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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II (20 page)

BOOK: EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Proscrito - TOMO II
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Aprensivamente, abrió los ojos.

Apenas había luz en la habitación, pero pudo ver en la penumbra a Tarod sentado en una silla. Se había vestido y una gruesa capa negra envolvía sus hombros como para resguardarle del frío. El alto cuello de ésta ocultaba sus facciones, pero Cyllan pensó que estaba mirando por la ventana.

Sus miembros empezaron a temblar al advertir, como una puñalada, todas las implicaciones de lo que había sucedido. Poco a poco, cautelosamente, se incorporó con intención de buscar la arrugada ropa tirada entre los escombros del suelo…

Tarod volvió la cabeza y ella se quedó petrificada. Mezcladas emociones se atropellaron en su mente cuando sus miradas se cruzaron; entonces vio frialdad en los ojos verdes de Tarod, y sus reacciones se fundieron en una fría oleada de amarga vergüenza. La pasión de Tarod se había extinguido, como si no hubiese existido nunca; las barreras entre ellos se habían levantado de nuevo, y la cara de él parecía de piedra. Se había dejado seducir como una imbécil… y lo único que había ganado era su desprecio.

Sintió repugnancia de sí misma y, con ella, asco al recordar lo que era él. Pero todavía tenía un vestigio de orgullo y éste acudió en su ayuda. Echando la cabeza hacia atrás, apartó la manta que la cubría —era de piel, una piel muy rica, pero apenas lo advirtió— y se levantó. Tarod se levantó también y Cyllan dio un paso atrás.

—No, Tarod. —Su voz era dura—. ¡No te acerques a mí!

ÉI vaciló y después señaló el suelo con un ademán que ella interpretó como de indiferencia.

—Como quieras. Pero necesitarás tu ropa.

—Ahora importa poco, ¿verdad? —Irguió los delgados hombros, enfrentándose desafiadoramente a él—. Me has visto, me has tocado, has tomado de mí lo que querías. ¿Qué tengo que ocultarte?

Advirtió, furiosa que su voz temblaba con mal reprimida emoción, y supo que estaba a punto de perder el control.

Tarod dijo tranquilamente:

—No tomé nada que tú no estuvieses dispuesta a dar.

—¡Ohh…! —Se volvió, odiándole porque había dicho la verdad—.
¡Maldito seas!
Vine a pedirte ayuda, y tú… tú…

No pudo decir más, su voz se quebró y tuvo que emplear toda su fuerza de voluntad para no romper a llorar. El llanto se dijo furiosamente, era para los niños; ella había aprendido hacía tiempo a reprimir esa emoción y no permitiría que pudiese ahora más que ella; especialmente en presencia de una criatura como Tarod. Se cubrió la cara con las manos, luchando contra aquella reacción con todo su vigor.

Tarod se quitó la capa y la puso sobre los hombros de ella. Cyllan no protestó, pero no quería enfrentarse a él y sacudió violentamente la cabeza cuando trató de hacer que se volviese. El observó reflexivamente mientras ella luchaba por dominarse. Conocedor de sus orígenes, no había esperado que fuese virgen, y la constatación de que ningún hombre había yacido con ella antes que él le había desconcertado. Sin embargo, ella había querido entregarse y por mucho que pudiese lamentarlo ahora, nada podía cambiar aquel hecho.

Cyllan se calmó al fin y echó impetuosamente atrás los cabellos que le cubrían los ojos. Se apartó de Tarod y, deliberadamente, se quitó la capa y la dejó caer a un lado. Era difícil tomar su ropa rasgada y vestirse con dignidad, y él volvió a la ventana y miró hacia el patio para no confundirla más. Ella se cubrió los senos con la destrozada camisa y vaciló, mirándole. Su cara era una máscara inescrutable, tenía los ojos entrecerrados y reflexivos, y cualquier intención que tuviese Cyllan de acercarse a él se desvaneció en el acto. Miró el cuchillo que él le había arrancado de la mano…

—Llévatelo, si ha de servirte de algo —dijo Tarod.

