Por otra parte, nuestra sospecha no tardó en verse confirmada por los hechos. El plan de saneamiento fue presentado a los accionistas como una solución sin salida: o se aceptaba lo propuesto por el Banco de España o se procedería a la disolución de Banesto. Así se expuso ante la Junta General de Accionistas celebrada el 26 de marzo de 1994. El Banco de España había decidido suprimir el derecho de preferente suscripción de los accionistas con un único objetivo: conseguir la mayoría del capital de Banesto para, posteriormente, proceder a enajenarlo a quien estimara conveniente.
¿Por qué nuestro silencio en una Junta tan trascendental? Porque nuestra actuación no hubiera servido más que para provocar la disolución del banco. Posiblemente muy pocos accionistas sepan que aquella Junta General no concedía ninguna libertad real a los accionistas para defender sus derechos. La ley establece claramente que los miembros del Consejo de Administración de Banesto eran interventores del Banco de España. El propio ministro de Economía y Hacienda, en el acto de resolución del recurso que planteamos ante él contra el acuerdo del Banco de España, dijo literalmente que las personas nombradas para dirigir Banesto eran «meros agentes ejecutores de la voluntad del Banco de España». No puede pedirse mayor claridad.
Por tanto, tales personas carecían de autonomía de actuación y debían limitarse a ejecutar, como decía el ministro, la voluntad del Banco de España. Esa Junta General, celebrada bajo la apariencia de una junta mercantil, era, en realidad, un acto de imposición del Banco de España sobre los accionistas de Banesto. La ley permitía a los interventores incumplir lo que decidiera la Junta si no era exactamente lo propuesto por ellos mismos. Aunque todos los accionistas de Banesto hubieran votado en contra del plan propuesto por el Banco de España y acordaran otro que fuera mejor para sus intereses o los del banco en cuanto tal, ningún efecto se habría producido. Por disposición de la ley los interventores tienen derecho de veto sobre los acuerdos de la Junta General de Accionistas, de forma tal que, insisto, aun cuando el cien por cien del capital decidiera actuar en una determinada dirección, los interventores podían vetar el acuerdo, dejarlo sin efecto y acudir a la autoridad del Banco de España.
Por ello mismo, resultaba inútil comparecer ante la Junta y explicar las verdaderas cifras de Banesto, por qué el plan del Banco de España causaba un perjuicio a los accionistas, por qué lo lógico era permitir el derecho de preferente suscripción de forma que fuera el mercado quien señalara el «verdadero valor» de las acciones de Banesto; todo ello no hubiera servido más que para provocar una reacción de los interventores que habría traído como consecuencia la disolución de Banesto. Sin embargo, si permanecíamos en silencio —por muy costoso que resultara en términos personales—, en algún momento los accionistas podrían comprobar el «verdadero valor» de su inversión. Cuando escribo estas líneas el valor bursátil de la acción de Banesto es superior a las 1200 pesetas. Si a ello unimos el derecho que tienen los accionistas de Banesto de comprar una acción a 400 pesetas por cada dos antiguas —derecho que fue concedido como consecuencia directa de nuestra defensa del derecho de suscripción preferente—, se comprenderá que ha desaparecido un perjuicio patrimonial que parecía irremisible.
Por supuesto que eso, como destacó la prensa española con la excepción de
El País,
pone en tela de juicio al Banco de España y a los auditores. Pero lo importante es que nuestro silencio está dando resultado para los accionistas de Banesto. Con ello no se conseguirá dar marcha atrás ni evitar lo sucedido, aunque, al menos, el daño causado a los accionistas de Banesto será menor y nuestro silencio habrá servido para algo.
Claro que todo tiene un límite, y este se sobrepasó cuando el Banco de España decidió filtrar al diario
El País
el expediente administrativo para que este rotativo abriera su edición con una frase tremenda: «El Banco de España acusa a Conde de cometer actos fraudulentos». Todos sabemos que defenderse de acusaciones es mucho más difícil que realizarlas. La extraordinaria publicidad dada al hecho por
El País
no parece, desde luego, casual. Pero ese comportamiento sobrepasaba todos los límites razonables. El Banco ya había sido adjudicado al Santander y el mercado fijaba los precios de las acciones fuera de la «verdad oficial» del Banco de España. Ya no existía riesgo de disolución, de pérdidas patrimoniales ni de destrucción de los puestos de trabajo. Era el momento de hablar. Ciertamente el hacerlo significaba asumir riesgos, porque el Sistema tiene que seguir adelante. Pero, en ocasiones, la vida te coloca en determinadas encrucijadas. Era mucho más cómodo permanecer en silencio, dejar que el tiempo transcurriera y esperar. Incluso, quizá eso hubiera sido «lo prudente».
