El señor de la guerra de Marte (19 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El señor de la guerra de Marte
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—¡Paso al príncipe de Helium! —gritaba al cortarme el camino a través de los asombrados guerreros de Salensus Oll.

Tajando a diestra y siniestra, me abrí paso hasta el final de la escalera, llena de cadáveres, y ya cuando me hallaba al final de ella, los de abajo, creyendo que bajaba un ejército, volvieron la espalda y huyeron.

La armería, en el piso de abajo, estaba desierta al entrar yo; el último de los okarianos había escapado al patio, así es que nadie me vio continuar por la escalera de caracol hasta el corredor de abajo.

Por él corrí con toda la rapidez que me permitían mis piernas hacia los cinco rincones, y allí me metí en el pasillo que conducía a la estación del viejo avaro.

Sin tomarme la molestia de llamar, hice irrupción en la sala. Allí estaba el anciano junto a la mesa, pero al verme se puso en pie de un salto y desenvainó la espada.

Sin casi mirarle me precipité hacia la gran palanca; pero, por grande que fuese mi rapidez, el nervioso viejo llegó antes de que yo.

Cómo lo hizo no lo sabré nunca, ni parece creíble que ningún ser nacido de Marte pueda igualar la maravillosa celeridad de mis músculos terrenos.

Se volvió sobre mí como un tigre, y prontamente comprendí por qué Sotan había sido escogido para aquel importante cargo. Nunca en mi vida había visto tan maravillosa esgrima ni una agilidad tan espeluznante como la desplegada por aquel venerable saco de huesos. Estaba en cuarenta partes al mismo tiempo, y antes de haberme podido apenas dar cuenta del peligro que corría, era probable que me convirtiese en mono y en mono difunto.

Es sorprendente cómo en situaciones nuevas e inesperadas se sacan habilidades no sospechadas para hacerles frente.

Aquel día, en el cuarto subterráneo, debajo del palacio de Salensus Oll, aprendí lo que significa el arte de la esgrima y a qué altura de dominio de la espada podía yo llegar cuando tenía que habérmelas con un mago del acero como Solan.

Durante un rato tuvo a bien acosarme, pero enseguida las posibilidades que debieron estar latentes en mí durante toda mi vida, salieron a la superficie y luché como nunca había soñado que pudiera luchar un ser humano.

Que aquel duelo verdaderamente regio tuviera lugar en las oscuridades de un sótano, sin un solo testigo que pudiera apreciarlo, me ha parecido siempre una calamidad mundial, por lo menos desde el punto de vista barsoomiano, donde la lucha sangrienta es de primordial importancia para individuos, naciones y razas.

Yo luchaba por llegar a la palanca; Solan, para impedírmelo; y aunque no estábamos más que a tres metros de ella, durante los primeros cinco minutos de lucha ni yo podía avanzar una pulgada ni él obligarme a retroceder un ápice.

Sabía yo que si había de llegar a tiempo de salvar la flota, tenía que hacerlo en los dos siguientes segundos; así pues, ensayé mis viejas tácticas de ataque, pero lo mismo podía haber atacado una pared de ladrillo, por cuanto a Solan se refería.

En efecto, llegué a meterme en la punta de su espada, y fue todo cuanto logré por mis esfuerzos; pero el derecho estaba de mi parte, y yo creo que con este convencimiento un hombre lucha con más confianza que cuando sabe que lo hace por una mala causa.

A mí, por lo menos, no me faltaba confianza, y cuando de nuevo me precipité sobre Solan, fue echándome hacia un lado, confiando implícitamente en que se volvería para hacer frente a mi nueva línea de ataque y, en efecto, se volvió, de modo que combatíamos ya con nuestros lados hacia la ansiada meta, la gran palanca que estaba a mi derecha al alcance de la mano.

Descubrir mi pecho durante un instante era buscar muerte segura, pero no veía otro medio que arriesgarlo, si había de salvar aquella armada amiga, y así, descubriéndome ante un feo envite, alargué mi acero, haciéndola oscilar con fuerza.

Tan sorprendido y horrorizado quedó Solan, que olvidó su ataque, y volviéndose hacia la palanca dio un grito, grito que fue el último que lanzó, porque, antes de que su mano pudiera tocar la palanca, la punta de mi acero le había atravesado el corazón.

CAPÍTULO XIV

El curso de la batalla

Pero el último grito de Solan había producido efecto, porque un momento después unos doce guerreros hicieron irrupción en la cámara, aunque no antes de que yo hubiese doblado y demolido de tal modo la gran palanca, que quedase inútil para volver la elevada corriente en el poderoso imán de destrucción que controlaba.

La repentina llegada de los guerreros había dado por resultado obligarme a buscar refugio en el primer pasillo que encontré y que resultó ser, con gran contrariedad mía, no el que conocía, sino otro a su izquierda.

Debieron los guerreros de adivinar u oír por dónde me escapaba, porque apenas había recorrido una pequeña distancia, sentí que me perseguían. No tenía intención de detenerme a combatir con aquellos hombres, habiendo combates bastantes en otros sitios de la ciudad de Kadabra, combates más útiles para mí y los míos que el quitar inútilmente varias vidas en un subterráneo del palacio.

