El señor de la destrucción (43 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: El señor de la destrucción
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Semblantes blancos que llevaban grabada una expresión de miedo brillaban en la oscuridad antinatural, y giraban como una bandada de pájaros aterrados en torno a Malus. La mayoría de los asustados soldados miraban hacia atrás y oían los exultantes rugidos y lamentos de cuerno de los guerreros del Caos que pululaban en lo alto de la muralla. Eso los convertía en presa fácil de los monstruos que deambulaban como lobos por las sombras profundas del complejo interior. Los muertos vivientes de Nagaira derribaban a los soldados como a ciervos aterrorizados, les desgarraban la garganta con dedos como garras y devoraban sus entrañas humeantes. En más de un caso, Malus se vio obligado a pasar corriendo junto a un druchii que gritaba, enterrado bajo un grupo de monstruos que gruñían y lo arañaban.

En una ocasión, dos brazos marchitos se tendieron hacia él desde las sombras de un portal cercano. El muerto viviente había sido lancero, y el hacha de un bárbaro le había rebanado la mitad de la cara. Intentó arañarle la garganta con uñas partidas; gruñendo, Malus aferró por el cuello a la criatura, que siseaba, y le arrancó la cabeza. Para cuando el cuerpo decapitado cayó al suelo, el noble se había marchado hacía rato, y corría a la máxima velocidad posible por la avenida, hacia la ciudadela.

Aún sentía el cuerpo frío e hinchado. Los músculos se le deslizaban como cables de acero por debajo de la piel, recubiertos de espesa corrupción aceitosa. Los dones del demonio que había invocado en el terrado del cuerpo de guardia no habían desaparecido, y darse cuenta de ello lo reconfortó tanto como lo inquietó.

Con la velocidad antinatural del demonio, se escabulló como un fantasma a través de la confusión de la retirada. Malus temía que, atrapados entre la horda del Caos y los muertos vivientes que aguardaban, ni siquiera uno de cada cinco druchii fugitivos lograría llegar a la seguridad de la Torre Negra. Malekith había actuado sabiamente al retirar a sus mejores soldados de las murallas antes del ataque de Nagaira.

Podía adivinar las intenciones del Rey Brujo. La horda del Caos estaría dispersa y desorganizada después de la sangrienta persecución, borracha de matanza tras haber acabado con los agotados restos de los regimientos de lanceros que se batían en retirada, y también la magia de Nagaira estaría agotada. Cuando Malekith lanzara su contraataque, reforzado por los poderes mágicos de Morathi y las brujas del convento de la Torre Negra, las tornas se volverían sin remedio. Más de la mitad del ejército enemigo se encontraría atrapado dentro de los confines del recinto interior, enfrentado con soldados de infantería descansados y disciplinados, y con los caballeros del Rey Brujo, ávidos de batalla. La matanza sería algo pasmoso de contemplar, según calculaba Malus, e incluso valdría los centenares de druchii que estaban siendo sacrificados a su alrededor.

Si Nuarc tenía razón respecto a las intenciones del Rey Brujo, podría ser él quien encabezara la carga, como correspondía al vaulkhar de Hag Graef. Malus sonrió con avidez ante el pensamiento. Cuando acabara de masacrar a los enemigos del complejo interior, replegaría el ejército y lo conduciría a la ciudad exterior y más allá. No se detendrían hasta que la cabeza de Nagaira colgara de uno de los ganchos para trofeos de
Rencor
.

Otro de los muertos vivientes de su hermana se lanzó hacia él desde las sombras, con los brazos extendidos. Malus aferró a la criatura por un hombro y el costado del cuello, y lo partió por la mitad como si fuera una hoja de pergamino mojado. Arrojó a un lado los goteantes trozos, y rió vigorosamente hacia el oscuro cielo, previendo las glorias que se avecinaban.

Un momento más tarde llegó a otro amplio patio que había al pie de la propia torre. En dos enormes piras situadas a ambos lados del noble ardía fuego verde que oscilaba funestamente y proyectaba una muchedumbre de sombras que tendían los brazos hacia delante sobre el adoquinado, y silueteaba los bruñidos yelmos de los dos regimientos de lanceros que se hallaban formados ante las puertas de la gran ciudadela. La amplia plaza estaba sembrada de cadáveres: muertos vivientes con el cráneo atravesado por ballesteros de aguda vista, y unos pocos druchii desafortunados que habían sido sorprendidos por el fuego cruzado.

Malus ralentizó un poco el paso al entrar en la plaza y enseñó las manos abiertas al aproximarse a los regimientos gemelos. Para su sorpresa, entre los lanceros se alzó una aclamación mientras avanzaba. El sonido aceleró la poca sangre que le quedaba en las marchitas venas, y respondió a la aclamación con un puño en alto y una sonrisa lobuna.

Atravesó el estrecho pasillo que mediaba entre los dos regimientos, y se encontró con que al otro lado lo esperaba un oficial montado. El noble alzó la espada a modo de saludo.

