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Authors: David Zurdo y Ángel Gutiérrez Tápia

Tags: #Intriga, Terror

El Sótano (19 page)

BOOK: El Sótano
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El tipo debía de estar completamente loco. Y aquel experimento no había hecho más que desatar su locura. ¿O eso era justo lo que querían?

Víctor soltó con repugnancia la estampa de san Judas Tadeo, que había cogido de encima del colchón. El aire enrarecido se reflejaba en el haz de la linterna; una especie de neblina creaba un halo en medio de la oscuridad. Una aguda sensación de ahogo lo invadió de repente. Ahora lo comprendía: aquel mendigo no hacía sino adorar a su Dios y, quizá, cumplir sus designios.

Y Víctor conocía a ese Dios. O creía conocerlo.

Las imágenes aparecieron en la mente del mendigo como flases de una cámara fotógrafica. Emergían del fondo de sus recuerdos a medida que la consciencia iba declinando, como una ensoñación, al arrullo del placer que su Señor le estaba regalando.

Se vio a sí mismo tirado en la calle. De madrugada. Herido por un grupo de niñatos que habían salido borrachos de un bar de copas. Le atacaron sin motivo. Para divertirse. La sangre de su cuerpo se diluía con la intensa lluvia. Apenas era capaz de moverse. Las fuerzas le faltaban hasta para pedir ayuda.

Entonces llegaron los Ángeles de Dios. Así los llamaba desde que le atendieron, le salvaron la vida y luego le cuidaron. No podían ser otra cosa salvo enviados del Todopoderoso. Porque todo cambió desde aquella paliza sin motivo. Y gracias, en especial, a la Doctora.

La Doctora se preocupó por él como nadie lo había hecho antes en toda su vida. Estuvo presente en cada una de las pruebas que tuvieron que hacerle. Cuando fueron dolorosas, y algunas lo fueron terriblemente, siempre le apaciguó y le explicó que era por su bien.

Pasó varias veces por el quirófano y lo conectaron a muchas máquinas extrañas. Todo aquel material debía de costar una fortuna. Y lo pusieron a su servicio, para salvarlo a él, a un pordiosero sin hogar ni esperanzas. Ese gesto sólo podían realizarlo criaturas de Dios.

Por desgracia, nada pudieron hacer para salvar a los otros pacientes que llegaron en condiciones similares a las suyas. Ellos no resistieron el tratamiento. No eran lo bastante fuertes.

Pobrecillos… Quizá Dios elige a los suyos entre unos pocos. Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. Y él fue entonces el elegido.

Inmerso en la maraña de galerías, Víctor se había desorientado por completo. Pero no estaba totalmente perdido. Volviendo sobre sus pasos sería capaz de reconocer algún elemento que lo llevara hasta la entrada del sótano. Estaba entrenado para eso. Lo que le frustraba era que allí no parecía haber ninguna otra salida.

Una sensación de apremio lo invadió de pronto. Llevaba demasiado tiempo lejos de sus compañeros. Sí, sus compañeros. Aunque antes no lo habían sido, cuando se unió a ellos, ahora ya sí lo eran. En el sentido más amplio que se pueda imaginar. Se estaban jugando la vida junto a él.

A Víctor no se le ocurría un modo más poderoso de unir a las personas que estar juntas frente al peligro real de morir. Como cuando luchó en Líbano, siendo infante de marina. Allí lo hirieron y estuvo al borde de la muerte. Recordaba a sus antiguos compañeros de aquella misión. Todos cayeron. Sólo él sobrevivió al ataque. Dudó un momento, y eso provocó la muerte de los demás.

Fue en una carretera del sur del país. Su convoy cayó en una emboscada de los insurgentes. Al principio, su unidad repelió el ataque. Él salió en un vehículo blindado con tres compañeros en persecución de un grupo enemigo. Les dieron caza en una pequeña aldea. Víctor capturó a un joven que no debía de pasar de los veinte años. Sólo era un poco más joven que él. Le apuntó con su fusil y le gritó que se echase al suelo. Pero aquel muchacho lo miró a los ojos y se mantuvo quieto, de pie, sin mover un músculo.

