiales del Ejército alemán, los había exhortado a pasarse a las filas del enemigo, haciendo espejear ante ellos como cebo la perspectiva de la libertad, un salario y futuras granjerias. Y todos habían corroborado esa mentira flagrante: que los prisioneros irlandeses que cedieron a su acoso y se inscribieron en la Brigada recibieron de inmediato mejores ranchos, más frazadas y un régimen más flexible de permisos. El capitán Robert Mon teith no se hubiera indignado con ellos. Habría dicho, una vez más, que esos compatriotas estaban ciegos, o, más bien, cegados por la mala educación, por la ignorancia y confusión en que el Imperio mantenía a Eire, poniéndole un velo en los ojos sobre su verdadera condición de pueblo ocupado y oprimido desde hacía tres siglos. No había que desesperar, todo aquello estaba cambiando. Y, acaso, como lo hizo tantas veces en Limburg y en Berlín, le contaría a Roger Casement, para levantarle el ánimo, con qué entusiasmo y generosidad se habían inscrito los jóvenes irlandeses —campesinos, obreros, pescadores, artesanos, estudiantes— en las filas de los Irish Volunteers desde que esta organización fue fundada, en un gran mitin en la Rotun da de Dublín el 25 de noviembre de 1913, como respuesta a la militarización de los unionistas del Ulster, liderados por sir Edward Carson, que amenazaban abiertamente con no respetar la ley si el Parlamento británico aprobaba el Home Rule, la Autonomía para Irlanda. El capitán Robert Monteith, antiguo oficial del Ejército británico, por el que había peleado en la guerra de los Boers, en África del Sur, donde recibió heridas en dos combates, fue uno de los primeros en alistarse en los Voluntarios. A él se le confió la preparación militar de los reclutas. Roger, que asistió a aquel emocionante mitin de la Rotunda y fue uno de los tesoreros de los fondos para la compra de armas, elegido para este cargo de extrema confianza por los líderes de los Irish Volunteers, no recordaba haber conocido en aquel entonces a Monteith. Pero éste aseguraba haberle estrechado la mano y haberle dicho que estaba orgulloso de que fuera un irlandés quien denunció ante el mundo los crímenes que se cometían contra los aborígenes en el Congo y en la Amazonia.

Recordó las largas caminatas que daba con Monteith en los alrededores del campo de Limburg o por las calles de Berlín, a veces en las madrugadas pálidas y frías, a veces en el crepúsculo y con las primeras sombras de la noche, hablando obsesivamente de Irlanda. Pese a la amistad que nació entre ellos, nunca consiguió que Monteith lo tratara con la informalidad con que se trata a un amigo. El capitán siempre se dirigía a él como a su superior político y militar, cediéndole la derecha en las veredas, abriéndole las puertas, acercándole las sillas y saludándolo, antes o después de estrecharle la mano, chocando los talones y llevándose marcialmente la mano al quepis.

El capitán Monteith oyó hablar por primera vez de la Brigada Irlandesa que trataba de formar Roger Casement en Alemania a Tom Clarke, el sigiloso líder del IRB y los Irish Volunteers, y se ofreció de inmediato para ir a trabajar con él. Monteith estaba entonces confinado en Limerick por el Ejército británico, como castigo por haberse descubierto que daba instrucción militar clandestina a los Voluntarios. Tom Clarke consultó con los otros dirigentes y su propuesta fue aceptada. Su recorrido, que Monteith contó a Roger con lujo de detalles apenas se vieron en Alemania, tuvo tantos percances como una novela de aventuras. Acompañado de su esposa a fin de disimular el contenido político de su viaje, Monteith partió de Liverpool a New York en septiembre de 1915. Allí, los dirigentes nacionalistas irlandeses lo pusieron en manos del noruego Eivind Adler Christensen (al recordarlo, Roger sintió que se le retorcía el estómago), quien, en el puerto de Hoboken, lo introdujo a escondidas en un barco que partiría pronto rumbo a Christiania, la capital de Noruega. La esposa de Monteith se quedó en New York. Christensen lo hizo viajar como polizonte, cambiando a menudo de camarote y pasando largas horas escondido en las sentinas de la nave donde el noruego le llevaba agua y comida. El barco fue detenido por la Royal Navy en plena travesía. Un pelotón de marinos ingleses lo invadió y revisó la documentación de tripulantes y pasajeros, en busca de espías. Los cinco días que los marinos ingleses demoraron en registrar la nave, Monteith saltó de unos escondrijos a otros —a veces tan incómodos como estar acuclillado en un clóset bajo altos de ropa y, otras, zambullido en un barril de brea— sin ser descubierto. Por fin, desembarcó clandestinamente en Christiania. Su cruce de las fronteras sueca y danesa para entrar a Alemania fue no menos novelesco y lo obligó a usar disfraces diversos, uno de ellos de mujer. Cuando, por fin, llegó a Berlín, descubrió que el jefe al que venía a servir, Roger Casement, estaba enfermo en Baviera. Ni corto ni perezoso tomó de inmediato el tren y al llegar al hotel bávaro donde aquél convalecía, haciendo chocar los tacos y tocándose la cabeza, se presentó con esta frase: «Este es el momento más feliz de mi vida, sir Roger».

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