El Suelo del Ruiseñor (5 page)

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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

BOOK: El Suelo del Ruiseñor
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El jardín estaba repleto de árboles y arbustos que no crecían como los de la montaña, densos y apiñados, sino que cada uno ocupaba su propio lugar en la disposición, transmitiendo una sensación de sosiego y equilibrio. Sin embargo, a veces me parecía advertir cierta similitud con la montaña, como si ésta hubiera sido capturada y hubieran instalado su miniatura en el jardín.

También abundaban los sonidos, como el murmullo del agua que fluía sobre las rocas y goteaba de los canales. Nos detuvimos para lavarnos las manos en el aljibe, del que se escapaba el agua tintineando como un cascabel, como si hubiese cobrado vida.

Los criados de la casa esperaban en la veranda para dar la bienvenida a su señor. Me sorprendió su reducido número, aunque más tarde me enteré de que el señor Otori llevaba una vida muy frugal. La servidumbre se componía de tres muchachas, una mujer de cierta edad y un hombre que rondaba los 50 años. Tras las reverencias, las muchachas se retiraron, y el hombre y la mujer me miraron sin apenas disimular su asombro.

—¡Se parece tanto a...! —susurró la mujer.

—¡Qué extraño! —convino el hombre, negando con la cabeza.

El señor Otori sonreía mientras se quitaba las sandalias para acceder a la casa.

—Cuando le encontré era de noche y no me di cuenta hasta la mañana siguiente. Pero sólo es un ligero parecido.

—No, es mucho más que eso —dijo la anciana, guiándome al interior—. Es la viva imagen...

El criado nos siguió frunciendo los labios mientras me observaba como si acabara de morder una ciruela agria, como si presagiase que mi entrada en la casa traería consigo la desgracia.

—En todo caso, le he dado el nombre de Takeo —dijo el señor, girando la cabeza hacia atrás—. Calentad el baño y buscad ropas para él.

—¡Takeo! —exclamó la mujer—. Pero ¿cuál es tu verdadero nombre?

Al ver que yo no respondía, que tan sólo me encogía de hombros y sonreía, el criado contestó bruscamente:

—¡Es un tarado!

—No, puede hablar perfectamente —replicó el señor Otori, con impaciencia—. Le he oído hablar, pero las cosas terribles que ha presenciado le han dejado mudo. Cuando supere la impresión, hablará de nuevo.

—Claro que sí —dijo la anciana, mientras me miraba sonriente—. Ven con Chiyo. Yo cuidaré de ti.

—Os pido excusas, señor Shigeru —dijo el criado, testarudo. Yo tenía la sensación de que estos dos criados conocían al señor desde que era niño y lo habían criado—; pero ¿qué planes tenéis para el muchacho? ¿Le buscamos trabajo en el jardín o en la cocina? ¿Debemos enseñarle sus labores? ¿Hay algo que sepa hacer?

—Tengo la intención de adoptarle —respondió el señor Otori—. Mañana puedes iniciar los trámites, Ichiro.

Hubo un prolongado silencio. Ichiro se quedó estupefacto, pero no más de lo que yo lo estaba. Chiyo intentaba disimular su sonrisa. Entonces, los dos comenzaron a hablar a la vez. Ella murmuró una disculpa y dejó que el criado hablase primero.

—Esto es muy inesperado —dijo, de mal talante—. ¿Lo habíais planeado antes de iniciar vuestro viaje?

—No, sucedió por casualidad. Ya sabéis lo que he sufrido tras la muerte de mi hermano y cómo he buscado consuelo en mis expediciones. Encontré a este chico, y desde entonces mi sufrimiento ha ido haciéndose más soportable.

Chiyo enlazó las manos.

—El destino os lo ha enviado. En cuanto reparé en vos, noté que habíais cambiado, que de alguna forma habíais curado vuestra herida, si bien es cierto que nadie podrá reemplazar al señor Takeshi...

¡Takeshi! Así que el señor Otori me había dado un nombre como el de su hermano y tenía la intención de adoptarme. Los Ocultos dicen que renacemos a través del agua: yo lo había hecho a través de la espada.

