El sudario (30 page)

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Authors: Leonard Foglia,David Richards

Tags: #Intriga, #Policíaco, #Religión

BOOK: El sudario
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—Por favor… ayúdeme… Ella tiene a mi bebé, y yo tengo tanto miedo… No deje que le suceda nada…, se lo ruego…

Teri estaba muy incómoda, en parte porque la gente empezaba a mirarlas. Pero también le molestaba otra cosa.

Empezaba a sentir simpatía por la pobre mujer que le apretaba tanto el brazo y, desde luego, parecía sufrir mucho.

Capítulo XLIII

La casa estaba finalmente en calma. Hannah se recostó en la cama de matrimonio, pero estaba tan cansada que no podía dormir. Su mente trabajaba a toda velocidad. Había tantos problemas que resolver: dónde tener al bebé, dónde vivir después, cómo encontrar un buen abogado… Para quedarse con el niño, su niño, necesitaría un abogado.

Además de Teri y el padre Jimmy, no había mucha gente en quien pudiera confiar. El sacerdote la había sacado de East Acton en medio de la noche, pero tuvo que volver enseguida para la misa matutina. Teri estaba trabajando en el restaurante. En cuanto a los demás… No olvidaba a Judith Kowalski, a la que una y otra vez imaginaba caída sobre el camino escarchado, y a Marshall observándola con mudo horror. Había sangre en la nieve y, cuando él se agachó a levantarla, se manchó las manos. Parecía que llevaba guantes rojos, como un personaje diabólico. Tenía un sombrero de copa y bailaba en la nieve, exhibiendo una sonrisa grosera y sacudiendo sus manos rojas…

Sonó el teléfono y Hannah se incorporó, sobresaltada. Se había quedado dormida, después de todo.

Dudó antes de contestar. Podía ser el padre Jimmy. Atendió el teléfono, que estaba al lado de la cama.

Era Teri.

—¿Estás bien, preciosa? Nunca adivinarás quiénes están sentados ahora mismo en el estacionamiento del restaurante, buscándote desesperadamente.

—¿Jolene?

—Y un hombre. Su marido, supongo.

Hannah sintió que se ahogaba.

—¡No pierden el tiempo! ¿Qué puedo hacer?

—Nada. Por ahora quédate allí. Sólo quería avisarte.

—No les has dicho que estoy en tu casa, ¿verdad?

—¿Por quién me tomas? He fingido que no tenía ni idea de dónde estás. Esa mujer es un caso. No me extrañaría que me siguieran hasta casa. Espera, se marchan.

—¿Y si ahora vienen aquí?

—No abras la puerta. Que Nick se encargue. Él meterá el temor de Dios en sus cabezas.

—Nick no está, Teri.

—¡Claro! Olvidé que hoy llevaba a los chicos al baloncesto. ¡El bueno de Nick! Nunca está cuando lo necesito.

—No me puedo quedar sola —Teri percibía cómo aumentaba el miedo de Hannah. Su voz parecía firme, pero la respiración la delataba; se volvía cada vez más agitada, y cada poco tenía que pararse para tomar aire.

—Sí puedes. Cierra bien todas las puertas, incluida la del sótano. Los chicos han estado jugando en el jardín esta mañana y pueden haberla dejado abierta.

—Echarán la puerta abajo, Teri, sé que lo harán.

—No lo creo.

—Teri, hay muchas cosas que no te conté anoche sobre esta gente y el bebé. Es peor de lo que crees. Necesito protección.

—Entonces llama a la policía.

—Preferiría no…, no hacerlo.

—Más misterios, ¿eh? Mira, estás cansada y eso hace que reacciones mal. Cálmate, que todo saldrá bien. Lo importante es que te quedes dentro y no abras. ¿Entiendes?

El ruido de la puerta de un coche al cerrarse atrajo la atención de Hannah. Los Whitfield no podían haber llegado tan pronto, pensó. Ni siquiera había tenido ocasión de revisar las puertas.