Ella le miró furiosa, dejó que la daga se quedase donde había caído y, volviéndose, se dirigió a la puerta. Antes de tocar el pestillo, se detuvo.

—¿Se abrirá? —preguntó fríamente—. ¿O estás pensando en algún otro truco?

Tarod suspiró, y la puerta se abrió sin ruido antes de que Cyllan la tocase. Esta no hizo caso de la irracional punzada de dolor que sintió al ver que la dejaba marcharse con tanta facilidad, y salió al oscuro rellano. Después se volvió y miró hacia atrás.

Tarod todavía la observaba.

—Hay un largo camino hasta el patio —dijo—. Yo podría facilitarte el descenso.

Cyllan escupió deliberadamente al suelo.

—¡No quiero nada de ti! —replicó airadamente.

Y desapareció, engullida su pálida figura por la oscuridad de la escalera.

Oyó el resonante chasquido de la puerta que se cerró de golpe tras ella. Y aquel ruido la espoleó hasta el punto de hacerla bajar la escalera con peligrosa rapidez, deseosa solamente de alejarse y, sin que le importase caer y romperse el cuello. De pronto, las paredes se alabearon a ambos lados; los peldaños parecieron ceder bajo sus pies y hundirse en un vertiginoso vacío, y Cyllan gritó involuntariamente cuando la oscuridad se convirtió en un brillo blanco y cegador. Solamente duró un segundo… y se encontró tambaleándose contra la piedra dura y mirando, asombrada, a través de la puerta abierta del pie de la torre.

Salió, vacilando, al patio del Castillo. ¡Maldito Tarod…! Había tenido que decir la última palabra, y lamentó no poder tomar de nuevo aquella daga y clavársela y descuartizarle…

Pero había tenido su oportunidad, y había fracasado. Y lo que él había tomado de ella, se lo había dado por su propia voluntad.

Cerró los ojos para alejar el recuerdo y se apretó las sienes con los puños en un inútil esfuerzo para acallar la voz interior que la acusaba de ser hipócrita además de tonta. Tarod había despertado en ella una necesidad animal fundamental; lo había sabido desde su primer encuentro en el acantilado de la Tierra Alta del Oeste, y aunque había tratado desde entonces de negarla y reprimirla, nunca había dejado realmente de existir. Aquel eco del pasado había demostrado al fin ser lo bastante fuerte para hacerle olvidar el horror de la verdadera naturaleza de Tarod, y había ido a él, se había entregado a él, como una niña enamorada.

Ahora quería matarle. Por muy imbécil que hubiese sido, él la había manipulado y había abusado de ella. Si destruyéndole podía librarse de culpa y dejar de atormentarse y censurarse, se dijo, no tendría ningún remordimiento. Drachea había sabido desde el principio lo peligroso que era Tarod; le había avisado…

Drachea.

Cyllan volvió sobresaltada a la realidad, y se dio cuenta, con frío temor, de que se había olvidado completamente de él en el torbellino de todo lo que había sucedido. Le había fallado, y él debía estar todavía en la cama, mortalmente enfermo, tal vez agonizando…

Echó a correr hacia la puerta principal del Castillo y subió de dos en dos los bajos escalones. Si Drachea muriera… No, ¡no pienses eso! El tenia que vivir; le necesitaba, necesitaba su determinación ahora más que nunca, para contener su terrible confusión y para ayudarla a mantener la fría cólera que se esforzaba en alimentar. Juntos podrían derrotar a Tarod; debían derrotarle, lograr que se hiciese justicia… El era el mal, una criatura del Caos. ¡Tenía que ser destruido! Cyllan repitió la silenciosa letanía en su cabeza mientras subía corriendo la ancha escalera de los dormitorios del Castillo. Con el corazón palpitante, se dirigió a la puerta de la habitación de Drachea, la empujó y entro.

