Read El Señor Presidente Online
Authors: Miguel Angel Asturias
Pero un buen día la enferma salió a la calle. Los cadáveres flotan. Refundida en un carruaje, hurtando los ojos a los conocidos —casi todos escondían la cara para no decirle adiós— estuvo
ir e ir
adonde el Presidente. Su desayuno, almuerzo y comida era un pañuelo empapado en llanto. Casi se lo comía en la antesala. ¡Cuánta necesidad, a juzgar por el gentío que esperaba! Los campesinos, sentados en la orillita de las sillas de oro. Los de la ciudad más adentro, gozando del respaldo. A las damas se les cedían los sillones en voz baja. Alguien hablaba en una puerta. ¡El Presidente! De pensarlo se acalambraba. Su hijo le daba pataditas en el vientre, como diciéndole: «¡Vámonos de aquí!» El ruido de los que cambiaban de postura. Bostezos. Palabritas. Los pasos de los oficiales del Estado Mayor. Los movimientos de un soldado que limpiaba los vidrios de una ventana. Las moscas. Las pataditas del ser que llevaba en el vientre. «¡Ay, tan bravo! ¡Qué son esas cóleras! ¡Estamos en hablarle al Presidente para que nos diga qué fue de ese señor que no sabe que usted existe y que cuando regrese lo va a querer mucho! ¡Ah, ya no ve las horas de salir a tomar parte en esto que se llama la vida!... ¡No, no es que yo no quiera, sino que mejor se está ahí bien guardadito!»
El Presidente no la recibió. Alguien le dijo que era mejor solicitar audiencia. Telegramas, cartas, escritos en papel sellado... Todo fue inútil; no le contestó.
Anochecía y amanecía con el hueco del no dormir en los párpados, que a ratitos botaba sobre lagunas de llanto. Un gran patio. Ella, tendida en una hamaca, jugando con un caramelo de las mil y una noches y una pelotica de hule negro. El caramelo en la boca, la pelotica en las manos. Por llevarse el caramelo de un carrillo a otro, se le escapó la pelotica, botó en el piso del corredor, bajo la hamaca, y rebotó en el patio muy lejos, mientras el caramelo le crecía en la boca, cada vez más lejos, hasta desaparecer de pequeñita. No estaba completamente dormida. El cuerpo le temblaba al contacto de las sábanas. Era un sueño con luz de sueño y luz eléctrica. El jabón se le fue de las manos dos y tres veces, como la pelotica, y el pan del desayuno comía por pura necesidad —le creció en la boca como el caramelo.
Desiertas las calles, de misa las gentes y ella ya por los Ministerios atalayando a los ministros, sin saber cómo ganarse a los porteros, viejecillos gruñones que no le contestaban cuando les hablaba, y le echaban fuerte, racimos de lunares de carne, cuando insistía.
Pero su marido había corrido a recoger la pelotica. Ahora recordaba la otra parte de su sueño. El patio grande. La pelotica negra. Su marido cada vez más pequeñito, cada vez más lejos, como reducido por una lente, hasta desaparecer del patio tras la pelotica, mientras a ella, y no pensó en su hijo, le crecía el caramelo en la boca.
Escribió al cónsul de Nueva York, al ministro de Wáshington, al amigo de una amiga, al cuñado de un amigo pidiendo noticias de su marido, y como echar las cartas a la basura. Por un abarrotero judío supo que el honorable secretario de la Legación Americana, detective y diplomático, tenía noticias ciertas de la llegada de Cara de Ángel a Nueva York. No sólo se sabe oficialmente que desembarcó —así consta en los registros del puerto, así consta en los registros de los hoteles en que se hospedó, así consta en los registros de la policía—, sino también por los periódicos y por noticias de personas llegadas muy recientemente de allá. «Y ahora lo están buscando —le decía el judío—, y vivo o muerto tienen que dar con él, aunque parece ser que de Nueva York siguió en otro barco para Singapur.» «¿Y dónde queda eso?», preguntaba ella. «¿En dónde ha de quedar? En Indochina», respondía el judío entrechocando las planchas de sus dientes postizos. «¿Y como cuánto dura una carta en venir de allá?», indagaba ella. «Exactamente no sé, pero no más de tres meses.» Ella contaba con los dedos. Cuatro tenía Cara de Ángel de haberse ido.