—Me alegro de verte, temido señor —gritó el oficial por encima del atronador estruendo—. El Rey Brujo me ha ordenado que vigilara tu llegada y que te dijera que debes asistir a su consejo de guerra sin más demora.

La sonrisa de Malus se ensanchó.

—No haré esperar a su temida majestad —le gritó—. ¿Ha pasado por aquí un grupo de infantería en el último cuarto de hora con un gélido detrás? Envié a mis guardias personales a las cuadras a buscar mi montura justo antes de que el cuerpo de guardia fuera atacado.

El oficial negó con la cabeza.

—Hasta ahora sólo han pasado por aquí un puñado de soldados —gritó—, pero ninguno con un nauglir.

La sonrisa de Malus se volvió amarga. Dirigió la mirada hacia atrás, calculando la distancia que había entre la ciudadela y las cuadras de nauglirs. En el nombre de la Madre Oscura, ¿dónde estaban?

«Algo ha salido mal», pensó. Podrían haberse tropezado con una manada de muertos vivientes, o haber sido atacados por un grupo de soldados aterrados. Luchó contra la ola de desesperación que amenazaba con adueñarse de él. «Hauclir los traerá hasta allí a tiempo —se dijo—. A veces, ese insolente canalla acarrea una infinidad de problemas, pero nunca me ha fallado en las cosas importantes.» El noble se volvió hacia el oficial.

—Mantente alerta y asegúrate de que entren cuando lleguen —gritó. No podía hacer nada más.

El oficial asintió con la cabeza e hizo girar su caballo para encaminarse de vuelta hacia los soldados que lo aguardaban. Malus dedicó una última mirada al tumulto que había al otro lado de las voraces hogueras, y continuó corriendo hacia la torre.

Al otro lado de la línea de batalla, las negras puertas de la ciudadela estaban abiertas de par en par, dispuestas a recibir a los pocos afortunados que sobrevivieran a la huida. El verde resplandor de las lámparas de luz bruja disipaba la oscuridad en los cavernosos pasillos del interior, y en el aire vibraba un tipo de estruendo diferente. Había formaciones de lanceros en estado de alerta, cuyos rostros eran una máscara de concentración mientras comprobaban las armas y demás pertrechos, y caballeros con sus escuderos que se ocupaban de los equipos de guerra y las necesidades de las escamosas monturas. El aire estaba cargado de tensión contenida, como una ballesta preparada para disparar. Malekith había echado atrás su puño recubierto de malla, y ahora sólo aguardaba el momento adecuado para golpear.

Malus se detuvo justo dentro de la entrada, momentáneamente inseguro de hacia dónde debía ir. ¿El Rey Brujo estaría celebrando consejo en la sala del trono, o en la estancia menos formal de lo alto de la torre? Justo cuando había decidido buscar a un paje o sirviente de la torre y preguntárselo, apareció uno junto a él.

—Si tienes la amabilidad de seguirme, temido señor —dijo el paje, al mismo tiempo que le hacía una profunda reverencia—, debo conducirte a las salas del consejo.

El noble asintió bruscamente con la cabeza.

—Adelante, entonces —dijo, distraído, con la mente convertida en un torbellino.

Malus echó a andar tras el paje, absorto en trazar precipitados planes de batalla para el pequeño ejército del Rey Brujo.

Siguió al paje escaleras arriba, y subieron por la alta torre hasta las salas del consejo, situadas en lo alto. Malus apenas acusó el ascenso, animado por la fría fuerza del demonio y por los pensamientos de la gloria que le aguardaba. «Celebraremos una última reunión, querida hermana —pensó el noble, ceñudo—. Y entonces te arrojaré, entre alaridos, al Abismo, que es adonde perteneces.»

En el exterior de la puerta de la sala del consejo había dos guardias que empuñaban espadas desnudas. Saludaron al aproximarse Malus, y el paje se retiró con otra profunda reverencia. Ante la puerta, el noble se detuvo al darse cuenta, de repente, de lo sucio que estaba. Cada centímetro de su esmaltada armadura estaba recubierto de polvo, mugre y sangre, y su cara estaba sólo ligeramente menos sucia. Luego, se encogió de hombros y se permitió una ceñuda sonrisa. «El Rey Brujo quiere un guerrero que encabece su ejército —pensó—. Y un guerrero tendrá.» Apoyó una mano enfundada en guantelete contra la puerta, la empujó hasta abrirla de par en par y entró con largas, veloces zancadas.

La pequeña estancia estaba mortecinamente iluminada, bañada por el rojo resplandor de un par de braseros sin llama. Sobre la gran mesa había mapas y pergaminos dispersos, tal y como Malus había visto la vez anterior. Entre las sombras se movían silenciosamente guardias personales que atendían a los señores que se encontraban sentados en torno a la mesa y observaban su llegada. Balneth Calamidad miraba con fría cólera a Malus desde la derecha, mientras que el señor Myrchas lo observaba con el ceño fruncido desde la izquierda. De inmediato, Malus vio que el señor Dachuar estaba conspicuamente ausente. «Es probable que yazcan boca abajo sobre un charco de vino, en alguna parte», pensó el noble con desdén.

