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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

El sudario (21 page)

BOOK: El sudario
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—Marshall y Jolene visitaron la catedral —dijo Hannah—. Debieron de hacer fotos del Sudarium, sin duda.

—Puede ser. Alguien las hizo.

—¿Querría un modelo para sus pinturas?… —Su voz se fue apagando, mientras trataba de imaginarse otras posibilidades.

Nada había quedado sin estudiar en el famoso lienzo, desde la naturaleza del tejido hasta los restos de polen que conservaba, procedentes, según la ciencia, de plantas propias de Oviedo, Toledo, el norte de África y Jerusalén, confirmando así la ruta que había seguido a lo largo de la historia, según la tradición.

Las pruebas más llamativas eran, sin embargo, las diversas manchas del Sudarium, que según los análisis estaban compuestas de sangre y un pálido líquido marrón. De su estudio se deducía que el hombre cuyo rostro había cubierto el lienzo murió en posición vertical, con su cabeza inclinada setenta grados hacia delante y veinte hacia la derecha.

Las manchas de sangre provenían de heridas abiertas en la cabeza y la base del cuello, hechas por «pequeños objetos cortantes», posiblemente las puntas de la corona de espinas. En cuanto a las manchas marrones, eran fluido pulmonar, secreciones de la pleura que se acumulaban en los pulmones de quienes morían por asfixia, causa inmediata de la muerte por crucifixión. El líquido es expulsado por la nariz cuando el cuerpo sufre una fuerte sacudida, como necesariamente hubo de ocurrirle a Jesús al ser bajado de la cruz.

Minuciosos experimentos fueron llevados a cabo por el Centro Español de Estudios Sindonológicos (investigaciones sobre la Sábana Santa) de Valencia, para demostrar que el paño hubo de ser doblado y colocado sobre el rostro para que la sangre y el fluido pulmonar produjeran ese preciso patrón de manchas. Un investigador superpuso una imagen del Sudarium sobre otra del Sudario de Turín y concluyó que había ciento veinte «puntos de coincidencia», donde las manchas de cada lienzo encajaban. Conclusión: las dos piezas de tela habían cubierto al mismo hombre.

—Pero ¿cómo saben que fueron dos piezas? —preguntó Hannah.

—Eso es sencillo —el padre Jimmy se incorporó y sacó una Biblia del estante—. Evangelio de San Juan, capítulo veinte, donde Simón Pedro y otro discípulo entran al Sagrado Sepulcro.

Leyó el pasaje a su amiga. Su voz era apenas un murmullo en la silenciosa rectoría:

Corrían los dos juntos. Pero el otro discípulo corría más que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se agachó y vio los lienzos en el suelo, pero no entró. Después llegó Pedro. Entró a la sepultura y vio los lienzos tumbados. El sudario que pasaba sobre la cabeza no estaba tumbado como los lienzos, sino enrollado en su mismo lugar. El otro discípulo, que había llegado primero, entró a su vez, vio y creyó
.

—El sudario que pasaba sobre la cabeza es el Sudarium —dijo.

—Entonces es auténtico.

—¿Quién puede estar seguro? Lo único que sabemos es que había uno, pero no si era ése —le respondió, frotándose los ojos, cansados de tanto leer.

Se acordó de la peregrinación que hizo a Roma como joven seminarista. Cada parada en el camino despertaba en él sentimientos más poderosos que la anterior. Esperaba maravillarse en San Pedro y en la breve audiencia que él y sus compañeros tendrían con el Papa. Y así fue. El esplendor atemporal de la ciudad y sus monumentos también le sobrecogió, procediendo como procedía de Boston, donde no hay muchos vestigios de importancia anteriores al siglo XVIII.

Pero la revelación mayor llegó cuando un grupo de seminaristas decidió visitar Turín. Allí, en una caja de vidrio guardada en la catedral, estaba el Sudario, la inconfundible imagen de Jesús impresa en la frágil tela que había sobrevivido dos mil años. La reliquia superó incendios, guerras, las burlas de los incrédulos y hasta el asalto de los científicos, que si unas veces se inclinaban por su autenticidad, otras la declaraban falsa.