Pero, como digo, todo tiene un límite y este fue claramente sobrepasado. Por ello, como alguien dijo, en determinados momentos es necesario ir hasta el fin del fin. De alguna manera esa fue nuestra decisión. Curiosamente, la aparición en la prensa de la carta dirigida al abogado, señor Sánchez Calero, comenzó a provocar algunas reacciones. Antes dejé escrito que una de ellas fue la vuelta a Banesto de los inspectores del Banco de España para seguir buscando... Otra, la conversación que se mantuvo con alguno de los presidentes de los grandes bancos españoles, a iniciativa suya, en la que vino a decir que después de todo lo sucedido nunca volvería a participar en este proceso, porque todo daba la sensación de que se había cometido un gran error...
Con esto concluyo este capítulo dedicado al acto de intervención. Podía haber sido mucho más prolijo, haber proporcionado muchos más detalles, conversaciones, juicios de valor, sentimientos personales, pero, una vez más, insisto en que no era ese mi objetivo. Pretendo realizar un análisis del estado actual de la sociedad española, de cómo se distribuyen y funcionan las relaciones reales de poder en nuestro país tomando como tema testigo o punto de referencia un acontecimiento de la envergadura de la intervención de Banesto, que lleva cuatro meses ininterrumpidos siendo noticia de primera página en la prensa española. He pretendido ofrecer al lector un ejemplo concreto del funcionamiento del Sistema. La gravedad consiste en que mientras no se modifique esta estructura de poder otros ejemplos podrán surgir nuevamente, y ello no depende ni siquiera de un cambio en el partido político en el poder. Es más profundo. Para evitarlo es imprescindible modificar sustancialmente las condiciones que han hecho posible que se haya instalado este modelo de las relaciones reales de poder en nuestro país. A estas consideraciones dedicaré el próximo capítulo.
En las páginas que anteceden he tratado de cumplir un objetivo básico: demostrar al lector la existencia de un Sistema de poder instalado en la sociedad española. Si queremos comprender cómo funcionan las relaciones reales de poder en España, no basta con acudir a la definición de un texto constitucional, sino contrastar el plano de lo formal, el de la definición teórica, con la realidad material, con el verdadero funcionamiento empírico. Mi objetivo ha sido demostrar que ese Sistema de poder existe, y para ello he comenzado describiendo su «arquitectura intelectual», integrada por dos pilares básicos: el monopolio de la inteligencia y la autoatribución de la «ortodoxia».
Añadida a esta «arquitectura intelectual», el modelo reclamaba la ocupación de «centros de poder», lo que se lleva a efecto tanto en los pilares del poder político-económico del Estado —Ministerio de Economía y Banco de España— como en las áreas sustanciales del poder económico «privado» —sector financiero— y en el llamado «poder mediático» o medios de comunicación social.
He pretendido demostrar que esta construcción teórica no es una mera abstracción, sino un auténtico esquema de poder que funciona en nuestro país. Por ello, he puesto de manifiesto cómo a través del mismo se diseñó un «modelo técnico de país» —cuyas características básicas quedan descritas en páginas anteriores— que, en mi opinión, no ha sido positivo para España y cuya implementación práctica ha sido posible, precisamente, porque existía el Sistema.
Ahora bien, si, como pretendo, ese sistema existe y funciona de la manera descrita, el riesgo no es exclusivamente la posibilidad de imponer «modelos de país» técnicamente incorrectos, sino, lo que es más grave, se trata de un esquema que afecta al ejercicio de las libertades reales en España. Por ello he desarrollado, con cierta minuciosidad, lo sucedido en torno al caso Banesto.
Como he razonado en varias ocasiones, no se trata de un propósito justificativo —aunque sería legítimo—, sino de poner de manifiesto aquellos aspectos sustanciales de lo sucedido que demuestran —en mi opinión— el funcionamiento del Sistema. El ejemplo, sin duda, es resonante. Además, creo que no se trata de un puro problema financiero. Ni siquiera de una reacción del Sistema frente a una entidad financiera determinada que había asumido un papel de independencia. El caso ha afectado, está afectando y seguirá afectando al nudo gordiano del esquema del poder real en nuestro país.
En estos últimos días de mayo, en la comparecencia parlamentaria ante la Comisión del caso Rubio, Carlos Solchaga, anterior ministro de Economía y Hacienda y ex portavoz del Grupo Socialista en el Congreso, afirmaba algo parecido a lo siguiente: «La aparición en la prensa de las noticias sobre Mariano Rubio sucede poco después de la intervención de Banesto». Decir esto, sin más, es una pura obviedad. Lo que sucede es que no se trataba de ser obvio, sino de ligar los dos acontecimientos en el plano de la causa y el efecto. El señor Solchaga no fue tan explícito. El diario
El País,
sin embargo, recogía la conexión entre ambos sucesos, en primera página, el 24 de mayo de 1994.