En aquellos ojos no había miedo. Sólo odio. El odio del fanatismo. Le habían inculcado desde niño ese odio por todo lo que se opusiera a sus ciegas convicciones. Era una víctima de quienes lo habían convertido en una máquina sin cerebro al servicio de un ideal.

Fuera o no culpable, Víctor debía haber disparado. Su titubeo resultó fatal. El libanés tenía una granada, que había activado dentro de uno de sus bolsillos. Se lanzó de repente contra los soldados españoles. El resto, silencio.

Víctor resultó gravemente herido y perdió el conocimiento en medio del estruendo y el fuego. Hasta ahí llegaban sus recuerdos. Lo demás, fue reconstruido con testimonios posteriores. También después se enteró de que, en aquel ataque, no sólo había perdido a sus amigos…

La linterna alumbraba otra vez con las pilas nuevas. Bárbara acababa de ponerlas. Trató de hacerlo con rapidez. Pero las manos le temblaron en la oscuridad y una de las pilas se le cayó al suelo. A su lado, Clara emitió una especie de gemido. Fueron unos segundos de tensión hasta que Bárbara cogió otra del paquete de Alejandro y por fin devolvió a la estancia la luz protectora.

Alejandro soltó el aire de sus pulmones, que había contenido mientras estaban a oscuras, y Clara dio también un largo suspiro. Ahora ya no estaba como en trance. Trató de incorporarse con ímpetu, pero Bárbara se lo impidió sin detenerse a pensar en el motivo de ese impulso. Momentos después, un olor fétido inundó el frío ambiente. La pobre chica no había sido capaz de contener su vientre y se había defecado encima.

—Qué asco, coño. Lo que faltaba —dijo Alejandro sin ningún tacto.

—No lo ha hecho adrede, ¿vale? —contestó Bárbara. Y mirándole a los ojos añadió—: Seguro que tú tampoco tienes los calzoncillos muy limpios. Ni siquiera te has atrevido a ir por las pilas. Así que mejor cierra la boca.

Su tono fue tan seco que Alejandro torció el gesto pero no replicó. Agachó la cabeza y pensó en la gran novela que podría escribir con todo aquel material. Si es que salían vivos del edificio.

Bárbara se levantó y abrió su mochila. Había hecho bien en cogerla, a pesar del mal rato que pasó cuando aquella maldita rata la hizo caer de bruces y dio un susto de muerte a su hermana y a Alejandro.

—Voy a limpiarla y a cambiarle la ropa.

—¿Estás loca?

—¿Qué quieres? —preguntó Bárbara, sin detenerse—. ¿Que la deje llena de mierda?

—Creo que hay cosas un poco más importantes en las que pensar.

Un golpe seco produjo un silencio absoluto en la habitación. Alejandro se incorporó y dio un paso atrás. Bárbara aguzó el oído mientras regresaba con rapidez junto a su hermana. La luz de la linterna se volvió otra vez temblorosa en las manos de Clara.

Otro ruido, más cercano, hizo que Alejandro se colocara al lado de ellas con el cuchillo de caza en la mano. Se dijo interiormente que, si había llegado el momento de utilizarlo, lo haría con valentía.

—Tranquilos, soy yo.

La voz de Víctor fue por un momento como música celestial para sus oídos. Pero esa sensación duró poco. Alejandro había ido acumulando su ira contra él a medida que transcurrían los minutos. Al menos había vuelto, cosa de la cual había dudado. La crispación y el miedo contenido sólo le dejaron una vía de escape, y explotó.

—¿Qué has hecho tanto rato ahí abajo? ¿Qué tienes tú que ver con todo esto?

—Es cierto, os debo una explicación —aceptó Víctor—. Aunque antes de eso dejadme que os diga que he encontrado la otra salida. No sé adónde da, pero es un pozo con una trampilla en lo alto.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Bárbara, tan esperanzada que se borraron de un plumazo las acusaciones de Alejandro.