El padre Jimmy llegó a la conclusión de que todos aquellos debates no tenían importancia para él. Las reliquias no le suministraban fe, sino que era él quien ponía fe en las reliquias. Le ayudaban a ponerse en contacto, en cuerpo y alma, con personas santas que habían vivido antes que él. En ese sentido, las consideraba hermosas y útiles metáforas. La imagen de Jesús en el lienzo, genuina o no, le hablaba constantemente. Venía a decir: «No permitan que mi imagen se desvanezca más de lo que se ha difuminado en este lienzo. Vuélvanme a la vida para millones de personas. Manténganme en sus corazones».

El cura miró a Hannah.

—Creo que siempre me han fascinado las reliquias. Para mí sirven como recordatorio de que los santos no son seres imaginarios. Fueron gente real, que vivió vidas reales y estuvo en contacto real con lo divino.

Ella reflexionó sobre esa idea.

—Me pregunto cómo será el contacto con lo divino.

—Lo sabes. Lo tienes cada vez que comulgas.

—Ah, sí.

—¿Crees que eso no cuenta? —preguntó dulcemente, y ella apartó el rostro, avergonzada. Podía ver el estacionamiento desde la ventana. No quedaba ningún coche. La reunión social había terminado hacía tiempo. Tenía que volver a casa pronto o Jolene comenzaría a preocuparse. Cualquier ausencia inexplicada, en esos días, era pretexto para una escena desagradable. Cuanto más tarde llegase, peor sería la escena—. Hannah, mira.

Mientras ella miraba el estacionamiento vacío, el padre Jimmy había tropezado con una sorprendente noticia relacionada con el pasado del Sudarium, un artículo periodístico sobre cierto anciano sacerdote que había fallecido mientras guardaba el Sudarium en la Cámara Santa, después de los oficios del Viernes Santo. Un guarda lo había encontrado muerto en el suelo. La reliquia fue guardada rápidamente en su lugar de honor, en un armario cerrado, aparentemente sin haber sufrido daño alguno.

El muerto, un tal don Miguel Álvarez, tenía setenta y nueve años y una historia clínica de problemas cardiacos, así que las autoridades no vieron nada sospechoso en su fallecimiento. El autor del artículo decía que la muerte «le llegó pacíficamente», sugiriendo que tan dulce marcha fue una bendición del mismo lienzo sagrado.

—Los diarios españoles prestaron gran atención al hecho de que hubiera muerto en Viernes Santo, con la sangre de Jesús en sus manos —dijo el padre Jimmy—. Mira aquí —Hannah volvió a mirar a la pantalla—. Aquí es donde guardan el Sudarium. En ese armario dorado, detrás de la cruz con los dos ángeles arrodillados en la base.

—Es una coincidencia —dijo Hannah.

—¿Qué?

—Todo: el lienzo, la visita de Jolene a Oviedo, las fotos, lo del anciano sacerdote.

El padre Jimmy tenía que admitir que así era. El Sudarium había dado lugar a una auténtica industria, segunda en importancia después de la propiciada por el Sudario de Turín. Las investigaciones se llevaban a cabo con gran rigor académico. Había frecuentes congresos, convocados para anunciar descubrimientos importantes. Pero él notaba en toda esa actividad un preocupante componente de fanatismo. ¿No era arriesgado poner la ciencia al servicio de una causa sagrada? La fe era fe. Sostenida por la ciencia, corría el riesgo de convertirse en otra cosa, algo más estridente, polémico y agresivo. ¿Cuándo, se preguntó, se transforma la fe en fanatismo? ¿Cuándo la investigación científica deja a un lado la fe y entra en el terreno de la política?