¿Qué se pretende con ello? Ante todo, sugerir que lo sucedido en esta primavera de 1994 es una especie de «venganza» personal como consecuencia del acto de intervención. Es curioso, porque atribuir ese instinto vengativo significa, en mi opinión, reconocer una «culpabilidad» en torno a lo sucedido por parte de quienes se sienten «víctimas».
Pero, sobre todo, una cosa: se trata de descargar responsabilidades, porque si unos hechos responden a una cierta venganza pueden reducir su gravedad. Pero los hechos están ahí y la teoría conspiratoria tropieza con la realidad: lo importante no es por qué han sido publicados en la prensa, sino si eran ciertos o no. Y, lamentablemente, parece que la certeza de lo sucedido se instala en la sociedad española, debido a las actuaciones del ministerio fiscal, de los jueces y las declaraciones de las autoridades políticoeconómicas. Eso es lo que importa: si es o no verdad lo sucedido, porque, de ser cierto, la gravedad política de los hechos es incuestionable. Y la obligación de la prensa y de los medios de comunicación social es, entre otras, informar sobre acontecimientos de indudable gravedad política.
Lamento defraudar a algunos, pero la proximidad entre la aparición de las noticias sobre Mariano Rubio y otras personas del Sistema y la intervención de Banesto es solo temporal. Dicho de manera más clara: nosotros no hemos tenido nada que ver en ese asunto. Es el trabajo de unos periodistas que han sido capaces de descubrir hechos. Insisto: hechos. Claro que es posible que algunos que consumieron energías en negar la realidad de esos hechos cuando el asunto se inició dos años atrás no tengan otra alternativa que tratar de buscar explicaciones a su comportamiento en una teoría conspiratoria. Se trata de una pretensión vana y, sin duda, muy poco productiva para quienes la practican.
La verdad es que lo sucedido en esta primavera de 1994 comienza a poner de manifiesto la estructura de poder del Sistema. Eso es cierto. Digo «comienza» porque estamos solo en el principio. Y esto es lo grave. En mi opinión, y no pretendo ser catastrofista, estamos viviendo momentos muy complicados en la sociedad española. No podemos ser ingenuos: un sistema de poder tan cerrado, y que ha funcionado de manera tan sincronizada durante muchos años, no se desmonta fácilmente. Por otro lado, el hacerlo implica graves riesgos para el conjunto del modelo jurídico-político del país. Por ello, una reflexión serena me parece imprescindible.
En mi opinión, la existencia del Sistema, su capacidad de supervivencia y el riesgo que entraña son temas incuestionables. Ahora bien, si existe es como consecuencia de «algo», y tratar de descubrir ese «algo» es la labor decisiva. Porque, al final, lo que verdaderamente importa es esclarecer lo que está ocurriendo en nuestra democracia. Somos muchos los que tenemos la sensación de que «algo» no funciona en el modelo político-social con el que estamos conviviendo. Los hechos, con ser importantes, son manifestaciones concretas de ese «algo». Por tanto, resulta obligado iniciar una reflexión al respecto.
Las páginas que siguen no tienen la pretensión de constituir una tesis completa sobre el asunto, porque, entre otras cosas, no es este libro el lugar adecuado para recogerla. Pero tampoco quisiera concluirlo sin ofrecer unas ideas acerca de las líneas maestras de mi pensamiento al respecto, por si pudieran ser de utilidad para quienes sienten la preocupación que antes expresaba. Partamos de un principio: toda forma de «poder público», cualquiera que sea el modelo concreto de organizarse, proviene de la sociedad. Es lógico creer que la vida social preexiste y es anterior a cualquier forma de organizar la administración de los intereses colectivos. La lógica de los acontecimientos nos lleva a creer que, en un momento determinado, son los ciudadanos quienes llegan a la conclusión de la necesidad de organizar, de alguna manera, la solución de sus problemas comunes. Es decir, en un momento determinado la sociedad decide que algunas personas se dediquen, precisamente, a esa tarea de organizar los «intereses comunes».
Es una idea elemental y primaria que, además, se convierte en constante en la historia de las ideas políticas. Pero la traigo a colación por un hecho relevante: si es la sociedad la que decide que un conjunto de personas se dediquen a esta actividad de administrar los «intereses comunes», parece lógico que la relación entre la sociedad y esos «administradores» se construya sobre dos principios: primero, el carácter instrumental de dichos administradores, en el sentido de que solo existen para esa finalidad, que no son un fin-en-sí-mismo; segundo, que el verdadero «dueño» es la sociedad y no «los administradores».