—Señor Shigeru, estáis cometiendo un terrible error —dijo Ichiro, sin rodeos—. El muchacho es un don nadie, un plebeyo... ¿Qué va a pensar el clan? Vuestros tíos jamás lo permitirán. Tan sólo la petición es una ofensa.

—Mírale —dijo el señor Otori—. Quienesquiera que fuesen sus padres, seguro que alguno de sus antepasados no era plebeyo. En todo caso, le rescaté de los Tohan. Iida quería que le matasen. Una vez que he salvado su vida, el chico me pertenece, y debo adoptarle. Para estar a salvo de los Tohan tiene que contar con la protección del clan. Maté a un hombre, quizá a dos, por su causa.

—Un alto precio. Esperemos que no sea aún más alto —contesto Ichiro, con brusquedad—. ¿Qué hizo el muchacho para atraer la atención de Iida?

—Estaba en el lugar inadecuado en el momento inoportuno, nada más. No hace falta contar su historia. Puede ser un pariente lejano de mi madre. Seguro que ya se te ocurrirá algo...

—Los Tohan llevan tiempo persiguiendo a los Ocultos. ¿Podéis afirmar que no es uno de ellos?

—Si antes lo fue, ya ha dejado de serlo —respondió el señor Otori, con un suspiro—. Todo eso es agua pasada. Es inútil discutir, Ichiro. He dado mi palabra de que protegería a este muchacho y nada me hará cambiar de opinión. Además, le he tomado cariño.

—Traerá la desgracia —insistió Ichiro.

Los dos hombres se miraron fijamente durante un instante. El señor Otori hizo un gesto impaciente con la mano, e Ichiro bajó los ojos y se inclinó a regañadientes. Mientras tanto, yo pensaba en lo útil que resultaba ser señor: uno siempre sabía que al final se saldría con la suya.

De repente, sopló una ráfaga de viento. Las contraventanas crujieron y, con el sonido, el mundo volvió a ser irreal para mí. Era como si una voz me dijese dentro de la cabeza: "En esto te vas a convertir". Deseaba con todas mis fuerzas volver atrás en el tiempo, hasta el día antes de ir a las montañas a recoger setas. Quería regresar a mi antigua vida, con mi madre y mi gente, pero sabía que mi niñez quedaba atrás, había terminado, ya nunca estaría a mi alcance. Tenía que convertirme en un hombre y sobreponerme a todo lo que el destino me enviara.

Con estos nobles pensamientos en mi mente, seguí a Chiyo hasta el pabellón del baño. Era evidente que ella desconocía la decisión a la que yo había llegado, pues me trató como a un niño. Hizo que me desvistiera y me frotó por todo el cuerpo, para después dejarme en remojo en el agua humeante.

Al cabo de un rato, regresó con un ligero manto de algodón y me pidió que me lo pusiera. Yo la obedecí sin rechistar... ¿Qué otra cosa podía hacer? Me frotó el cabello con una toalla y me lo peinó hacia atrás, recogiéndolo en una coleta enroscada y sujeta en lo alto de la cabeza.

—Tenemos que cortarlo —murmuró, y pasó la mano por mi cara—. Todavía tienes poca barba. ¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis?

Asentí con la cabeza. Ella sacudió la suya y suspiró.

—El señor Shigeru quiere que comas con él —dijo, y añadió quedamente—: Espero que no le traigas más sufrimiento.

Me imaginé que Ichiro le había hecho partícipe de sus recelos.

Seguí a Chiyo de vuelta a la casa, en cuyo interior intenté asimilar todos los detalles. Había oscurecido casi por completo. Las linternas, sobre peanas de hierro, proyectaban un resplandor anaranjado sobre los rincones de las estancias, pero no alumbraban lo suficiente para ver los objetos con nitidez. Chiyo me condujo hasta la sala principal, donde, en un rincón, había una escalinata. Nunca antes había visto yo una de ellas. En Mino teníamos escalas, pero nadie tenía una escalera propiamente dicha, como la que estaba frente a mí. Era de madera oscura —probablemente roble— y bruñida, y cada uno de sus escalones crujía cuando yo posaba el pie. De nuevo hubiera jurado que se trataba de un objeto mágico, y me parecía percibir la voz de su constructor a medida que ascendía los peldaños.