En Nueva York o en Singapur... ¡Qué peso se le quitaba de encima! ¡Qué consuelo tan grande sentirlo lejos —saber que no se lo habían matado en el puerto, como dio en decir la gente—, lejos de ella, en Nueva York o en Singapur, pero con ella en el pensamiento!
Se apoyó en el mostrador del almacén del judío para no caer redonda. El gusto la mareaba. Iba como en el aire, sin tocar los jamones envueltos en papel plateado, las botellas en paja de Italia, las latas de conservas, los chocolates, las manzanas, los arenques, las aceitunas, el bacalao, los moscateles, conociendo países del brazo de su marido. ¡Tonta que fui atormentarme por atormentarme! Ahora comprendo por qué no me ha escrito y hay que seguir haciendo la comedia. El papel de la mujer abandonada que va en busca del que la abandonó, ciega de celos... , o el de la esposa que quiere estar al lado de su marido en el trance difícil del parto.
El camarote reservado, el equipaje hecho, todo listo ya para partir, de orden superior le negaron el pasaporte. Un como reborde de carne gorda alrededor de un hueco con dientes manchados de nicotina se movió de arriba abajo, de abajo arriba, para decirle que de orden superior no se le podía extender el pasaporte. Ella movió los labios de arriba abajo, de abajo arriba ensayando a repetir las palabras como si hubiera entendido mal.
Y gastó una fortuna en telegramas al Presidente. No le contestó. Nada podían los ministros. El Subsecretario de la Guerra, hombre de suyo bondadoso con las damas, le rogó que no insistiera, que el pasaporte no se lo daban aunque metiera flota, que su marido había querido jugar con el Señor Presidente y que todo era inútil.
Le aconsejaron que se valiera de aquel curita que parecía tener ranas, no almorranas, varón de mucha vara alta, o de una de las queridas del que montaba los caballos presidenciales, y como en ese tiempo corrió la noticia de que Cara de Ángel había muerto de fiebre amarilla en Panamá, no faltó quien la acompañara a consultar con los espiritistas para salir de duda.
Éstos no se lo dejaron decir dos veces. La que anduvo un poco renuente fue la médium. «Eso de que encarne en mí el espíritu de uno que fue enemigo del Señor Presidente —decía—, no muy me conviene.» Y bajo la ropa helada le temblaban las canillas secas. Pero las súplicas, acompañadas de monedas, quebrantan piedras y untándole la mano la hicieron consentir. Se apagó la luz. Camila tuvo miedo al oír que llamaban al espíritu de Cara de Ángel, y la sacaron arrastrando los pies, casi sin conocimiento: había escuchado la voz de su marido, muerto, según dijo, en alta mar y ahora en una zona en donde nada alcanza a ser y todo es, en la mejor cama, colchones de agua con resortes de peces, y el no estar, la más sabrosa almohada.
Enflaquecida, con arrugas de gata vieja en la cara cuando apenas contaba veinte años, ya sólo ojos, ojos verdes y ojeras grandes como sus orejas transparentes, dio a luz un niño, y por consejo del médico, al levantarse de la cama salió de temporada al campo. La anemia progresiva, la tuberculosis, la locura, la idiotez y ella a tientas por un hilo delgado, con un niño en los brazos, sin saber de su marido, buscándolo en los espejos, por donde sólo pueden volver los náufragos, en los ojos de su hijo o en sus propios ojos, cuando dormida sueña con él en Nueva York o en Singapur.
