Read El Séptimo Secreto Online
Authors: Irving Wallace
—Sí, tengo varios planos suyos —le aseguró Foster—. No sabía que Rudi Zeidler fuese el arquitecto. Sin embargo lo que quiero son los planos de las otras seis construcciones subterráneas. ¿Crees que sigue vivo?
—Probablemente sí. Sé que vivía hace un año y medio cuando mi padre le entrevistó aquí, en Berlín occidental.
—¿Estará en la guía telefónica?
—No creo, la mayoría de antiguos nazis no están ya en la guía. Recuerdo que mi padre tuvo ciertos problemas para localizarlo. Cuando por fin dio con él, Zeidler se mostró muy solícito.
—¿Tienes idea de dónde puedo encontrarlo? —quiso saber Foster.
—No hay ningún problema. En nuestros ficheros de Oxford tenemos su dirección y su número de teléfono.
—¿Puedo llamar a tu secretaria para pedírselos?
Emily sonrió.
—Ya he mandado a por ellos. Enviará todo el fichero de arquitectura. No sabía lo que querías en concreto. Zeidler está ahí dentro, y el fichero está en camino. Seguramente lo tendré aquí mañana a primera hora de la tarde.
Foster se inclinó impulsivamente hacia adelante y cubrió con su mano la de Emily durante un momento.
—Te estoy verdaderamente agradecido, Emily.
Ella, azorada y excitada, dijo desviando la conversación:
—Aquí llega el camarero con la cena.
Mientras servían la sopa, Foster seguía contemplando a Emily con aprecio.
—Desearía poder hacer algo por ti para devolverte el favor. Emily quería decir lo que podía hacer por ella, pero se contuvo. Y en su lugar dijo:
—No tiene importancia... —Y de repente se le ocurrió algo práctico—. En realidad, ahora que lo pienso, puedes hacerme un favor. No para mí, sino para un amigo.
—Todo lo que esté en mi mano, desde luego, estaré encantado de...
—Hoy, para un asunto relacionado con mi investigación, fui a Berlín oriental a ver a un alto cargo del gobierno, el profesor Otto Blaubach, un viejo colega de mi padre a quien ya conocía. Está intentando ayudarme y me gustaría también hacer algo por él. El profesor Blaubach me presentó a un visitante a quien quería ayudar, y se preguntaba si yo podría colaborar. Hablé con este visitante, un ruso realmente encantador, Nicholas Kirvov, el actual director del museo del Ermitage en Leningrado.
Tovah abrió la boca por primera vez desde que les sirvieron las copas y exclamó:
—¡Lo que daría yo por visitar ese museo!
—Bueno, quizá puedas conocer a Kirvov y te invite a Leningrado —dijo Emily.
—Espero que sí —replicó Tovah sumergiendo la cuchara en su sopa—. Perdona la interrupción. Estabas hablando de tu encuentro con Kirvov.
—Kirvov colecciona dibujos y pinturas de Hitler —dijo Emily volviendo de nuevo su atención a Foster—. Quiere exponerlas en el Ermitage.
—Son horribles —dijo Foster—. Absolutamente banales.
—Estoy de acuerdo —asintió Emily—. Pero eso no es lo importante, sino que se prestan a montar una interesante exposición anecdótica.
—Supongo que sí.
—La cuestión es que Kirvov acaba de adquirir un cuadro de Hitler sin firma, con una especie de edificio oficial que nadie puede identificar. Kirvov quiere saber qué edificio es antes de presentar públicamente el cuadro. Dije que intentaría echarle una mano. Cuando telefoneé a Oxford pedí a mi secretaria que mandara nuestro archivo de arte sobre Hitler, junto con nuestro archivo de arquitectura para ti y para el señor Kirvov. Como tú eres arquitecto, Rex, y sabes mucho sobre arquitectura nazi, quizá conozcas el edificio del cuadro de Kirvov. Aquí lo tengo, te lo voy a enseñar.
Emily abrió su bolso y extrajo la fotografía del óleo de Hitler que le había dado Kirvov. Se la entregó a Foster.
Éste examinó la fotografía mientras Tovah se inclinaba hacia un lado para mirarla también.
—¿Estás segura de que es un Hitler?
—Eso dicen los expertos.
Foster negó lentamente con la cabeza.
—No es ninguno de los edificios que recuerdo haber visto en Munich, en Frankfurt o en Hamburgo, o en cualquier otro lugar, y eso que tengo una gran colección fotográfica de todos los edificios que Hitler hizo construir en su época. Sin embargo, se parece mucho a aquellos monótonos edificios de oficinas del gobierno que Hitler construyó después de ser canciller. Puede que haya visto algo parecido a esto una docena de veces, pero ¿dónde? —Miró la fotografía de más cerca frunciendo los ojos—. Parece un ejemplar más de aquel brote de edificios que Hitler mandó construir en Berlín en sus primeros días de gobierno alemán.
—¿Berlín? —preguntó Emily—. Pero ésta es una obra de Hitler, y por lo que sabemos, pintó exclusivamente en Linz, Viena, Munich. Nunca en Berlín.
La mirada de Foster continuaba clavada en la fotografía.