La sala estaba vacía y las mamparas correderas que daban al jardín se encontraban abiertas de par en par. Comenzaba a llover. Chiyo me hizo una reverencia —no muy profunda, observé— y se marchó escaleras abajo. Escuché sus pasos y oí cómo hablaba con las criadas en la cocina. La sala era la más hermosa de cuantas había llegado a conocer. Desde entonces, he frecuentado numerosos castillos, palacios y mansiones nobles, pero ninguno me ha impresionado tanto como la sala de la casa del señor Otori aquella noche del octavo mes, con la lluvia cayendo mansamente sobre el jardín. Al fondo de la estancia, un gigantesco poste —el tronco de un cedro— se elevaba hasta tocar el techo. Había sido pulido con esmero, dejando a la vista los nudos y los granos de la madera. Las vigas también eran de madera de cedro y su suave tono marrón rojizo contrastaba con el color crema de las paredes. La estera había adquirido por el uso un tono dorado, y las juntas estaban unidas por tiras de tela color añil, con la garza de los Otori bordada en blanco.

En una hornacina de la pared colgaba un pergamino con la pintura de un pequeño pájaro que me recordó al papamoscas de alas verdiblancas de mi bosque. Era tan real que parecía a punto de alzar el vuelo. Me sorprendía que un artista de tal calidad conociera así de bien las humildes aves de la montaña.

Escuche ruidos procedentes del piso inferior y me senté rápidamente en el suelo, con los pies pulcramente recogidos bajo mis piernas. A través de las ventanas abiertas, divisé a una garza en uno de los estanques del jardín. Ésta clavó el pico en el agua y sacó un animalillo que se retorcía sin cesar. Entonces, se irguió con elegancia y emprendió el vuelo por encima de los muros del jardín. El señor Otori entró en la sala, seguido por dos de las muchachas, que llevaban bandejas con comida. Me miró e inclinó la cabeza. Yo hice una reverencia, tocando el suelo con la frente. Por un momento se me antojó que él, Otori Shigeru, era la garza, y yo era la pequeña criatura zigzagueante que había apresado, arrancándome de mi mundo de la montaña y alzando el vuelo a continuación.

La lluvia caía ahora con más fuerza, y en la casa y en el jardín resonaba el cántico del agua. Ésta se desbordaba de los canales y bajaba por las cadenas hasta llegar al torrente que discurría entre los estanques. Cada una de las cascadas tenía un sonido diferente. La casa estaba cantando para mí, y en ese instante me enamoré de ella. Deseaba formar parte de aquella casa: haría cualquier cosa por ella y todo lo que su dueño me pidiera.

Una vez terminada la comida y retiradas las bandejas, nos sentamos, al caer la noche, junto a la ventana abierta. En el último atisbo de luz, el señor Otori señaló hacia el extremo del jardín. El torrente que lo atravesaba en cascadas fluía por un orificio de poca altura perforado en el muro con techumbre de tejas. El río emitía un rugido profundo y constante, y sus aguas verdes y parduzcas llenaban el orificio como si de un biombo pintado se tratase.

—Me gusta llegar a casa —dijo él, en voz baja—. Pero, al igual que el río siempre está a la puerta, así está siempre el mundo de puertas afuera. Y es en ese mundo donde estamos obligados a vivir.

2

El mismo año en que Otori Shigeru rescató al muchacho que se convertiría en Otori Takeo, de Mino, tuvieron lugar ciertos acontecimientos en un castillo lejano, situado en el sur. El castillo pertenecía a Noguchi Masayoshi, quien lo había recibido de Iida Sadamu como recompensa por su participación en la batalla de Yaegahara. En dicha contienda, Iida había derrotado a los Otori -sus eternos rivales- y los había obligado a rendirse en términos favorables para él. Más tarde, Sadamu trasladó su atención al tercero de los grandes clanes de los Tres Países, el de los Seishuu, cuyos dominios abarcaban la mayor parte del sur y del oeste. Los Seishuu no eran partidarios de alcanzar la paz por medio de guerras, sino a través de alianzas, y éstas se sellaban con rehenes, bien procedentes de los grandes dominios, como los Maruyama, bien de otros más pequeños, como los Shirakawa, sus parientes más cercanos.