Por entre los pinos de sombra caminante, los árboles fruteros de las huertas y los de los campos más altos que las nubes, aclaró un día en la noche de su pena; el domingo de Pentecostés, en que recibió su hijo sal, óleo, agua, saliva de cura y nombre de Miguel. Los cenzontles se daban el pico. Dos onzas de plumas y un sinfín de trinos. Las ovejas se entretenían en lamer las crías. ¡Qué sensación tan completa de bienestar de domingo daba aquel ir y venir de la lengua materna por el cuerpo del recental, que entremoría los ojos pestañosos al sentir la caricia! Los potrancos correteaban en pos de las yeguas de mirada húmeda. Los terneros mugían con las fauces babeantes de dicha junto a las ubres llenas. Sin saber por qué, como si la vida renaciera en ella, al concluir el repique del bautizo, apretó a su hijo contra su corazón.
El pequeño Miguel creció en el campo, fue hombre de campo, y Camila no volvió a poner los pies en la ciudad.
La luz llegaba de veintidós en veintidós horas hasta las bóvedas, colada por las telarañas, y las ramazones de mampostería, y de veintidós en veintidós horas, con la luz, la lata de gas, más orín que lata, en la que bajaban de comer a los presos de los calabozos subterráneos por medio de una cuerda podrida y llena de nudos. Al ver el bote de caldo mantecoso con desechos de carne gorda y pedazos de tortilla, el prisionero del diecisiete volvió la cara. Aunque se muriera no probaría bocado, y por días y días la lata bajó y subió intacta. Pero la necesidad lo fue acorralando, vidriósele la pupila en el corral ralo del hambre, le crecieron los ojos, divagó en alta voz mientras se paseaba por el calabozo que no daba para cuatro pasos, se frotó los dientes en los dedos, se tiró de las orejas frías y un buen día, al caer la lata, como si alguien fuera a arrebatársela de las manos, corrió a meter en ella la boca, las narices, la cara, el pelo, ahogándose por tragar y mascar al mismo tiempo. No dejó nada y cuando tiraron de la cuerda vio subir la lata vacía con el gusto de la bestia satisfecha. No acababa de chuparse los dedos, de lamerse los labios... Pero del gozo al pozo y la comida afuera, revuelta con palabras y quejidos... La carne y la tortilla se le pegaban en las entrañas para no dejarse arrancar, mas a cada envión del estómago no le quedaba sino abrir la boca y apoyarse en la pared como el que se asoma a un abismo. Por fin pudo respirar, todo daba vueltas; peinóse el cabello húmedo con la mano que por detrás de la oreja resbaló y trajo hacia la barba sucia de babas. Le silbaban los oídos. Le bañaba la cara un sudor gélido, pegajoso, ácido, como agua de pila eléctrica. Ya la luz se iba, aquella luz que se estaba yendo desde que venía. Agarrado a los restos de su cuerpo, como si luchara con él mismo, pudo medio sentarse, alargar las piernas, recostar la cabeza en la pared y caer bajo el peso de los párpados como bajo la acción violenta de un narcótico. Pero no durmió a gusto; a la respiración penosa por falta de aire sucedió el ir y venir de las manos por el cuerpo, el recoger y estirar de una y otra pierna y el correr apresurado de los dedos sobre los casquitos de las uñas para arrancarse de la garganta el tizón que le estaba quemando por dentro;
y ya
medio despierto empezó a cerrar y abrir la boca como pez sin agua, a paladear el aire helado con la lengua seca
y a
querer gritar y a gritar ya despierto, aunque atontado por la calentura, no sólo de pie, sino empinándose, estirándose lo más posible para que lo oyeran. Las bóvedas desmenuzaban sus gritos de eco en eco. Palmoteó en las paredes, dio de patadas en el piso, dijo y redijo con voces que bien pronto fueron aullidos... Agua, caldo, sal, grasa, algo; agua, caldo...