—A pesar de todo, yo seguiría votando por Berlín.
—Tal vez Kirvov pueda recorrer la ciudad en su busca —sugirió Tovah.
—Sería una búsqueda sin sentido —dijo Foster a Tovah—. Los masivos bombardeos de los aliados hacia el final de la guerra y la ofensiva terrestre del mariscal Zhukov arrasaron, o dejaron en ruinas, la mayoría de los edificios oficiales e industriales del interior de la ciudad y sus alrededores. Al terminar la guerra había en Berlín doscientos cincuenta mil edificios. De éstos, treinta mil estaban totalmente destruidos, veinte mil muy dañados, ciento cincuenta mil parcialmente dañados. Casi todos los edificios oficiales se contaban entre los que quedaron totalmente destruidos. Es poco probable que este edificio exista aún. —Mostró la fotografía a Emily—. ¿Te importa que me quede con esta copia un par de días? Quiero repasar mi carpeta y ver si hay alguna foto antigua que se parezca a este cuadro.
—Por supuesto que no, pero déjame que la compare con mi propio archivo cuando llegue mañana.
Emily tomó apresuradamente unas cuantas cucharadas de su sopa, pero cuando el camarero iba a retirar los demás platos, le indicó que se llevase también el suyo. Antes de que pudieran reanudar su conversación, empezaron a servir los solomillos calientes, y aguardaron hasta que todo estuvo en su sitio.
Fue Tovah la primera en hablar:
—Emily, has sido muy generosa al ofrecer a Rex tu información y al ayudar a Kirvov, pero tú eres la pieza central. Y apenas nos has dicho nada sobre ti misma.
Emily volvió a mostrarse esquiva.
—Ya sabes por qué estoy aquí. Para dar unos toques finales a la biografía que mi padre y yo habíamos casi terminado.
—¿Qué toques finales? —insistió Tovah.
Foster dirigió a Emily una de sus increíbles sonrisas, que a ella le pareció tan dulce.
—A mí también me gustaría saber más cosas sobre lo que persigues —dijo él.
Para Emily, eso bastó. Quería contarle a Rex todo lo del mundo, todo lo que quisiera saber sobre ella.
La sonrisa seguía iluminando el rostro de Foster.
—¿Qué te parece?
Emily miró directamente a la periodista israelí y dijo:
—Pero ¿puedo confiar en ti? Esto es un asunto confidencial. Tovah, me prometiste que no harías público nada de lo que se dijera aquí esta noche.
—Te di mi palabra —dijo Tovah—. Ahora te la doy de nuevo. No violaría jamás una confidencia.
—De acuerdo —dijo Emily. Se sentía agobiada por la reserva que se había impuesto a sí misma. Estaba impaciente por ganar la confianza de Rex Foster. Quería tener la amistad de Tovah—. Os diré lo que me trajo a Berlín.
Estaba dispuesta a hablar, y habló. Habló de los cinco años de trabajo con su padre en la obra Herr Hitler. Hacia el final de su narración, Foster la interrumpió con simpatía.
—Debe de ser muy difícil escribir una biografía tan compleja.
—En realidad es fascinante —contestó ella—. No, no difícil, excepto en una cosa. —Estaba pensando en algo que había tenido presente durante mucho tiempo y que ahora sentía que podía expresar—. Sí, supongo que en un aspecto ha sido difícil —dijo dirigiéndose principalmente a Foster—. Cuando llegas a conocer tan de cerca los mínimos detalles de la vida de otra persona, existe el riesgo de considerarla un ser humano como tú. Pero sabes que ese hombre fue un ser inhumano y una bestia cruel. Sabes lo que hizo a otras personas a lo largo de su vida. Tratas de reconciliar la realidad de sus actos con los hechos normales de una vida que estás descubriendo. Y no puedes, porque eres incapaz de reconciliar las enormes contradicciones de un ser así. Sabes con certeza que los Vernichtungslager de Hitler existieron. Los campos de exterminio. Auschwitz, Buchenwald, Dachau, Mauthausen, Treblinka, treinta campos de exterminio nazis en total. Sabes lo que sucedió en Auschwitz, el más eficaz de todos, con sus cuatro grandes cámaras de ejecución: todos los días dos mil víctimas indefensas y desnudas, ahogándose y debatiéndose en su agonía en cada cámara, y luego sacadas de su interior a rastras para quitarles sus anillos y arrancarles los empastes dentales de oro para enriquecer el Reichsbank; y después la incineración de los cuerpos en los crematorios, y la venta de sus cenizas como fertilizantes. Los seis millones de judíos y otros, gaseados y lanzados a las llamas; los veinte millones, personas de verdad, que encontraron la muerte durante la segunda guerra mundial; la gélida indiferencia de este ser ante el sufrimiento de sus propios seguidores, como las miles de personas que dejó ahogar cuando hizo inundar el metro de Berlín, y el millón de soldados mutilados o muertos en la defensa totalmente inútil de Berlín, que duró dieciséis días. Todo esto fue obra de Adolf Hitler y de nadie más.
Emily cortó distraídamente un trozo de filete, pero luego lo dejó sin siquiera probarlo, para encontrarse de nuevo bajo la mirada de Rex Foster.