Cuando se detuvo ante la mesa los guardias personales se retiraron hasta la pared opuesta de la sala, y Malus frunció el ceño al darse cuenta de que tampoco estaba presente ninguno de los infinitos.

Su mirada se posó sobre la sombría figura que estaba reclinada al otro extremo de la mesa, y se le heló el corazón.

—Saludad todos al héroe conquistador —se burló Isilvar, cuya voz destrozada destilaba odio. Se irguió en la silla y se inclinó hacia Malus hasta que el resplandor de los braseros le tiñó las mejillas con el apagado color de la sangre seca—. ¿Lo veis, mis señores? Ya os dije que llegaría a salvo hasta la ciudadela. Mi medio hermano tiene el talento de escapar de los desastres que quiera.

—¿Dónde está Malekith? —quiso saber Malus, que luchaba contra la ola de pánico que ascendía lentamente en su interior.

Isilvar sonrió con crueldad.

—Abajo, en la sala de audiencia. Ha convocado un consejo de guerra. ¿No te has enterado?

Malus enseñó los dientes con un gruñido lobuno, encolerizado por haberse dejado engañar con tanta facilidad.

—Me he enterado. Me ha ordenado que vaya a asistirlo. —El noble contempló con frialdad a Isilvar y sus aliados—. Supongo que Dachuar también está allí. Resulta interesante que el Rey Brujo valore el consejo de un borracho más que el de vosotros, ¿no os parece?

Giró sobre sus talones, y vio que cuatro de los hombres de Isilvar le cerraban el camino hacia la puerta, y en sus manos destellaba acero. De repente, Malus tomó plena conciencia de que las vainas que le colgaban junto a la cadera estaban vacías.

—Nosotros tenemos poca necesidad de consejos, hermano —replicó Isilvar—. Nuestro plan ya ha sido puesto en marcha. El asedio comienza y acaba contigo, Darkblade. Por mucho que me gustase verte arrastrado de vuelta a Hag Graef, cargado de cadenas, para ser despedazado trozo a trozo, las necesidades del momento exigen que te entregue a manos de nuestra querida hermana. —La sonrisa del vaulkhar se ensanchó—. Estoy seguro de que tiene pensado algo muy especial para ti.

La mente de Malus funcionaba a toda velocidad para intentar encontrar una manera de escapar de la trampa de su medio hermano. Miró al señor Myrchas y a Balneth Calamidad, y se preguntó hasta qué punto sería realmente fuerte su alianza.

—Eres tres veces estúpido —le dijo a Isilvar—. Soy el paladín del Rey Brujo. ¿Crees que puedes hacerme salir sin más por las puertas de la ciudadela para entregarme en manos de Nagaira?

Isilvar rió entre dientes.

—Desde luego que no. Gracias a ti, sin embargo, no tendremos que hacerlo.

Llamó con un dedo a alguien que se encontraba en las sombras.

Una figura encapuchada se deslizó silenciosamente hacia la luz roja, ataviada con ropones druchii y con un gastado kheitan de piel de enano. Dentro de la capucha brillaba suavemente musgo de sepultura en el sitio en que debería haber estado uno de los ojos.

Malus dio media vuelta y se lanzó hacia los druchii que guardaban la puerta. Impelido por el poder del demonio, atravesó en un instante la distancia que lo separaba de ellos. Con movimientos tan veloces que el ojo no podía seguirlos, le arrebató la espada a uno de los pasmados guerreros y estrelló al druchii contra el suelo de un golpe asestado con la palma contra el pecho. La espada destelló en la mano de Malus y otro de los guardias cayó hacia atrás, aferrándose una herida que tenía en la garganta, por la que manaba icor a borbotones.

El noble tendió una mano hacia la anilla de hierro de la puerta de la sala, y todo su cuerpo se convulsionó con una ola de gélido dolor. Apretó los dientes y obligó a su mano a cerrarse sobre la anilla, pero los músculos se le rebelaron. Su cuerpo, bajo la armadura, fue sacudido por violentos temblores cuando concentró hasta la última pizca de su voluntad en la huida, pero era como si la carne y los huesos se le hubieran transformado en sólido hielo.

Un gemido escapó por sus labios. En su interior, el demonio rió maliciosamente entre dientes.

—Tú hermana te espera, pequeño druchii —dijo Tz'arkan—. No queremos decepcionarla, ¿verdad?

Lenta, dolorosamente, su cuerpo se volvió de espaldas a la puerta. La espada robada cayó de su mano. Desde el otro lado de la sala, Isilvar observaba con una mezcla de cruel deleite y desconcertado asombro cómo Malus era traicionado por su propio cuerpo. Se volvió a mirar a Lhunara.

—Confío en que mi hermana comprenda la naturaleza del intercambio.

La figura encapuchada asintió con la cabeza.

—La victoria será tuya, Isilvar —respondió con una voz que ascendía con un borboteo desde los pulmones muertos—. Mata a todos los que están dentro de la muralla interior, y el resto se retirará hacia el norte. Acosa a la retaguardia tanto como desees. Nos escabulliremos al caer la noche.

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