El sueño de los justos (63 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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Pero Natareno no tiene tiempo para reaccionar. Don Rufino se ha lanzado al galope con su escolta y Joaquín Larios, justo en dirección contraria a la que habían tomado los hombres del general Cuevas.

Diez minutos más tarde, el general llega al cuartelillo. Viene lívido y ansioso. Y lo primero que hace es pedir la novedad a Natareno.

—Ninguna novedad, mi general. Sólo que el señor presidente estuvo aquí y se fue hace un tantito.

—Ah puta, ¿y eso no es novedad?

—Pues yo digo que sí.

—¿Y qué quería el señor presidente?

—Ver a los prisioneros.

—¿Y los vio?

—Sí, mi general. Bueno, sólo vio a Joaquín Larios. Y se molestó mucho de que no estuviera el otro.

Fernando Córdova, que ha escuchado la conversación, le dice en voz baja a Cuevas:

—Le dije que, en estas circunstancias, no era prudente soltar a Leocadio Ortiz.

—¿Y qué dijo el señor presidente?

—Decir, no dijo mucho, pero se llevó a Joaquín Larios.

—¿Que se llevó a Joaquín Larios?

—Sí, mi general.

—¿Adonde?

—Dijo que a un lugar más seguro, pero yo mandé...

Natareno se detiene. Teme decir al general lo que ha averiguado, tras la marcha del presidente.

—¡Pero qué, Natareno, pero qué!

—Pues que mandé a dos de mis hombres a preguntar en la Guardia de Honor y en la Casa Presidencial y allí no saben nada del detenido. A no ser que el señor presidente se lo haya llevado a Matamoros o al Castillo de San José.

—¿Y en la Casa Presidencial? ¿Qué saben de don Rufino?

El sargento no responde.

—¡Natareno! —amenaza el general.

—Dicen que no se ha levantado todavía.

—¡Me lleva la tiznada, Natareno! ¡Quiero que me digas una cosa y piensa bien la respuesta! ¿Estás seguro de que quien entró aquí hace un rato era el señor presidente?

—Lo estuve... lo estaba...

—Y ahora no lo estás.

—No, mi general, no lo estoy.

Cuevas toma por un brazo a Fernando Córdova, lo arrastra hasta su despacho y, una vez dentro, cierra la puerta de golpe.

—¡Es usted un perfecto imbécil! ¿Qué clase de información es la que me dio? ¿Cómo vamos a explicar al presidente que Joaquín Larios ha huido?

—En todas partes hay fugas, general. Lo entenderá, no se preocupe.

—¿Que no me preocupe? ¡Es usted un irresponsable!

—Encontraremos alguna solución, ya verá.

—¡Dígame una, una sola!

Fernando Córdova se quita el bombín y con la palma de la mano arrastra las gotas de sudor que se le han depositado en la frente.

—Estamos en un aprieto, pero no hay que perder la calma.

Camina hacia la ventana del despacho. La luna baña a los jinetes formados frente al cuartelillo de la Comandancia.

—-Voy a movilizar a mis hombres —dice Cuevas dirigiéndose a la puerta—. Esos tipos no han podido ir muy lejos. ¡Voy a poner la ciudad patas arriba hasta que los encuentre!

—¡Espere, general! No haga eso. ¿Quiere que el presidente se entere de que unos desconocidos han entrado en el cuartel y se han llevado de aquí a Joaquín Larios? ¿Sabe cómo... mejor dicho, sabe dónde acabaríamos usted y yo?

—¿Y qué quiere que haga? ¿Cómo le explico al presidente que uno de los prisioneros se ha fugado?

—Envíe mensajeros a las garitas, para que estén alerta, pero no vaya a armar un relajo. Tengo una idea mejor.

Córdova se despoja de la levita y agrega:

—¿Puedo dar una orden en su nombre?

—¿Qué clase de orden?

—¿Puedo? —insiste Córdova.

Cuevas mueve la cabeza con visible desasosiego. Se despoja del quepis y lo arroja sobre el escritorio.

Córdova toma el gesto por un sí, abre la puerta y se dirige al cuarto de la guardia donde
Basilio,
la cabeza hundida entre las manos, parece meditar. De una patada, le desvía los codos y
Basilio
cae al suelo.

—¡Hijo de la gran puta! —le dice en voz baja.

—¡Puedo explicarle lo que ha ocurrido —dice
Basilio
—. puedo explicárselo todo! Sé quién es el hombre que se hizo pasar por el presidente. Es muy sencillo, mire...

Por toda respuesta,
Basilio
recibe un puñetazo en la boca y, acto seguido, un vendaval de patadas y pisotones.

—¡Natareno! —grita Córdova fuera de sí.

Natareno aparece en la puerta.

—¡Cuelga a este cabrón de una red!

—Usted no puede hacerme esto —balbucea
Basilio.

—¡Claro que puedo! ¿Con quién cree que habla?

