El señor de la guerra de Marte (13 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: El señor de la guerra de Marte
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—Cuando cumplamos nuestra misión aceptaremos con gusto vuestra invitación —repliqué—; pero ahora podéis ayudarnos dirigiéndonos a la Corte de Salensus Oll e indicándonos algún medio para lograr que nos admitan en la ciudad y en el palacio o cualquier otro sitio donde estén nuestros amigos.

Talu contempló tristemente nuestros rostros afeitados, la piel roja de Thuvan Dihn y la mía blanca.

—Tenéis que venir primero a Marentina —dijo—, porque tenéis que cambiar mucho de aspecto antes de poder esperar entrar en alguna ciudad de Okar. Vuestros rostros deben parecer amarillos y tener barbas negras, y vuestros trajes y correajes muy distintos. En mi palacio hay quien puede haceros parecer tan verdaderos hombres amarillos como Salensus Oll mismo.

Su consejo parecía acertado, y como, por lo visto, no había otro medio de lograr entrada en Kadraba, la capital de Okar, nos dirigimos con Talu, príncipe de Marentina, a su pequeño reino, rodeado de montañas.

El camino era de lo peor que había yo recorrido en mi vida, y no me extraña que en esta tierra, en que no hay ni thoats ni aeronaves, no tema Marentina una invasión; pero por fin llegamos a nuestro destino, que distinguí por primera vez desde una pequeña colina a media milla de la ciudad. Escondida en un valle profundo, aparecía una ciudad netamente marciana; cada calle, plaza o espacio abierto, estaba cubierto de cristales. Se hallaba rodeada de nieve y hielo; pero no lo había sobre la redonda y abovedada cubierta de cristales que la envolvía por completo.

Después vi cómo esta gente combate los rigores del Ártico y viven lujosa y cómodamente en medio de perpetuos hielos. Sus ciudades son verdaderos invernaderos, y cuando penetré en aquélla, mi respeto y admiración por la ciencia e ingeniería de aquella enterrada ciudad no tuvieron límites.

En cuanto entramos en la ciudad, Talu se quitó su traje de piel, lo mismo que nosotros, y vi que se diferenciaba poco del de las razas rojas de Barsoom. Exceptuando sus correajes de piel, cuajados de piedras y metales preciosos, él estaba desnudo; no se podía con comodidad llevar traje alguno en aquella atmósfera tan templada y húmeda. Durante tres días permanecimos de huéspedes del príncipe Talu, y durante aquel tiempo nos colmó de atenciones. Nos enseñó todo lo que había de interesante en su gran ciudad.

La atmósfera marentina sostendrá la vida de un modo indefinido en las ciudades del Polo Norte, después que toda vida en la balanza del agonizante Marte haya sido extinguida por la falta de aire, si la gran planta central deja de nuevo de funcionar, como lo hizo en aquella memorable ocasión que me ofreció la oportunidad de devolver la vida y la felicidad al extraño mundo que ya había aprendido a amar tanto.

Nos enseñó el sistema de calefacción que almacena los rayos del sol en grandes recipientes debajo de la ciudad, y ¡cuán poco se necesita para mantener el perpetuo calor de verano del hermoso jardín encerrado dentro de aquel paraíso ártico!

Grandes avenidas de césped, sembradas con simientes de la vegetación ocre de los fondos de los mares muertos, conducen el silencioso tráfico de ligeras y elegantes aeronaves de tierra, que son el único medio de transporte usado al norte de la gigantesca barrera de hielo.

Las anchas alas de aquellos aparato únicos son bolsas de goma llenas con el octavo rayo barsoomiano o rayo de propulsión, el notable descubrimiento de los marcianos, que ha hecho posibles las grandes flotas de poderosos aeronaves que hacen omnipotente al hombre rojo del mundo exterior. Es este rayo el que propaga la luz inherente o reflejada del planeta en el espacio, la cual, cuando está confinada, da a los aparatos marcianos su elegante ligereza.

Los aparatos de tierra de Marentina contienen suficiente luz en sus ruedas, parecidas a las de los automóviles, para dar a los coches tracción, a fines de conducción, y aunque las ruedas traseras están unidas al motor y ayudan en el arrastre a éste, la mayor parte del trabajo lo hace un pequeño propulsor que hay en la popa.

No conozco sensación más agradable que la de ir en uno de estos lujosos coches que se deslizan, ligeros y airosos como plumas, a lo largo de las suaves avenidas de Marentina. Se mueven en absoluto silencio entre los bordes de rojo césped, debajo de árboles que forman arcos vistosos con la maravillosa eflorescencia que señala tantas de las variedades altamente cultivadas de la vegetación barsoomiana.

Al final del tercer día, el barbero de la Corte (no puedo encontrar otra equivalencia de la Tierra para describirlo) nos había transformado de tal modo a Thuvan Dihn y a mí, que nuestras mismas esposas no nos hubiesen conocido. Nuestra piel tenía el mismo color de limón que la suya, y las grandes barbas y bigotes negros habían sido hábilmente pegados en nuestros rostros afeitados. Los correajes de los guerreros de Okar facilitaban el engaño, y para abrigarnos cuando estuviésemos fuera de las ciudades invernadero, los dos teníamos trajes de orluk, rayados en amarillo y negro.