Había páginas de internet de todo el mundo dedicadas a estas reliquias. Apenas pudo entrar en algunas. La Sociedad del Santo Sudario de Nevada daba como dirección un apartado de correos en Reno, mientras que el Instituto Italiano de Sindonología estaba localizado en Roma. El Centro para la Investigación del Entierro de Cristo estaba en Long Beach, California. Una organización denominada Sociedad Nacional del Sudario estaba domiciliada en Massachusetts. Con intención de que fuera la última de la jornada, el padre Jimmy entró en esa página de internet, reconociendo de inmediato la catedral de Oviedo en la foto de apertura. Debajo había un mensaje de bienvenida (era el visitante 603) y una declaración de los objetivos y propósitos de la sociedad.

La fundadora, una mujer de aspecto agradable, aparecía en una gran foto, junto con su invitación personal a los visitantes para que ingresaran en la sociedad. La página la identificaba como Judith Kowalski. Los interesados podían responder por correo electrónico o postal.

—No es posible —dijo Hannah sin aliento, hipnotizada por el rostro que aparecía en la pantalla—. Esta es la mujer de quien te hablé.

—¿Quién?

—La que coordina Aliados de la Familia.

—¿Estás segura? Pensé que habías dicho que su nombre era…

—Hay otro nombre bajo esa foto, pero esa mujer es Letitia Greene. Estoy segura.

—Qué extraño.

El timbre de la rectoría sonó varias veces. El padre Jimmy pegó un salto, mirando instintivamente su reloj. El tiempo había transcurrido sin que se diera cuenta.

Eran las once pasadas. Nadie llamaba a esta hora, a menos que fuera por una emergencia.

Se abrió la puerta. Se oyeron voces. Hannah escuchó que se pronunciaba su nombre. Se levantó y fue hasta el recibidor, donde encontró a Jolene, desencajada.

Saltándose cualquier saludo, la mujer la agarró por el brazo.

—¿Sabes qué hora es? Me has dado un gran susto. Dijiste que ibas a la reunión social y que estarías de regreso a las diez. Cuando vimos que no volvías, temimos lo peor —Jolene era incapaz de controlar el temblor en su voz—. Discúlpeme, padre, pero usted puede entender mis sentimientos. Vine a buscarla ¡y me encontré con todas las luces apagadas en la iglesia! ¡Nadie a la vista! ¿Qué podía pensar?

—Le dije a Marshall que llamaría si necesitaba que me viniera a buscar —dijo Hannah con premeditado tono de disculpa—. No fue mi intención preocuparte.

—Es culpa mía, señora Whitfield —intervino el sacerdote—. Mis sinceras disculpas. Nos quedamos conversando. La habría acompañado a su casa.

Las palabras del sacerdote parecieron calmar un poco a Jolene.

—Muy amable, padre —murmuró a regañadientes—. Pero no se trata de eso. Lo importante es que todos están bien. Debemos ir a casa y hacerle saber a Marshall que no ha pasado nada —la cogió del y brazo la condujo hacia la puerta como a una niña desobediente.

—Un segundo, Jolene —dijo Hannah soltándose—. He olvidado una cosa. Corrió hasta el escritorio y cogió un papel. En él escribió: «¡¡¡¡¡Doctor Eric Johanson!!!!». Después puso el papel sobre el teclado del ordenador, donde el padre Jimmy no podía dejar de verlo.

Cuando llegaron a la entrada de la casa, Jolene intentó minimizar su brusco comportamiento en la rectoría.

—Tienes que entender que nos preocupa tu bienestar. Es que me puse tan nerviosa cuando no viniste a casa… No sabía qué pensar.

—No hay nada que pensar. El padre Jimmy es mi confesor, eso es todo. Con él estoy segura.

Jolene respiró hondo. En su gesto había un punto de insatisfacción apenas perceptible.

—¿Confesor? ¿Son verdaderamente necesarios los confesores en estos tiempos? ¿Qué es lo que tiene que confesar una criatura tan dulce e inocente como tú?