Córdova levanta a
Basilio
por la pechera y mirándole a los ojos, le dice con la voz saturada de rabia:

—Se lo advertí, rata inmunda, pero me volvió a engañar. No habrá una tercera ocasión. Para cuando salga el sol, no lo va a conocer ni la madre que lo trajo al mundo. Será un bonito disfraz, antes de emprender el viaje del que no se regresa.

El grupo de jinetes que cruza el arrabal de Candelaria cruza como una exhalación alquerías, huertas y herbazales que se van haciendo más escasos a medida que se acercan al Guarda del Golfo. Dejan atrás la antigua parroquia de la Asunción y, tras cruzar un extenso bosque de encinos, divisan una puerta de tres arcos y unas instalaciones modestas que albergan a la docena de soldados que vigilan la salida hacia el Atlántico. La noche está a favor de los fugados, el primero de los cuales se aproxima al lugar dando gritos.

—¡Abran paso al señor presidente de la República!

Sorprendidos por las voces, los tres hombres que guardan la salida descuelgan sus rifles, los engatillan y apuntan al bulto que se acerca. No son soldados expertos, sino hombres elementales, como la mayoría de los que integran el nuevo ejército nacional.

El más espabilado de los tres se atreve, no obstante, a decir:

—¡Alto, alto! ¿Quién vive? ¡Quién vive o disparo!

De las modestas instalaciones situadas enfrente del fielato, salen otros hombres armados en auxilio de sus compañeros y, en instantes, los fugitivos tienen frente a ellos una línea de gente uniformada que les apunta con sus rifles.

Los jinetes se detienen. Uno de ellos se separa del grupo y pone su cabalgadura al paso, un bellísimo corcel blanco de cuyos sudorosos ijares la luna arranca destellos.

Hay algo mágico en esta especie de centauro, algo de ensalmo o de misterio que relaciona el inconsciente de la soldadesca con la imagen de Santiago Apóstol, protector de la ciudad y del Valle de la Ermita, icono de la antigua capital del Reino, y emblema del Cabildo en la nueva, imagen que los indios veneran en aldeas y pueblos o tallan en pequeñas efigies con las cuales danzan en las procesiones religiosas.

Pero el cabo al mando de la tropa, quizás menos devoto que sus compañeros, no las tiene todas consigo. Se ha percatado de que uno de los jinetes apenas puede sostenerse en su cabalgadura y exige con voz bronca la consigna del día.

—¡Quién vive o disparo! —insiste.

La aparición se acerca al soldado y le grita:

—-viva Barrios y viva la Reforma y
déjese de joder!

El soldado retrocede. El apóstol dice palabrotas, así que no debe de ser Santiago, sino el mismísimo presidente de la República. Todos pueden ver, además, su barba de candado, su cabello cortado a punta de tijera, sus botas y su elegante levita. Saben que nunca viste uniforme y han sido advertidos, además, de las visitas intempestivas que en los últimos días hace a los cuarteles y a los guardas que vigilan la ciudad.

—¡Abran paso a don Rufino! —ordena, de pronto, el cabo con voz trémula.

Los jinetes no saludan ni se entretienen en ceremonias. Corren hacia el borde del abismo y emprenden el descenso al riachuelo. Hacen la bajada a pie y en fila india, llevando a los caballos de la rienda, pero a medida que se hunden en la sima, la noche se vuelve más tenebrosa. El sendero que concluye en el río Las Vacas ha sido tallado en un despeñadero tupido por una espesa enramada de árboles, y sólo el claro balasto de poma que serpea por su falda permite ver el trazo del camino. Los fugitivos saben que no estarán a salvo hasta en tanto no asciendan por el farallón de enfrente y que los hombres de la garita pueden ser alertados en cualquier momento, pero no pueden apresurar la bajada. El barranco es tan cortado que, en algunos tramos, un resbalón o un mal paso puede concluir en una caída fatal.

Cuando al fin tocan el lecho del río, reparan que el verano ha reducido el caudal a un arroyo y que su cauce es en realidad una brecha sísmica en cuyo fondo yacen rocas milenarias, troncos atravesados, piedrín y arbustos. Sin darse un respiro, salvan la cañada y atacan la subida por el camino de mulas que zigzaguea en la ladera opuesta. No hay señales de que nadie les siga, lo que pone alas a su fuga, y un cuarto de hora más tarde logran alcanzar la meseta que da cima al farallón.

Los siete hombres respiran con alivio. Una hora antes, no tenían seguridad de salir con vida de la Comandancia de Armas. Ahora, con el barranco a sus espaldas y, frente a ellos, el camino que conduce al Golfo Dulce, piensan que han pasado lo peor.

Antes de lanzarse de nuevo al galope, el hombre del caballo blanco se acerca a Joaquín Larios.

—¿Se
siente con fuerzas para seguir? —le pregunta.

El aludido, desfigurado el rostro, sanguinolenta la piel, trata de identificar al líder de la fuga, pero sus párpados están ulcerados y renuncia a la pesquisa. Ha cabalgado hasta aquí de la rienda de uno de sus liberadores y tendrá que seguir así hasta que lleguen a puerto seguro.