Pero los guerreros me apretaban, y como ignoraba por completo dónde estaba, pronto comprendí que me alcanzarían, a no ser que encontrase sitio donde esconderme hasta que hubieran pasado, lo que me daría la oportunidad de volver por el camino por el cual había venido y llegar a la torre, o encontrar medios de salir a las calles de la ciudad.

El pasillo se elevaba rápidamente según se alejaba de la habitación de la palanca, y ahora seguía a nivel y bien alumbrado, extendiéndose ante mí hasta perderse de vista. En cuanto mis perseguidores llegasen a aquella parte recta me verían claramente, sin que pudiera escapar inadvertidamente del corredor.

Poco después vi una serie de puertas que se abrían a ambos lados del corredor y, como todas parecían iguales, probé la primera que encontré. Daba a una pequeña habitación, lujosamente amueblada, y que, evidentemente, era una antecámara de alguna dependencia o sala de audiencia del palacio.

En el extremo había una puerta cubierta con pesada cortina, del otro lado de la cual se oía un murmullo de voces. Inmediatamente atravesé la pequeña habitación y, separando las cortinas, miré hacia la otra mayor.

A mi vista aparecieron unos cincuenta cortesanos, lujosamente ataviados, en pie ante el trono de Salensus Oll. El jeddak de jeddaks les decía:

—La hora señalada ha llegado, y aunque los enemigos de Okar estén dentro de su recinto, nadie puede oponerse a la voluntad de Salensus Oll. La gran ceremonia tendrá que ser omitida para que ni un solo hombre abandone su puesto en las defensas, exceptuando los cincuenta nobles que la costumbre exige sean los testigos de la consagración de una nueva reina en Okar. Dentro de un momento quedará todo terminado y podremos volver a la lucha mientras que la que aún es princesa de Helium contemplará, desde la torre de la reina, el aniquilamiento de sus antiguos compatriotas y será testigo de la grandeza del que ya será su esposo.

Después, volviéndose a un cortesano, dio algunas órdenes en voz baja. El cortesano se apresuró a abrir una pequeña puerta, situada en un extremo de la habitación, diciendo:

—¡Paso a Dejah Thoris, futura reina de Okar!

Inmediatamente aparecieron dos guerreros arrastrando hacia el altar a la nada gustosa novia. Sus manos estaban aún esposadas, detrás de la espalda, evidentemente para impedir el suicidio.

Su cabello en desorden y su respiración anhelosa demostraban que, aunque cargada de cadenas, había luchado.

Al verla, Salensus Oll se levantó y desenvainó su espada, y los aceros de los cincuenta nobles presentes se elevaron formando un arco, bajo el cual la desgraciada y hermosa princesa fue arrastrada hacia su sino fatal. Una funesta sonrisa se dibujó en mis labios al pensar en el rudo despertar que aguardaba al gobernante de Okar, y mis temblorosos dedos acariciaron el puño de mi sangrienta espada.

Mientras observaba la comitiva, que se dirigía lentamente hacia el trono —comitiva que consistía tan sólo en dos puñados de sacerdotes, que seguían a Dejah Thoris y los dos guerreros—, tuve la rápida visión de un rostro negro que aparecía por detrás de las cortinas que cubrían la pared ante la cual se elevaba el estrado sobre el que se hallaba Salensus Oll.

Ahora los guerreros obligaban a la princesa de Helium a subir las gradas hasta llegar al lado del tirano de Okar, y yo no tenía ojos ni pensamiento para nada más que ella.

Un sacerdote abrió un libro y, levantando la mano empezó a leer en él. Salensus Oll tendió la mano a su futura esposa.

Había pensado aguardar que se presentase alguna circunstancia que me ofreciese razonable esperanza de éxito, porque aunque se llevase a cabo la ceremonia no podía ser válido el matrimonio mientras yo viviese.

Lo que más me preocupaba, por supuesto, era salvar a Dejah Thoris; deseaba sacarla del palacio de Salensus Oll si fuese posible; pero que esto tuviera lugar antes o después del falso matrimonio, era de importancia secundaria.

Sin embargo, cuando vi la mano vil de Salensus Oll tenderse para coger a mi amada princesa, no pude contenerme más y, antes de que los nobles de Okar se diesen cuenta de lo que ocurría, había atravesado su débil fila y me hallaba en el estrado junto a Dejah Thoris y Salensus Oll.

Con la hoja de mi espada bajé su mano corrompida, y agarrando a Dejah Thoris por la cintura la coloqué sobre mis hombros, mientras que, volviéndome de espaldas al cortinaje del estrado, hice frente al tirano del Norte y a todos sus nobles guerreros.

El jeddak de jeddaks era un hombre enorme —un hombre ordinario y brutal—, que parecía dominarme por su estatura, sus fieras patillas y bigote negro, erizados por la ira, y se comprende fácilmente que un combatiente menos aguerrido que yo temblase ante él.