—Lo malo es que está bloqueada.

Un suspiro de Bárbara, a la que le cambió la cara, y un gruñido de Alejandro precedieron las siguientes palabras de Víctor. Levantó ambas manos para indicarles que tenía algo más que decir.

—Lo que no podemos hacer es quedarnos aquí esperando a que nos cacen.

—Todo esto es otro de tus engaños, ¿verdad, Víctor? —dijo Alejandro.

—Ya está bien de gilipolleces, ¿vale? O me haces caso o te quedas aquí tú solo. Ellas se vienen conmigo.

El tono desafiante y ofensivo de las palabras de Víctor sacó a Alejandro de sus casillas. Su mirada de odio se acentuó. Se le inyectaron los ojos en sangre y apretó las manos. Se lanzó hacia Víctor con el puño en alto. Había soltado el cuchillo, pero, de haberse atrevido, se lo habría clavado.

—¡Eres un hijo de pu…!

No pudo terminar la frase. Víctor lo enganchó del cuello y le hizo caer al suelo de espaldas, empleando su propia inercia.

—Ahora no es el momento, Álex.

—¡Suéltame, cabrón!

—¡Suéltalo, Víctor! —dijo también Bárbara, aunque no lamentaba que le estuviera haciendo daño, tal como él se lo había hecho a ella.

La situación estaba llena de grietas, tan oscuras como las sombras del edificio. Pero era cierto que lo único que importaba era escapar de allí. Y si Víctor había vuelto del sótano era porque iba a ayudarles. Fuera lo que fuese lo que ocultaba, descubrirlo podía esperar.

—¿Vas a estarte quieto y a hacer lo que yo te diga? —preguntó Víctor a Alejandro sin soltar la tenaza de su cuello y con las rodillas sobre su pecho y su vientre.

Bárbara intervino de nuevo para respaldar a Víctor.

—Hazle caso, Álex.

—Sí —aceptó finalmente el muchacho. Casi sin resuello, le resultó difícil hablar—. Lo que tú… digas.

Víctor esperó un par de segundos antes de soltarlo, durante los cuales miró con gesto duro a los ojos de Alejandro.

El chico se levantó y recogió el cuchillo del suelo. Le dolía la garganta. Los dedos de Víctor habían quedado marcados en su cuello. Por un instante pensó en atacarle por la espalda y clavárselo, pero fue sólo un impulso. Sin Víctor no podrían escapar de allí. Ya habría ocasión de ajustar cuentas si lo conseguían.

—Voy a enseñaros una cosa. Y se acabó de hacer preguntas. Yo también tengo muchas preguntas que hacer. Pero eso será cuando salgamos de aquí con vida, ¿de acuerdo?

El silencio absoluto respondió con un sí atronador y angustiado. Ya nadie sabía qué pensar. Ni siquiera Víctor. Se acercó a una de las paredes y levantó un poco el yeso con su navaja. Antes sólo se veía un minúsculo punto negro, que parecía una simple mancha o un orificio en el viejo muro. Pero ahora quedó a la vista una especie de esfera bulbosa. Víctor arañó un poco más con la punta de metal para ampliar el agujero. Un pedazo de cable quedó también al descubierto. Agarró la esfera con la mano y tiró fuertemente de ella. Le costó que el cable cediera.

—¿Qué coño es eso?

La voz era de Alejandro, pero bien hubiera podido proceder de una sima sin fondo.

—Es una microcámara de vigilancia. El edificio está plagado de ellas. En todas partes. Han estado vigilándonos desde que llegamos.

—Y tú lo sabías… —dijo Bárbara, atónita—. Es verdad que eres un hijo de puta. Tú nos trajiste hasta aquí.

—Sí, pero os juro que yo no sabía que esto iba a ocurrir.

Víctor estuvo a punto de cortar la lente de la cámara, pero no lo hizo. Había tenido una idea mejor.