Kaede, la hija mayor del señor Shirakawa, había llegado al castillo Noguchi en calidad de rehén al poco tiempo de cambiar su fajín de niña por el de muchacha y, para cuando se produjeron los acontecimientos, había habitado en el castillo más de la mitad de su vida: el tiempo suficiente como para aborrecer la fortaleza por mil motivos. Por la noche, cuando estaba demasiado cansada para conciliar el sueño y no se atrevía a dar vueltas en la cama por si alguna de las muchachas mayores alargaba el brazo y la abofeteaba, Kaede repasaba mentalmente la lista de las cosas que más odiaba del castillo. Había aprendido hacía tiempo a no revelar sus pensamientos. Tenía el consuelo de que nadie podía entrar en su mente y abofetearla, aunque Kaede sabía que a más de una compañera le hubiera encantado poder hacerlo. Era por eso que la golpeaban tan a menudo en la cara y por todo el cuerpo.

Con infantil determinación, ella se aferraba a los difusos recuerdos que tenía del hogar que hubo de abandonar a los siete años de edad. Desde el día en que su padre la había escoltado hasta el castillo no había vuelto a ver a su madre ni a sus hermanas menores.

Desde entonces, su padre había regresado en tres ocasiones, para descubrir que habían alojado a Kaede con los criados y no con los niños Noguchi, como correspondería a la hija de una familia de guerreros. Se sentía totalmente humillado; tanto, que ni siquiera fue capaz de protestar, aunque Kaede, extrañamente observadora para su edad, había detectado la consternación y la furia en sus ojos. Las dos primeras veces les habían permitido hablar en privado durante unos momentos. El recuerdo más nítido que Kaede tenía de él era el instante en que su padre la tomó por los hombros y le dijo con intensa emoción:

—¡Ojalá hubieras nacido varón!

La tercera vez sólo le permitieron mirar a la muchacha. Después, ya nunca regresó, y desde entonces ella no había tenido noticia alguna de su familia.

Kaede comprendía las razones de su padre. Cuando cumplió los 12 años, a base de mantener los oídos atentos y entablar conversaciones aparentemente inocentes con las pocas personas que se compadecían de ella, Kaede se enteró de su situación: era una rehén, una víctima de las luchas entre clanes. Su vida no tenía valor alguno para los señores que ahora eran sus dueños, con la salvedad de que podía servirles como objeto de trueque en su afán de poder. Su padre era el señor del dominio de Shirakawa, de gran importancia estratégica, y su madre estaba emparentada con los Maruyama. Y debido a que su padre no tenía hijos varones, tendría que adoptar como heredero al esposo de Kaede, quienquiera que fuese. Al mantener a su hija cautiva, los Noguchi también contaban con la lealtad, la alianza y la herencia del señor Shirakawa.

Kaede ya no pensaba en las cosas realmente importantes: el miedo, la añoranza, la soledad... El primer lugar de la lista de todo lo que odiaba lo ocupaba la certeza de que los Noguchi no la valoraban ni siquiera como rehén. De la misma forma, odiaba el modo en que las muchachas se burlaban de ella por ser zurda e inexperta; el hedor que emanaba de la garita de los guardias, situada junto a la cancela; los empinados escalones que tanto costaba subir cuando uno iba cargado... Y es que Kaede siempre iba cargada con algo: cuencos de agua fría o calderos de agua caliente; comida que los hombres, siempre hambrientos, devoraban a toda velocidad; objetos que habían olvidado o que les daba pereza ir a recoger. Odiaba el mismo castillo, las gigantescas piedras de los sótanos y la oscura opresión de las habitaciones superiores, donde las retorcidas vigas del techo parecían hacerse eco de sus sentimientos, deseando liberarse de la deformación a la que se hallaban sometidas y huir hacia el bosque, de donde procedían.

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