—¿Me has oído, Hannah? ¿Hannah…? ¿Estás ahí?

—Sí —dijo, y tomó aire.

—Iré corriendo en cuanto salga de trabajar.

Hannah colgó el teléfono y miró hacia la ventana del recibidor justo a tiempo de ver al vecino entrando en su domicilio. Había sido una falsa alarma. Pero los Whitfield la encontrarían, era cuestión de tiempo. Cerró de golpe las cortinas. Se sentía muy pesada. Había corrido mucho y dormido muy poco. Casi se sentía demasiado cansada como para seguir luchando.

Pero debía seguir. Por el bien del bebé, tenía que ir a un sitio donde hubiera más gente. Sola estaba indefensa. Con el padre Jimmy se sentía segura. ¿Por qué no estaba a su lado? Impulsivamente, cogió de nuevo el teléfono, llamó a información y pidió el número de un servicio de taxis.

Mientras el taxi la llevaba entre las conocidas y viejas casas, Hannah se preguntaba si debería haber llamado antes. Prácticamente no se había comunicado con Ruth y Herb en los últimos meses. Recordaba haberles enviado unas postales para sus cumpleaños, y les llamó un par de veces para hacerles saber que todo iba bien. Ninguna conversación propiamente dicha.

Si la recibían con hostilidad, pensó, recogería la ropa que aún tenía allí y podía valerle y se marcharía en el taxi hasta uno de los moteles de la carretera. Tomada esta decisión, su respiración recuperó el ritmo normal. Ya se sentía mejor.

Herb estaba en la entrada, quitando enérgicamente el hielo de las ventanillas del coche. Al principio no la reconoció, pero cuando al fin lo hizo, Hannah creyó detectar una leve sonrisa en el duro rostro de su tío. Era buena señal. Le dio al conductor un billete de diez dólares y, mientras esperaba el cambio, miró a su alrededor, por si anduvieran cerca Jolene o Marshall. No vio nada sospechoso. Una de las cortinas del salón estaba entreabierta, de lo que dedujo que Ruth estaba mirando.

Herb no ocultó su sorpresa.

—Dios mío, ¡cómo te has puesto! —no imaginaba que un embarazo pudiese producir tal cambio físico—. Ten cuidado, el camino está resbaladizo.

Le ofreció su brazo y la acompañó hasta la puerta.

No recordaba que su tío la hubiera tratado nunca con tanta solicitud.

—¿Crees que a tía Ruth le molestará mi visita?

—Todo es agua pasada. Si quieres saber la verdad, creo que lamentó pedirte que te fueras, aunque es probable que nunca lo admita. Cuando llamabas, me agotaba con preguntas sobre todo lo que habías dicho o dejado de decir. Yo insistía en que cogiera el teléfono y hablara contigo, ya que tenía tanta curiosidad. Pero ya conoces a Ruth. Es muy orgullosa.

Como si las confidencias del tío fuesen una especie de señal, Ruth abrió la puerta. La primera impresión de Hannah fue grande: estaba envejecida. Guardaba en su memoria la imagen de una mujer dura y seria, pero no tan mayor. Las facciones de Ruth parecían haberse ablandado, como si se derritieran lentamente. La boca estaba comenzando a hundirse y los ojos parecían haber perdido su antiguo brillo, un poco fiero.

—¿Es un abrigo nuevo? —fue lo único que se le ocurrió decir, a modo de saludo a su sobrina.

—No, es de Teri. Me lo ha prestado. No me queda bien, ¿verdad? —se rió nerviosamente.

—No me pareció de tu estilo. Demasiado vistoso. No te vestías así cuando vivías aquí. Has cambiado mucho.

—Supongo que tienes razón.

—Demasiado rojo —cogió el abrigo y lo colgó en la percha de la entrada.

—Entonces, ¿cómo te ha ido? —preguntó Herb, terminando con el incómodo silencio que se había impuesto.