—A mí también me engañaron —continuó—. Estamos juntos en esto, ¿vale? No debemos enfrentarnos entre nosotros. Luego podréis hacer conmigo lo que queráis. Si salimos de esta, lo primero que haré será entregarme a la policía.

20

Eduardo llegó a casa empapado. Subió con su equipaje y se cambió de ropa. Había estado dándole vueltas a cómo llegar hasta la clínica donde se hallaba ingresado Víctor Gozalo sin que pudieran seguirlo. Porque no dudaba de que lo habían estado haciendo desde el principio. Por desgracia, él no era muy observador. Cada vez que trataba de averiguar si alguien lo seguía, llegaba a la evidente conclusión de que sí, para luego darse cuenta de que la persona con pinta de espía cambiaba de dirección.

Aún llovía. Lo mejor era coger la moto, porque resulta más fácil dar esquinazo a alguien cuando se puede sortear un atasco pasando entre las filas de coches. Aunque en realidad ignoraba si también lo seguían en moto.

Urdió un plan. Primero llamar a Serguéi, el cámara, para tener con él una conversación intrascendente en la que mencionaría que pensaba ir al centro a comprar un libro, un disco o algo por el estilo. Eso lo colocaría en un atasco; que sería aún mayor de lo habitual en Madrid, donde los conductores se atontan cuando caen cuatro gotas de lluvia. Después dejaría la moto en el aparcamiento de un gran centro comercial. Trataría de confundirse entre la gente; llevaría en una bolsa una gabardina y un gorro, una gafas sin graduar y una barba postiza. Ahora se alegraba de haber tenido que disfrazarse para alguno de sus trabajos. Pensaba cambiarse en el cuarto de baño y luego salir hacia el metro. Allí cambiaría de vagón un par de veces, imprevisiblemente, fijándose bien en si alguien estaba siguiéndolo. En todo caso, quien hipotéticamente lo siguiera no podría saber en qué estación de metro saldría de nuevo a la calle. Serguéi Sirkis poseía una vieja Vespa, que dejaba en la calle. Eduardo tenía un juego de llaves, al igual que Serguéi tenía un juego de las de su BMW. Por si acaso. Pues ahora había llegado ese «por si acaso», aunque de un modo insospechado.

Eduardo pensaba que, haciendo todo eso, no podrían seguirle. Comió algo, con un nudo en el estómago, y dio inicio a su plan. Siguió todos los pasos que había planeado: llegó con la moto a la plaza del Callao, la dejó en el aparcamiento de El Corte Inglés, luego dio una vuelta por la tienda y se metió en los servicios de la planta más concurrida. Salió caracterizado en unos minutos, dio otra vuelta y bajó a la calle. Se metió en el metro, cambió de tren dos veces, muy atento a las personas que compartían con él el vagón, y cuando estuvo seguro de que no lo seguía nadie, tomó la dirección de la casa de su amigo. Salió en la estación de Oporto, en Carabanchel, y fue directamente a por la moto. A causa de la lluvia, era muy probable que Serguéi no se la hubiera llevado. Y así fue. La Vespa estaba sobre la acera, en la esquina donde siempre la dejaba el cámara, debajo de la ventana de su piso.

Eduardo retiró la Pitón y puso la llave en el contacto. Le costó un poco arrancarla, pero finalmente lo logró. En ese momento, unos gritos que venían desde arriba lo sobresaltaron. Era la voz de Serguéi, con su marcado acento ucraniano.

—¡Eh, eh, ésa es mi moto!

No lo había reconocido, con el gorro, la gabardina, la barba y las gafas. Pero Eduardo no podía quedarse a darle explicaciones, así que salió a la vía y dio gas. El motor emitió un quejido y una pequeña detonación. Seguramente, Serguéi denunciaría el robo. En cuanto se alejara de allí lo suficiente, le enviaría un mensaje para que no le echara encima a la policía y, de paso, para tranquilizarlo.

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