Drachea estaba sentado en la cama. Una de las espadas que ella había dejado caer en el rellano yacía a sus pies; la otra la sostenía él con su mano derecha, mientras movía la izquierda lentamente, casi de una manera hipnótica, a lo largo de la hoja, limpiándola con una de sus prendas desechadas y mojadas por el mar.

Cyllan sintió que su corazón saltaba aliviado, y corrió hacia el joven.

—¡Drachea! ¡Oh, te has recobrado! Demos gracias a Aeoris. Pensaba que…

El se puso de pie de un salto, blandiendo la espada en un furioso movimiento defensivo. Después, el terror de su semblante dio paso a una expresión primero de alivio al reconocerla y, a continuación, de ira, y gritó:

—Por todos los Siete Infiernos, ¿dónde has estado?

Cyllan le miró fijamente, asombrada y apenada. La cara de Drachea estaba pálida como la cera y una luz obsesiva y enfermiza brillaba en sus ojos. La mano que sostenía la espada tembló al decir él de nuevo:

—Te he preguntado dónde has estado. Tenías que haberte quedado aquí. Me desperté y tuve miedo y necesitaba ayuda, ¡y tú te habías ido! Me has abandonado…

—¿Abandonarte? —La acusación le cortó el aliento, y su satisfacción por verle curado se extinguió—. Yo te encontré, Drachea; te encontré en la escalera, inconsciente, y te traje aquí, a lugar seguro.

—Y entonces dejaste que me despertase a solas…

—¡Tenía miedo de que murieses! —le dijo furiosamente Cyllan—. ¡Busqué una manera de ayudarte!

La mirada de Drachea se fijó en ella con una mezcla de desprecio y de recelo; después su boca se torció, imitando una sonrisa.

—Ayudarme… ¿Y qué virtudes tienes tú para remediar lo que él hizo a mi mente?

—¿Tarod…? —preguntó ella, sintiendo que se le encogía el estómago.

—¡Sí, Tarod! —Drachea se volvió y se apartó de ella—. Mientras tú estabas tranquilamente en otra parte, él… me atacó. Yo no le provoqué, pero él se volvió contra mí y… —Se llevó una mano a la boca, mordiéndose los nudillos—. ¡Dioses! Esas pesadillas…, él las hizo salir de ninguna parte. Las envió contra mí, y yo… yo no podía defenderme. No contra aquella… escoria. —Aspiró profundamente—. Pero me las pagará. ¡Le aniquilaré!

Cyllan cruzó la estancia y se plantó detrás de él, y alargó vacilante una mano. Se estaba esforzando en recobrar los sentimientos que la habían impulsado a correr en busca de Drachea, el sentido de camaradería, de hacer los dos juntos una guerra santa; pero se le escapaban. El arrebato de Drachea había roto el hechizo; al volverse contra ella en vez de darle la bienvenida, su certidumbre y su confianza habían recibido un duro golpe.

Pero no podía culparle, se dijo. Sabía de lo que Tarod era capaz y conocía las flaquezas de Drachea. Su experiencia debía de haber sido mucho peor que la de ella; suficiente para quebrar la voluntad más templada. Tenía que ayudarle, reforzar su resolución con la suya propia… Era la única esperanza para los dos.

Apoyó los dedos en su brazo; él la apartó.

—¡No quiero tu compasión!

Su tono era irritadamente hostil.

Cyllan se mordió la lengua para no replicar; se armó de paciencia.

—No te compadezco, Drachea. Te ofrezco mi ayuda contra Tarod. —Sonrió amargamente—. Valga lo que valga.

Drachea miró a Cyllan por encima del hombro, y había una mezcla de recelo y resentimiento en su mirada.

—Sí… —dijo—. Yo no sé lo que vale tu fidelidad, ¿eh? Ya no sé nada… ¿Cómo he de saber que puedo confiar en ti? —Se volvió súbitamente—. Dices que fuiste a buscar ayuda… ¿Cómo puedo saber si es verdad? ¿Dónde está la ayuda? ¿Qué has hecho por mí?

Cyllan lanzó una ronca carcajada y se tapó la boca con la mano.