¿Por dónde debía empezar? ¿Cómo podía explicarles su situación de forma comprensible? No había necesidad, por ahora, de entrar en detalles sobre el doctor Johanson, Judith Kowalski o Letitia Greene, el ADN, o las reliquias que contenían la sangre de Cristo.

—Físicamente estoy bien… Muy gorda y muy pesada, pero me siento bien… Por lo demás, qué podría decir, bueno, no siempre es fácil convivir con gente a la que una no conoce… Me pareció que necesitaba unas vacaciones, eso es todo…, así que cuando Teri me sugirió que viniera a visitarla…

—¿Teri tiene sitio para que te quedes a dormir? —interrumpió Ruth.

—El sofá.

—¿En tu estado? —preguntó con algo de su antigua indignación—. ¡Eso es ridículo! ¿Por qué no duermes en tu habitación?

—No sabía si os parecería bien. De todos modos, no me quedaré mucho tiempo.

—Tonterías. Es tu habitación. Puedes usarla cuanto quieras.

No era exactamente una invitación, pero Hannah pensó que era lo más cariñoso que podía salir por la boca de Ruth. Decidió comportarse como si no hubiera pasado nada, como si fuera un domingo cualquiera y todas las peleas estuvieran enterradas en el pasado. Los dos se esforzaban por agradarla y eso la conmovió.

—¿Quieres un poco de té? Puedes tomar té, ¿verdad?

—Sí, por favor.

—Entonces ven a la cocina.

—No irás a decirme que ya no te acuerdas de dónde está la cocina, Hannah —bromeó Herb.

Sentados a la mesa de la cocina, tomando té y comiendo lo que había quedado del desayuno, se pusieron mutuamente al día. Herb y Ruth escucharon las historias sobre East Acton, el padre Jimmy y la iglesia. Y Hannah oyó relatos sobre el nuevo vecino, el que vivía a dos pasos de allí, que había pintado su casa de color azul celeste, irritando a todo el vecindario por romper la armonía estética del barrio.

Ruth contó que últimamente le dolían las piernas y que los médicos no encontraban la causa. Herb dijo que, mientras ninguno de ellos se las cortara, se podía considerar afortunada.

No hablaron del bebé. Pero a Hannah no le importó. Ya lo harían. En cambio, disfrutó de una sensación de comodidad que le resultaba extraña por novedosa. ¡Allí, en casa de Herb y Ruth! Le dio muchas vueltas a esta sorprendente circunstancia.

Su infancia no fue feliz y no podía pretender que tenía lazos estrechos con sus tíos. Pero eran su familia, para bien o para mal, y aquél era su hogar. No había manera de cambiar eso. Una podía deshacerse de su pasado, como había hecho ella, pero era imposible borrarlo. Ruth y Herb eran parte de su vida, y ella parte de la existencia de ambos. Tal vez ellos también se dieran cuenta. Quizá su marcha dejó un vacío en sus vidas, y eso explicaría el buen recibimiento. Estaba muy aliviada, pues desde luego esperaba otra cosa…

—Pareces agotada, Hannah —comentó Ruth—. ¿No quieres acostarte un rato y dormir una siesta antes de la cena? Aunque has llegado por sorpresa, podemos preparar algo bueno. ¿Sigues alguna dieta especial? Por el bebé, digo.

Ruth había mencionado por fin al bebé.

—No, tía Ruth —respondió suavemente Hannah—. Lo que hagas estará bien.

Su habitación estaba intacta, seguía exactamente como la había dejado. El pingüino de peluche continuaba junto a la ventana y los libros que había leído el invierno anterior seguían en la mesilla. Los cajones de la cómoda que había vaciado aún estaban vacíos.

¿Habían esperado su regreso, en el fondo, durante todo aquel tiempo?

Se dejó caer sobre la cama, disfrutando de la sensación de poder relajarse por completo, después de tanta tensión. Se dio cuenta de que sus nervios habían estado al límite durante las últimas veinticuatro horas, y que le dolían los músculos. Intentó apartar los pensamientos sobre manipulaciones genéticas y planes descabellados, y se centró en el bienestar que sentía en esa cama en la que había dormido durante tantos años.