—Puedo, puedo —susurra—. No nos detengamos.

El hombre del caballo blanco azota el cuello del animal y pica espuelas, pero, en vez de tomar la ruta hacia el Atlántico, enfila el camino que conduce al pueblo de Lavarreda y a la labor de Ballesteros. Cruzan más adelante el Rincón de los Potros y, al cabo de media hora, alcanzan el Valle de Pínula. Ascienden luego a una llanura extensa y, en la encrucijada donde el camino se divide en dos rumbos opuestos, el que lleva a El Salvador y el que regresa a Guatemala, el hombre del caballo blanco se detiene. Desengancha de la grupa una cartera de cuero en cuyo interior se puede oír el inconfundible ruido de las monedas y se la entrega a uno de los fugitivos. Se detiene frente al reo liberado y, al examinar su rostro cruzado de llagas, no puede reprimir un gesto de dolor.

—Adiós, amigo —le dice en voz baja—. Está en buenas manos. Estos hombres le ayudarán a cruzar sano y salvo la frontera.

—¿Quién es usted? ¿Por qué hace esto?

Néstor Espinosa no responde a la pregunta de Joaquín Larios. Espolea los ijares del corcel y lo hace galopar hacia el boscoso descenso que conduce al Llano de la Virgen y al pueblo de Ciudad Vieja. Por su mente pasan docenas de recuerdos; por su corazón, otras tantas emociones.

Piensa en Clara, golpeada por los avatares de la vida, en su belleza madura y en el amor que aún siente por ella.

Piensa en el
pequeño
sacrificio al que se refería Elena Castellanos y en la íntima complacencia que le causa haber incurrido en él para salvar a Joaquín.

Y piensa en la peripecia de su vida, en el círculo que se cierra en torno a ella, en la revolución, en los muertos, en los fracasos, en las heridas.

Pero sobre todo, piensa en
Basilio,
el bufón perverso, el hombre que encarnaba, a la vez, el siniestro lado del payaso y la simpática faz del malhechor. Sus guasas y chirigotas eran la máscara tras la que escondía sus rencores. Y nadie reparaba en ello porque la gente suele ser benévola con quien hace gracia y rara vez somete a juicio la bufonería. Le habría sido difícil atribuir un solo móvil a sus bajezas, de no haberse delatado él mismo. El dinero fue sin duda uno: la delación y el secreto suelen ser mercancías valiosas. Pero su resentimiento contra Joaquín, una de las pocas cosas que era incapaz de ocultar, le había llevado a cometer vilezas tales como inventarle una inexistente relación amorosa con Clara a fin de instigar una pelea que él era incapaz de librar. Incluso se había ofrecido como padrino del duelo con el avieso designio de ver cómo Néstor mataba a Joaquín. Pero si era Néstor quien caía, qué más daba. Ya habría oportunidad de acabar con el
catrín
en otra ocasión. Y al cabo la había encontrado en la conspiración para asesinar al presidente, incluyendo el nombre de Joaquín en la lista de los conjurados.
Basilio
pertenecía a esa raza de hombres que vienen al mundo a hacer daño, a destrozar vidas sin pesar, a segar la felicidad o la inocencia de quienes tienen la desgracia de cruzarse en su camino. Leocadio Ortiz le había puesto sin duda un buen apodo. Porque la taltuza era eso, el mal a ciegas, el impulso animal que late en el seno de los hombres que devoran y destruyen lo que otros siembran. Mas, a pesar de su olfato y de su astucia, el azar había querido que ésta cayera en la trampa de Néstor.

Y lo que Córdova hiciese ahora con
Basilio
era algo que a Néstor no le preocupaba ni incumbía.

Al llegar a Ciudad Vieja, las primeras luces del alba corren ya los azulados velos que oscurecen la llanura. Néstor evita cruzar la aldea y se adentra en el bosque por senderos semiocultos por la vegetación. Descabalga en un claro y toma en sus manos la jaula que se oculta bajo la frazada estribera. La abre y libera la paloma. El ave despliega un ruidoso aleteo, se eleva por los aires, circunda el claro y emprende el vuelo hacia la ciudad.

Néstor desensilla el caballo, lo acaricia y murmura:

—Lástima que no pueda retenerte, compañero.

Le da una palmada en las ancas y el animal galopa hasta perderse entre la centenaria arboleda y las lagunetas del Llano de la Virgen. Se echa la montura al hombro y se encamina a la propiedad heredada de su madre. No hay aún humo en los ranchos. Los peones y sus familias duermen.

Abre la puerta de la casa y deja la montura en un rincón. Llena una palangana con agua, se lava el rostro, las manos. Al verse en el espejo observa que todavía quedan huellas de corcho ahumado en los párpados y en los lacrimales. Y se dice que todo ha funcionado como el día en que los hombres inventaron el teatro. La gente ve lo que quiere ver. O como decía mister Ross, el engaño es posible debido a la magia y el encantamiento que el engaño crea.

Y el teatro es puro engaño. Sólo hace falta que la actuación y el disfraz sean convincentes.

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