—¿Que qué he hecho por ti? —repitió—. Si supieses, Drachea…, si supieses lo que traté de hacer, lo que ocurrió… —Se sobrepuso y en sus ojos centellearon toda la ira y la vergüenza del recuerdo—. Pero fracasé. Tarod… no quiso ayudarme.

—¿Acudiste a él? —Drachea se quedó boquiabierto y, por un instante, Cyllan pensó que iba a lanzarse contra ella en un acceso de furor. Después silbó entre dientes—. ¡Zorra traidora! ¡Con que ahora conspiras a mi espalda con el mismo demonio que estuvo a punto de matarme!

Pasmada por tan absurda injusticia, Cyllan replicó, sin pararse a considerar sus palabras.

—¿Cómo te atreves a decir tal cosa? ¡Dioses!, cuando pienso en lo que he tenido que pasar por tu causa… ¡Tú no eres el único que ha sufrido en manos de Tarod!

Los labios de Drachea se torcieron en una dolorosa mueca.

—¿Sufrido? ¡Tú no sabes lo que significa esta palabra! Mientras estabas contándole bonitas historias al demonio de tu amigo, yo estaba impotente aquí, ¡a las puertas de la muerte! ¡Traidora!

Cyllan le miró durante un largo, larguísimo momento, pálido el semblante como la cera y rígidos todos los músculos. Entonces se llevó una mano al cuello y abrió la rasgada camisa, de modo que los senos quedaron al descubierto.

—Mírame, Drachea —dijo, con voz amenazadoramente firme—. Mírame bien, y verás lo que me ha hecho Tarod. Tal vez no ha querido atacar mi mente, no directamente…, ¡pero sí mi cuerpo!

Drachea fijó la irritada mirada en la blanca piel. Había en ella moraduras, marcas de dedos, una lívida media luna donde él había hincado los dientes en un arranque de pasión… Se acercó más, muy despacio…, y entonces levantó una mano y le golpeó la cara con todas sus fuerzas.

Desapercibida para semejante ataque, Cyllan cayó al suelo y, antes de que pudiese levantarse, Drachea le lanzó una patada, como a un perro que hubiese molestado a su amo.


¡Zorra!
—rugió histéricamente—. ¡Engendro del infierno, embustera y puerca
puta!

Aturdida, ni siquiera pudo protestar antes de que él le lanzase otra patada. Pero esta vez tuvo la presencia de ánimo suficiente para rodar fuera de su alcance, y Drachea agarró la espada y la blandió sobre su cabeza. Tenía los ojos desorbitados, y Cyllan comprendió, sin la menor sombra de duda que había perdido la razón. Impulsado hasta el borde de la locura por la magia de Tarod, buscaba un enemigo para su venganza, y ningún poder en el mundo podía hacerle escuchar o comprender.

Ella se hizo una bola contra la pared, incapaz de escapar, intimidada por la voz enloquecida de Drachea que preguntaba furiosamente:

—¿Cuántas veces te has ido con él a la cama, ramera? ¿Cuánto tiempo hace que te confabulas con él contra mí? ¡Serpiente!

Mientras gritaba la última palabra, levantó salvajemente el brazo y la hoja de la espada se estrelló en el suelo a sólo unas pulgadas de la cabeza de Cyllan, con un estruendo de metal.

—¡Drachea!

Cyllan gritó su nombre, tratando de mitigar su insensato furor, pero sabiendo que no tenía posibilidad de conmoverle. El había recobrado su equilibrio y ahora sostenía la espada con ambas manos, balanceándose. La punta de la hoja osciló ante ella, con movimiento hipnotizador, y Cyllan trató de echarse más atrás, pero la pared se lo impidió.

—¡Serpiente! —chilló Drachea, con voz ronca—. ¡Demonio! ¡Has estado confabulada con él desde el primer momento! Me tendiste una trampa, me engañaste para hacerme caer en esta pesadilla…, ¡maldita seas! ¡Te mataré, monstruo de rostro pálido!

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