Un hilo de sangre de alacrán destripado le tocó la mano..., de muchos alacranes porque no dejaba de correr... , de todos los alacranes destripados en el cielo para formar las lluvias... Sació la sed a lengüetazos sin saber a quién debía aquel regalo que después fue su mayor tormento. Horas y horas pasaba subido en la piedra que le servía de almohada, para salvar los pies de la charca que el agua del invierno formaba en el calabozo. Horas y horas, empapado hasta la coronilla, destilando agua, húmedos los suburbios de los huesos, entre bostezos y escalofríos, inquieto porque tenía hambre y ya tardaba la lata de caldo mantecoso. Comía, como los flacos, para engordarse el sueño y con el último bocado se dormía de pie. Más tarde bajaba el bote en que satisfacían sus necesidades corporales los presos incomunicados. La primera vez que el del diecisiete lo oyó bajar, creyendo que se trataba de una segunda comida, como en ese tiempo no probaba bocado, lo dejó subir sin imaginarse que fueran excrementos; hedían igual que el caldo. Pasaban esta lata de calabozo en calabozo y llegaba al diecisiete casi a la mitad. ¡Qué terrible oírla bajar y no tener ganas y tener ganas cuando tal vez acababa de perder el oído en las paredes su golpetear de badajo de campana muerta! A veces, para mayor tormento, se espantaban las ganas de sólo pensar en la lata, que venía, que no venía, que ya tardaba, que acaso se olvidaron —lo que no era raro—, o se les rompió la cuerda —lo que pasaba casi todos los días—, con baño para alguno de los condenados; de pensar en el vaho que despedía, calor de huelgo humano, en los bordes filudos del cuadrado recipiente, en el pulso necesario, y entonces, cuando las ganas se espantaban, a esperar el otro turno, a esperar veintidós horas entre cólicos y saliva con sabor a cobre, angurrias, llantos, retortijones y palabras soeces, o en caso extremo a satisfacerse en el piso, a reventar allí la tripa hedionda como perro o como niño, a solas con las pestañas y la muerte.
Dos horas de luz, veintidós horas de oscuridad completa, una lata de caldo y una de excrementos, sed en verano, en invierno el diluvio; ésta era la vida en aquellas cárceles subterráneas.
... ¡Cada vez pesas menos —el prisionero del diecisiete ya no se conocía la voz—, y cuando el viento pueda contigo te llevará a donde Camila espera que regreses! ¡Estará atontada de esperar, se habrá vuelto una cosa insignificante, pequeñita! ¡Qué importa que tengas las manos flacas! ¡Ella las engordará con el calor de su pecho!... ¿Sucias?... Ella las lavará con su llanto... ¿Sus ojos verdes?... Sí, aquella campiña del Tirol austríaco que estaba en
La Ilustración...
o la caña de bambú con vivos áureos y golpes de añil marino... Y el sabor de sus palabras, y el sabor de sus labios, y el sabor de sus dientes, y el sabor de su sabor... Y su cuerpo, ¿dónde me lo dejas?; ocho alargado de cinturita estrecha, como las guitarras de humo que forman las girándulas al apagarse e ir perdiendo el impulso... Se la robé a la muerte una noche de fuegos artificiales... Andaban los ángeles, andaban las nubes, andaban los tejados con pasitos de sereno, las casas, los árboles, todo andaba en el aire con ella y conmigo...
Y sentía a Camila junto a su cuerpo, en la pólvora sedosa del tacto, en su respiración, en sus oídos, entre sus dedos, contra las costillas que sacudían como pestañas los ojos de las vísceras ciegas...
Y la poseía...
El espasmo sobrevenía sin contorsión alguna, suavemente, con un ligero escalofrío a lo largo de la espina dorsal, torzal de espinas, una rápida contracción de la glotis y la caída de los brazos como cercenados del cuerpo...