Lanzando un rugido se precipitó sobre mí con su desnudo acero; pero si Salensus Oll era buen o mal esgrimidor nunca lo llegué a saber, porque con Dejah Thoris a cuestas ya no era yo un ser humano, era sobrehumano, y nadie hubiera podido resistirme en aquel momento.

Con un solo y ahogado grito: «¡Por la princesa de Helium!», hundí mi acero en el podrido corazón del podrido gobernante y, ante los pálidos y descompuestos rostros de sus nobles, Salensus Oll rodó con horrible mueca de muerte al pie de las gradas, debajo de su trono matrimonial.

Durante un momento reinó imponente silencio en la cámara nupcial. Después, los cincuenta nobles se precipitaron sobre mí. Luchamos con furia; pero la ventaja era mía, porque estaba sobre el estrado y los dominaba y, además, luchaba por la más gloriosa mujer de una gloriosa raza, por un gran amor y por la madre de mi hijo.

Y a mi espalda, en la argentina cadencia de aquella voz querida, se elevaba el valiente canto guerrero de Helium, que las mujeres de esta nación cantan mientras sus hombres marchan hacia la victoria.

Esto sólo hubiese bastado para darme la victoria, aun con mayores desventajas, y verdaderamente creo que aquel día hubiese aniquilado a todos aquellos guerreros amarillos en la cámara nupcial del palacio de Kadabra aunque nadie hubiese venido en mi ayuda.

Rápida y furiosa era la lucha conforme los nobles de Salensus Oll se precipitaban una y otra vez ante un acero empuñado por mano que parecía haber ganado nueva magia de su reciente lucha con el astuto Solan.

Dos guerreros me apretaban tanto que no podía volverme, cuando sentí un movimiento detrás de mí y noté que el canto guerrero dejaba de oírse. ¿Se preparaba Dejah Thoris a luchar a mi lado?

Heroica descendiente de una raza heroica, no hubiese sido extraño que cogiese una espada y combatiese a mi lado, porque, aunque las mujeres de Marte no se entrenan en el arte de la guerra, tienen espíritu guerrero, y se sabe que en innumerables ocasiones han empuñado las armas.

Pero no fue así, y de ello me alegré, porque hubiese doblado mi tarea el tener que protegerla antes de haber logrado ponerla a salvo. «Debía de estar meditando alguna astuta estrategia», pensé; y así, pues, seguí luchando seguro en la creencia de que mi amada princesa estaba detrás de mí.

Media hora, por lo menos, debió de durar la lucha contra los nobles de Okar antes de que ni uno solo lograse poner el pie en el estrado donde me hallaba; y después, de repente, todos los que quedaban se formaron debajo de mí para un último y desesperado ataque; pero mientras avanzaban, la puerta al extremo de la habitación se abrió y un mensajero con ojos espantados entró en la habitación gritando:

—¡El jeddak de jeddaks! ¿Dónde está el jeddak de jeddaks? La ciudad ha caído ante las hordas de la otra gran parte de la barrera, y en este momento la gran verja del palacio misma ha sido forzada y los guerreros del Sur se precipitan en sus sagrados recintos. ¿Dónde está Salensus Oll? Sólo él puede hacer revivir el valor de nuestros guerreros. Sólo él puede salvar el día para Okar. ¿Dónde está Salensus Oll?

Los nobles se retiraron, dejando al descubierto el cadáver de su gobernante, y uno de ellos lo señaló con el dedo.

El mensajero retrocedió horrorizado, como si hubiese recibido un golpe.

—¡Entonces, huid, nobles de Okar —gritó—, porque nada puede ya salvaos! Escuchad: ¡ya vienen!

Mientras hablaba se oían desde fuera sordos rugidos de hombres furiosos y ruido de armas.

Sin siquiera mirarme a mí, que había presenciado toda la trágica escena, los nobles se volvieron y huyeron.

Casi inmediatamente aparecieron otros guerreros amarillos en la puerta por donde acababa de entrar el mensajero.

Se replegaban hacia la cámara, resistiendo tercamente el ataque de un puñado de hombres rojos que les obligó lenta, pero inevitablemente, a retroceder.

Por encima de las cabezas de los contendientes veía, desde mi elevado puesto sobre el estrado el rostro de mi antiguo amigo Kantos Kan, mandando la pequeña tropa que había logrado penetrar hasta el corazón mismo del palacio de Salensus Oll.

Enseguida comprendí que, atacando a los okarianos por detrás, podría desorganizar su retirada tan rápidamente que su resistencia fuese corta, y con esta idea me arrojé del estrado, dando sin volver la cabeza, una corta explicación a Dejah Thoris.

Conmigo entre ella y sus enemigos, y con Kantos Kan y sus guerreros ocupando la habitación, no podía correr peligro alguno al quedarse junto al trono.

Quería que los hombres de Helium me viesen y observasen que su amada princesa estaba también allí, porque el saberlo les animaría a mayores hazañas aún que las que habían realizado hasta entonces, que grandes, por cierto, debían de ser las que les habían dado acceso en el casi inexpugnable palacio del tirano del Norte.

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