Annelys lloraba, mientras que el rostro de la muchacha era pétreo. Su misma calma era más terrible que la histeria; estaba más allá de las lágrimas, en un lugar donde el dolor y la satisfacción eran la misma cosa, y esa cosa tenía el rostro de la muerte.
—Ahora estás a salvo —dijo Kindra con dulzura—. Nadie te hará daño. Pero no debes hablar más; estás cansada y débil por la pérdida de sangre. Ven, bebe el resto del vino y duerme, muchacha.
Sostuvo la cabeza de la joven mientras ella terminaba el vino. Kindra sentía horror. Y sin embargo, a través del horror había admiración. Destruida, golpeada, violada y después rechazada, esta muchacha se había liberado de sus captores matando a uno de ellos; luego había sufrido otro rechazo de su familia, había planeado su venganza y había sido capaz de llevarla a cabo, como cualquier noble.
¿Y los orgullosos Comyn rechazaron a esta mujer? ¡Tiene el coraje de dos hombres! ¡Esta clase de orgullo y de necedad es la que algún día hará caer en ruinas el reinado del Comyn!
Se estremeció con un extraño miedo premonitorio, viendo, con el despertar de su don telepático, un centelleante cuadro de llamas sobre los Hellers, extrañas naves aéreas, hombres desconocidos caminando por las calles de Thendara, vestidos de cuero negro…
Los ojos de la mujer se cerraron y sus manos se aferraron a las de Kindra.
—Bien, ya he llevado a cabo mi venganza —volvió a susurrar—; ya puedo morir. Y con mi último suspiro te bendeciré por haberme permitido morir como una mujer y no con ese odiado disfraz, entre hombres…
—No vas a morir —le dijo Kindra—. Vivirás, niña.
—No —protestó, y su rostro cobró una obstinada expresión de negativa, cerrada y amurallada—. ¿Qué tiene la vida para una mujer sin amigos ni parientes? Pude soportar vivir sola y en secreto, entre hombres, disfrazada, mientras atesoraba la idea de mi venganza para fortalecerme para… la ficción de cada día. Pero odio a los hombres; aborrezco la manera en que hablan de las mujeres entre ellos. Preferiría morir antes que volver a la banda de Brydar o seguir viviendo entre hombres.
—Pero ahora que te has vengado —replicó con delicadeza Annelys—, puedes volver a vivir como una mujer.
Una vez más la mujer sin nombre sacudió la cabeza.
—¿Vivir como una mujer, sometida a hombres como mi padre? ¿Regresar y pedirle amparo a mi madre, que podría darme pan en secreto para que no los deshonre más muriéndome en su umbral, manteniéndome oculta entre ellos, cosiendo o hilando, cuando he cabalgado libremente con una banda mercenaria? ¿O para vivir como una mujer solitaria, a merced de los hombres? ¡Prefiero estar a merced de la tormenta y las
banshees
!—Su mano se cerró sobre las de Kindra—. No —añadió—. Prefiero morir.
Kindra estrechó a la joven en sus brazos, contra su pecho.
—Calla, pequeña, calla, estás muy cansada, no debes hablar de ese modo. Cuando hayas dormido te sentirás mejor —la tranquilizó. Pero sintió la profundidad de la desesperación de la mujer que tenía en sus brazos, y su furia se desbordó.
Las leyes de su Gremio le prohibían hablar de la Hermandad, decirle a la muchacha que podía vivir libremente, protegida por la Carta del Gremio, no estar nunca más a merced de ningún hombre. Las leyes del Gremio, que no podía transgredir, el juramento que debía cumplir. Sin embargo, en un nivel más profundo, ¿acaso no era quebrantar el juramento si se alejaba de esta mujer que había arriesgado tanto y que le había rogado en nombre de su Diosa, en vez de hacerle saber aquello que podía darle voluntad de vivir?
Haga lo que haga, traiciono el juramento: o lo rompo negándole ayuda a esta joven, o lo rompo si hablo cuando la ley me prohíbe hacerlo.
¡La ley! La ley hecha por hombres, que todavía la limitaba por todos lados, aunque había desechado las leyes comunes que los hombres imponían a la vida de las mujeres. Y era doblemente condenable si hablaba del Gremio delante de Annelys, aunque Annelys había luchado a su lado. La justa ley de los Hellers protegía a Annelys de ese conocimiento; causaría problemas a la Hermandad que Kindra atrajera a la hija de una posadera respetable, cuya madre la necesitaba… ¡y que necesitaba también la ayuda de su esposo para manejar su posada!
La joven sin nombre había cerrado los ojos contra su pecho.
Kindra captó el hilo de sus pensamientos. Sabía que la casta de los telépatas podía morir a voluntad…, tal como esta muchacha había querido vivir, a pesar de todo lo que le había ocurrido, hasta lograr su deseada venganza.
Déjame dormir así… Parece como si estuviera otra vez en brazos de mi madre, en la época en que todavía era una niña y este horror no me había tocado… Déjame dormir para no despertar…
Ya se dormía. Kindra, desesperada, sintió, por un momento, la tentación de dejarla morir.
La ley me prohíbe hablar.
Si hablaba, Annelys, ya deslumbrada por la actitud heroica de Kindra, que ya se rebelaba contra el destino de las mujeres, que ya había saboreado el orgullo de poder defenderse sola, la seguiría también. Kindra lo supo, con un extraño estremecimiento de premonición.
Dejó que la furia que había en ella siguiera su curso y desbordara. Sacudió a la mujer sin nombre para despertarla, sabiendo que estaba a punto de morir voluntariamente.
—¡Escúchame! ¡Escucha! No debes morir —le dijo con furia—. ¡No después de haber sufrido tanto! ¡Eso es de cobardes, y tú has demostrado muchas veces que no lo eres!
—Oh, sí, soy cobarde —replicó ella—. Soy demasiado cobarde para vivir de la única manera en que puede hacerlo una mujer como yo…, gracias a la caridad de mujeres como mi madre… o a merced de hombres como mi padre… ¡o como Cara Cortada! Creí que, cuando hubiera cumplido mi venganza, encontraría alguna otra manera. Pero no la hay.
Entonces se desbordó por completo la furia y la decisión de Kindra. Miró con desesperación por encima de la cabeza de la mujer, directamente a los ojos asustados de Annelys. Tragó saliva con esfuerzo, conociendo la gravedad del paso que estaba a punto de dar.
—Podría… podría haber otra manera —dijo, todavía contemporizando—. Tú… Ni siquiera sé cómo te llamas… ¿Cuál es tu nombre?
—No tengo nombre —respondió la mujer, con rostro pétreo—. Juré que nunca volvería a pronunciar el nombre que me dieron el padre y la madre que me rechazaron. Si hubiera vivido, habría adoptado otro nombre. Llámame como quieras.
Y, con una oleada de ira, Kindra se decidió. Estrechó a la joven contra sí.
—Te llamaré Camila, pues desde hoy en adelante, lo juro, seré para ti hermana y madre, tal como lo fue la bendita Cassilda para Camila. Camila, no morirás —dijo, incorporando a la muchacha.
Después, con un profundo suspiro de resolución, apretando la mano de Camila en la suya y extendiendo la otra hacia Annelys, empezó—: Hermanitas, dejen que les hable de la Hermandad de las Mujeres Libres, que los hombres llaman Amazonas Libres. Dejen que les cuente acerca de las costumbres de las Renunciantes, de las Juramentadas, de las
Comhi-Letzii…
[1]
Esta historia se relata en
La torre prohibida
[2]
Breve relato sobre las Amazonas Libres. (
N. Del C.
)