Talu nos dio minuciosas instrucciones para la jornada a Kadraba, capital de la nación Okar, que es el nombre de la raza de los hombres amarillos. Este buen amigo hasta nos acompañó parte del camino, y después, prometiendo ayudarnos en cuanto pudiese, se despidió de nosotros.

Al marchar deslizó en mi dedo un anillo curiosamente labrado con una piedra negra mate, que más parecía un pedacito de carbón que la preciosa piedra barsoomiana que realmente era.

—Sólo otras tres han sido separadas de la piedra mate —me dijo—, que está en mi poder. Esas tres las llevan nobles de mi entera confianza, todos los cuales han sido enviados en misiones secretas a la Corte de Salensus Oll. Si os encontráis a cincuenta metros de cualquiera de ellos, experimentaréis en el dedo donde lleváis el anillo una rápida y punzante sensación. El que lleva la compañera experimentará la misma sensación, que es causada por la acción eléctrica que tiene lugar en el momento que estas dos piedras, cortadas de la misma madre, se encuentran en el radio de poder mutuo. Por ella sabréis qué hay un amigo cerca, con el que podéis contar en tiempo de peligro. Si otro de los que llevan puesta una de estas piedras os pidiese ayuda, no se la neguéis, y si os encontráis en peligro de muerte, traga antes el anillo que dejarlo caer en manos enemigas. Guárdalo como la propia vida, John Carter, porque algún día puede tener más importancia para vos que la vida misma.

Con este último consejo, nuestro buen amigo se volvió a Marentina, y nosotros nos dirigimos hacia la ciudad de Kadabra y la Corte de Salensus Oll, jeddak de jeddaks.

Aquella misma tarde distinguimos las murallas y la ciudad, cubierta de cristales, de Kadabra. Está situada en una hondonada cerca del Polo, rodeada por colinas rocosas cubiertas de nieve. Desde el desfiladero, a través del cual entramos en el valle, tuvimos una espléndida visión de aquella gran ciudad del Norte. Sus cúpulas de cristal relucían a la luz del sol, que brillaba sobre la muralla cubierta de nieve que rodea los cien kilómetros de su circunferencia.

A intervalos regulares, grandes verjas dan entrada a la ciudad, y a la distancia donde nos hallábamos podíamos ver que estaban todas cerradas, y siguiendo la indicación de Talu dejamos para el día siguiente el intentar entrar en la ciudad.

Como nos había dicho, encontramos bastantes cuevas en las colinas que nos rodeaban, y en una de ella nos metimos para pasar la noche. Nuestras calientes pieles de orluk nos conservaron completamente confortables, y sólo nos despertamos después de un sueño reparador, al amanecer del día siguiente.

Ya estaba la ciudad en movimiento, y por varias de las puertas vimos salir grupos de hombres amarillos. Siguiendo fielmente los menores detalles de las instrucciones dadas por nuestro buen amigo de Marentina, permanecimos varias horas escondidos, hasta que un grupo de unos seis guerreros pasó a lo largo del camino más abajo de nuestro escondite, dirigiéndose a las colinas por el desfiladero que habíamos recorrido la noche antes.

Después de haberles dado tiempo de alejarse, Thuvan Dihn y yo salimos afuera y los seguimos, alcanzándoles cuando estaban internados en las montañas.

Cuando estuvimos casi a su lado, llamé al jefe, y todo el grupo se detuvo y se volvió a mirarnos. El momento crítico había llegado. Si podíamos engañar a aquellos hombres, el resto sería comparativamente fácil.

—¡Kaor! —exclamé al acercarme a ellos.

—¡Kaor! —me contestó el jefe.

—Venimos de Illall —proseguí, dando el nombre de la ciudad más remota de Okar, que casi no tiene relación alguna con Kadabra—. Llegamos ayer, y esta mañana el capitán de la guardia nos ha dicho que ibais a cazar orluks, que es un deporte que no lo encontramos en nuestra propia localidad. Nos hemos apresurado a seguiros para que nos permitáis acompañaros.

Engañamos completamente al oficial, y amablemente nos permitió unirnos a ellos. La casual conjetura de que iban a cazar orluks resultó exacta, y Talu había dicho que había diez probabilidades contra una de que tal sería el objeto de cualquier partida que saliese de Kadabra por el desfiladero, a través del cual habíamos penetrado en el valle, puesto que aquel camino era el que conducía directamente a las vastas llanuras frecuentadas por aquellas elefantinas fieras.

En cuanto a la caza se refiere, el día resultó un fracaso, porque no vimos un solo orluk; pero esto fue una suerte para nosotros, puesto que los hombres amarillos estaban tan desconsolados por su desgracia que no quisieron entrar en la ciudad por la misma puerta que habían salido por la mañana, pues, por lo visto, se habían alabado mucho ante el capitán de guardia respecto a su habilidad en aquel peligroso deporte.