–Sin embargo, al escribir una biografía tan detallada y en primer plano te enteras también de su comportamiento humano normal y de sus debilidades. Te desconcierta este amante de los perros alsacianos y de los niños pequeños de los otros, este vegetariano no fumador, este hombre que no llevaba pijamas sino camisones, que adoraba a su madre, y que leía y releía, y le encantaban las películas como Sucedió una noche. Te desconcierta porque esta bestia humana también era vulnerable: le temblaba el brazo y la mano izquierda, había perdido la visión del ojo derecho, y se medicaba continuamente contra la enfermedad de Parkinson.
Emily tomó aire y siguió hablando:
—Tienes dificultad en resolver otras contradicciones: su atención hacia los detalles femeninos que rodeaban a Eva Braun. Disfrutaba con ella sexualmente y le hacía el amor siempre que no estaba demasiado exhausto o enfermo. Su dulce Eva, a la que no permitía esquiar para que no se rompiera una pierna, ni tomar el sol para que no tuviera cáncer de piel. Su dulce Eva, a quien le gustaba escuchar Té para dos y llevar el reloj de platino engastado en diamantes que él le regaló, portaligas de pura seda, y el exquisito perfume Air Bleu de Worth que él había confiscado en la conquistada París.
Emily movió la cabeza y continuó:
—Todos estos microscópicos hechos humanos por un lado. Sin embargo, por el otro, los seis millones de hombres, mujeres y niños a los que condenó, desnudos, a la muerte por asfixia, cada uno de ellos una madre, un padre, una hija, un hijo, un nieto, que querían crecer y disfrutar de la vida; y no obstante cada uno de ellos indefenso y asesinado. Hasta que por fin el derramamiento de sangre fue detenido gracias a millones de personas mejores, más decentes que Hitler, personas que sacrificaron años, incluso sus propias vidas, para borrarle de la faz de la tierra.
Emily miró fijamente a Foster y dijo:
—Lo siento, Rex, Tovah, por hablar de todo esto. Pero vosotros preguntasteis y yo tenía que responder. Si quedas atrapado en todos esos detalles humanos, consigues que uno de los demonios más grandes de la historia parezca un ser semihumano. Sin embargo, no era humano, no lo era en modo alguno. En su interior era un salvaje inhumano, que se revolcaba en su propio yo, a quien no importaba un bledo nadie más en la tierra que sus seres más próximos. Y ahora he de cuestionarme si este ser engañó al mundo entero, si simuló un suicidio pero realmente se escabulló y evitó el castigo que tan justamente se merecía, y ha sobrevivido. Desde luego, vale la pena investigarlo, no sólo por un simple libro, sino por la posibilidad de llevarle ante la justicia, si es cierto que sigue vivo. Creo que lo que siento en el fondo lo expresó de la mejor manera posible el fiscal norteamericano del Tribunal Supremo, Robert Jackson, en los Procesos de Nuremberg. Como él dijo: «Los males que pretendemos condenar y castigar fueron tan calculados, tan malignos y devastadores, que la civilización no puede tolerar que sean ignorados, porque si se repitiesen no podría sobrevivir.»
Ahora era Foster quien la miraba fijamente.
—Emily, ¿estás diciendo que Hitler no murió en 1945? ¿Crees, en definitiva, que escapó?
Emily levantó la vista y contestó:
—Sí, es posible. No lo sé con seguridad. Dejadme que os explique.
Reanudó su relato contando la inesperada interrupción de la biografía Herr Hitler. Es decir, la carta del doctor Thiel, aunque no mencionó su nombre. Prosiguió a partir de allí. La muerte de su padre. La sospecha sobre su muerte. Su decisión de indagar la posibilidad de que Hitler y Eva Braun no hubieran muerto en el búnker del Führer, como había mantenido la historia hasta entonces. Su propio encuentro con el doctor Thiel, pero tampoco esa vez mencionó su nombre, y su entusiasta recomendación de que excavara en busca de dos pistas. Una de ellas, la auténtica placa dental de Hitler. La otra, el camafeo que Hitler llevaba con el retrato de Federico el Grande. Y finalmente les habló de la solicitud para el permiso de excavación alrededor y en el interior del búnker del Führer formulada al profesor Otto Blaubach.
—Y eso es todo —terminó Emily, su voz reducida a un murmullo—. Por eso estoy aquí.
Vio que Foster escuchaba realmente extasiado.
—¡Qué historia tan fantástica! —dijo.
Tovah estaba igualmente hechizada con la narración de Emily, pero había algo que la preocupaba y preguntó:
—Creo que vieron a Hitler y a Braun muertos sobre el sofá, y los sacaron al jardín y los incineraron ante muchos testigos. ¿Cómo puedes explicar entonces eso?
—Un doble murió en su lugar —respondió Emily sin más—. Dos personas de aspecto parecido que se suicidaron o bien fueron liquidadas e incineradas, mientras los auténticos Hitler y Eva sobrevivieron y se fugaron.
—Un doble de Hitler —repetía Tovah saboreándolo—. Eso habría que demostrarlo.