La presencia de su madre parecía flotar sobre la habitación, murmurando con voz cantarina: «Buenas noches, duerme bien, que no te piquen los bichos, y si te muerden, pégales en el hocico…».

En pocos instantes, Hannah cayó en la profunda oscuridad del sueño.

Su madre estaba todavía allí, cantando, pero ahora lo hacía desde muy lejos, desde otra habitación, más allá de la ventana. «Buenas noches… duerme bien… buenas noches… duerme bien…», decía su voz, suave como la melodía de una cajita de música, reconfortante e hipnótica.

Después su madre se fue y ocuparon su lugar Jolene y Marshall. Estaban de pie al lado de su cama, mirándola y sonriendo. Marshall ya no tenía los guantes rojos en las manos. Los había cambiado por otros blancos. No eran de tela, sino de plástico. Y no era Marshall quien los tenía puestos, sino el doctor Johanson. ¿Qué estaba haciendo el médico en su sueño?

Intentó llamar a su madre, pero no le salían sonidos de la boca. Podía mover la lengua y los labios, pero permanecía en silencio. Tendría que hacer gestos con las manos para llamar a su madre y que volviera. Pero sus manos estaban pegadas, le resultaban demasiado pesadas para levantarlas, como si las hubiera sumergido en cemento.

«Buenas noches, duerme bien…, que no te piquen los bichos…», la canción era un mero eco en la distancia. Y luego se transformó en otra cosa.

«Buenas noches, sujétala bien… No dejes que se levante… Esto la hará dormir bien…».

¿Estaba en un hospital? Miró más allá de los tres rostros que la observaban en un esfuerzo por dilucidar dónde estaba, y vio que había otra gente. ¡Allí estaba el tío Herb! Y también tía Ruth. El rostro de tía Ruth estaba deformado por la ira, como siempre, con la desaprobación grabada en sus ojos. Ésa era la verdadera Ruth, no la que la había recibido hoy. ¿Qué estaba pasando?

Si pudiera dormirse, esa gente desaparecería y la dejaría en paz. Pero eso no tenía sentido, porque estaba dormida. Dormida en su viejo dormitorio de Fall River. Reconoció el pingüino al lado de la ventana.

Sintió un pinchazo en el brazo, seguido de un fuerte ardor, y se dio cuenta de que le había picado una avispa. Siempre le picaban las avispas. Eran atraídas por las flores del jardín. Una y otra vez, la tía Ruth le decía a Herb que tenía que quemar el avispero o nunca se irían. Pero tío Herb nunca hacía nada al respecto.

Y ahora la habían atacado nuevamente.

Tal vez por eso habían llamado al doctor Johanson. Estaba allí para tratar la picadura de avispa y hacer que el dolor desapareciera.

Le miró agradecida y vio que tenía una jeringa en su mano derecha. Y, por un momento, Hannah supo que no estaba soñando.

Capítulo XLIV

Por una vez en su vida, esa muchacha va a pensar en alguien que no sea ella misma. No va a eludir sus obligaciones como hizo aquí.

Teri no podía creer lo que estaba oyendo. Hannah no estaba. Herb y Ruth la habían entregado a los Whitfield, y a juzgar por su tono de regodeo, evidente incluso a través de la línea telefónica, Ruth se sentía orgullosa de ello.

—Hannah no se escapó. Usted la echó de su casa —respondió Teri, consciente de que sus palabras no tendrían buena acogida. Nadie era tan categórica como Ruth Ritter sobre lo que estaba bien o mal, excepto, quizá, ese sujeto odioso, Jerry Fallwell, y en aquel momento Ruth le llevaba ventaja.

—¿Eso te dijo? ¡Mentiras, mentiras! Todo lo que rodea a esa chica es mentira.

—No es Hannah la que miente. ¿No se da cuenta de lo que esa gente le está haciendo?

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