Nosotros, por tanto, nos aproximamos a Kadabra por un sitio distante varios kilómetros del que habían dejado por la mañana, y nos hallamos libres del peligro de tener que contestar a embarazosas preguntas y dar explicaciones respecto al capitán, que habíamos dicho era el que nos había indicado aquella partida de caza.

Estábamos muy cerca de la ciudad, cuando me llamó la atención una elevada y negra flecha, cuyo extremo se elevaba a varios cientos de metros en el aire, desde lo que parecía ser un revuelto montón de maderas, ahora parcialmente cubierto de nieve.

No me atreví a hacer pregunta alguna, por temor de despertar sospechas, al ignorar algo que todo hombre amarillo debiera saber; pero antes de llegar a la entrada de la ciudad iba a saber el objeto de aquella sombría flecha y lo que significaba aquel cúmulo de destrozos que había a sus pies.

Habíamos llegado casi a la puerta, cuando uno de los guerreros llamó a sus camaradas, señalando al mismo tiempo hacia el distante horizonte del Sur. Siguiendo la dirección que indicaba, mis ojos distinguieron un enorme avión que se acercaba rápidamente y ya volaba por encima de las crestas de los montes que nos rodeaban.

—Otros locos que quieren resolver los misterios del prohibido Norte— dijo el oficial a media voz—. ¿Cesará alguna vez su fatal curiosidad?

—Esperemos que no —contestó uno de los guerreros— porque entonces, ¿de dónde íbamos a sacar los esclavos y el deporte?

—Es verdad; pero qué estúpidos son al seguir viniendo a una región de donde ninguno de ellos vuelve nunca.

—Detengámonos y veamos el fin de éstos —sugirió uno de los hombres.

El oficial miró hacia la ciudad.

—El vigía lo ha visto —dijo—; nos quedaremos, porque puede que nos necesiten.

Miré hacia la ciudad y vi varios cientos de guerreros que salían de ella. Andaban lentamente, como si no hubiese motivo para apresurarse; y así era, como pronto iba a saber.

Después volví de nuevo los ojos hacia el avión que se dirigía rápidamente hacia la ciudad, y cuando se hubo acercado bastante, me sorprendió ver que sus propulsores no se movían.

Se dirigía en línea recta a la sombría flecha. Al fin vi moverse los grandes timones, intentando darle la vuelta, a pesar de lo cual seguía acercándose como si le atrajese algún poder irresistible y poderoso.

Sobre su cubierta reinaba una intensa emoción; los hombres corrían de un lado para otro cargando los cañones y preparándose para soltar el pequeño aparato en que sólo cabe un hombre, una flota de los cuales forma parte del equipo de toda nave de guerra marciana.

El aparato se acercaba cada vez más a la sombría flecha.

Al minuto siguiente de chocar con ella vi la conocida señal que hacen los aparatos menores, formando un gran rebaño desde la cubierta del aparato madre.

Instantáneamente, cien pequeños aparatos alzaron el vuelo como una nube de enormes insectos; pero apenas se elevaron por el aire, la proa de cada uno se giró hacia la flecha, y ellos también se precipitaron a terrible velocidad hacia el ahora, al parecer, inevitable final que amenazaba al gran buque.

La colisión tuvo lugar un momento después. Los hombres fueron precipitados en todas direcciones, desde la cubierta de la aeronave, mientras ésta se inclinaba, precipitándose en el montón de escombros de la base de la flecha.

Con él cayó un chaparrón de pequeños aparatos, porque cada uno de ellos había dado con violencia en la sólida flecha.

Noté que los aparatos caían rozando con el lado de la flecha, y que su caída no era tan rápida como era de esperar, y entonces, de repente, el secreto de aquélla se me hizo patente, y con él una explicación de la causa que impedía que ningún aparato que traspasaba la barrera de hielo volviese nunca.

La flecha era un poderoso imán, y cuando un aparato llegaba al radio de su poderosa atracción, por el acero de aluminio que forma parte con tanta abundancia en todas las construcciones barsoomianas, ningún poder humano podía impedir un fin como el que acabábamos de presenciar.

Después supe que la flecha descansaba directamente sobre el polo magnético de Marte; pero ignoro si esto aumenta su incalculable poder de atracción. Soy un guerrero y no un hombre de ciencia.

Aquí, por fin, teníamos la explicación de la larga ausencia de Tardos Mors y Mors Kajak. Estos valientes e intrépidos guerreros se habían arriesgado en los misterios y peligros del helado Norte para buscar a Carthoris, cuya larga ausencia había inclinado de pena la cabeza de su hermosa madre, Dejah Thoris, la princesa de Helium.

En cuanto la última aeronave descansó en la base de la flecha, los guerreros amarillos de negras barbas cayeron sobre ellos, haciendo prisioneros a aquellos que no estaban heridos, y de cuando en cuando acabando de un sablazo con los heridos que parecían dispuestos a protestar contra sus insultos y amenazas.

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