—Todos tenemos algún que otro secreto que confesar, ¿no crees, Jolene?

Hannah dio media vuelta y entró a la casa, dejando a la mujer de pie en la entrada.

Capítulo XXXI

La joven embarazada durmió agitadamente esa noche. Su sueño era tan ligero que cualquier cosa la sobresaltaba. El ruido de un coche en la calle Alcott o el aullido de un perro en los bosques de detrás de la casa, sonidos frecuentes en East Acton, eran suficientes para desvelarla.

Una discusión, que le pareció que se desarrollaba a los mismos pies de su cama, volvió a sacarla del frágil sueño. Hannah percibió enseguida que provenía del piso inferior y que Jolene y Marshall se esforzaban por discutir en voz baja. Sobre todo Marshall. La voz de Jolene era más fuerte y su estado de ánimo, agitado; las palabras de la mujer se filtraban con facilidad a través de paredes y techos.

Miró el reloj: las tres y media de la madrugada. ¿Qué podía tenerlos levantados a esas horas?

—En su nombre, eso es lo que ella dijo. Su nombre —era la voz de Jolene—. Claramente nos dijo que alguien vendría en su nombre. ¡Es tan claro para mí lo que quiso decir!

La respuesta de Marshall fue inaudible, pero la joven comprendió que sirvió para exasperar a Jolene, porque su contestación fue en voz más alta que antes.

—Él es quien ella quiso decir, Marshall. Por eso me guió hasta allí. Para que pudiera verlo por mí misma.

Nuevamente Marshall respondió algo que Hannah no pudo entender.

Después oyó a Jolene.

—Nos prometió que nos guiaría. ¿No lo ha hecho, Marshall? ¿No lo ha hecho?

—Sí, lo hizo, Jolene. —Esta vez la voz del hombre sonaba claramente.

—Me parece claro que es exactamente lo que está haciendo. Nos ha alertado. Nos ha mostrado el peligro. ¿Por qué te cuesta tanto creerlo?

Las voces se apagaron y pronto fueron suplantadas por el sonido de Jolene y Marshall bajando las escaleras yluego abriendo y cerrando la puerta de la cocina. Hannah sabía lo que estaba pasando. Volvían a salir al jardín, como la otra vez. Hannah abrió un poquito la ventana de su dormitorio y se ocultó detrás de las cortinas.

Esa noche no había luna y la oscuridad era casi total.

A Hannah le costó un rato adaptar los ojos y comenzar a ver vagamente las sombras en el jardín. Si su vista no mentía, Jolene estaba de rodillas, cerca del bebedero, con los brazos extendidos. Marshall permanecía de pie, más atrás, manteniendo la distancia. Era una presencia pasiva en estas misteriosas vigilias nocturnas, un simple testigo de las actividades de su esposa. Ella era la protagonista. Ahora estaba murmurando algo así como una canción, o quizá una letanía, pero había desaparecido el anterior tono estridente.

En la lejanía, Hannah escuchaba un monótono tarareo.

Luego cesaron todo movimiento y sonido. Sin esas referencias, en la gran oscuridad de la noche, Hannah los perdió de vista. Después de unos momentos ya ni siquiera estaba segura de que los Whitfield se encontraran allí.

Había tanto silencio que podía escuchar el sonido de su propia respiración.

Finalmente se oyó un crujido. Luego, un susurro, alguien caminando. Seguían allí.

Jolene habló.

—Tenemos que irnos. Es hora de preparar el camino.

El otoño se adueñó firmemente de la zona este de Massachusetts. Los árboles habían experimentado la habitual explosión de colores, la mayor parte de los cuales desaparecerían en cuestión de semanas. Pero grandes pilas de calabazas y pirámides de crisantemos se dejaban ver todavía en los puestecillos colocados a la vera de los caminos. Hasta el cielo se las ingeniaba para dar un respetable espectáculo al atardecer.

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