Read El secreto de sus ojos Online
Authors: Eduardo Sacheri
Devolución
«Ahora sí», piensa Chaparro. Ahora sí ha terminado y no tiene nada más para contar. Nada que tenga que ver con Morales y con Gómez. Ahora sí siente que la historia lo abandona definitivamente. Chaparro se pregunta si las vidas de los seres humanos, una vez extinguidas, no se prolongan en la vida de los otros, los que aún viven y los recuerdan. Sin embargo, siente que las vidas de esos dos hombres están definitivamente concluidas, porque Chaparro está seguro de que nadie más que él los tiene presentes.
Los últimos vestigios de su paso por el mundo habrán desaparecido, o falta poco para que lo hagan. ¿Cuáles son las últimas huellas de Morales? Algún papel con su firma y su sello en el archivo del Banco Provincia, sucursal Villegas. Las de Gómez son aún más lejanas. Un juego de fichas dactiloscópicas, tal vez, en el paquidérmico archivo de la cárcel de Devoto, junto a una orden de libertad fechada el 25 de mayo de 1973. Algo todavía los reúne y los sobrevive. Las firmas que rubrican sus declaraciones judiciales de hace treinta años. La de Morales al pie de sus testimoniales. La de Gómez al final de su indagatoria. Todas bien sujetas en un expediente amarillento, cosido con maestría por el oficial Pablo Sandoval durante alguna de sus resacas. Quedan también los huesos de los dos. Los de uno en el cementerio de Villegas. Los del otro en un pozo sin marcas, en pleno campo, al pie de un par de robles. Pero tampoco los huesos hablan.
«Este es el final de la historia», piensa Chaparro. En el deslinde entre esas vidas devastadas y la suya propia. Y no siente deseos de decir nada a este respecto. Es más, no está seguro de si algo de su propia vida no se le ha filtrado, contra su expresa voluntad, en esas páginas que descansan prolijamente apiladas a un lado de la Remington.
Baja los ojos hasta las hojas mecanografiadas y siente que lo interrogan. Debe decidir, ahora sí, qué hacer con ellas. ¿Intentar publicarlas? ¿Guardarlas en un cajón para que alguien las encuentre, luego de su muerte, y se enfrente a idéntico dilema? ¿Para quién son, a fin de cuentas, esas páginas?
También debe decidir sobre la Remington. La ha pedido prestada, no se la han regalado. Debe devolverla. Al Juzgado. Es patrimonio del Estado. ¿Importa que ese artefacto prehistórico no valga nada para nadie salvo para un prosecretario retirado que lo ha estado aporreando durante casi un año para darse aires de novelista? No, igual debe regresarla, y que luego hagan con ella lo que quieran.
Debe llevar la Remington a la Secretaría, saludar a los empleados, arrimar una de las sillas de madera para subir el catafalco al anaquel del fondo, y explicarles, como parte de su inquebrantable manía de enseñarles a trabajar, que deben mandar un oficio a la intendencia para que vayan a retirarlo. ¿Y luego? Nueva ronda de saludos y a casa.
¿E Irene? ¿No va a ofenderse si se entera de que estuvo allí y no pasó a saludarla? «Una pena», se dice Chaparro, porque no, no va a pasar a saludarla. No tiene las agallas como para decirle que la adora, pero tampoco el aguante como para seguir tolerando el ardor de callárselo.
Se pone de pie. Apoya un diccionario bien pesado sobre el original de su libro, no sea cosa que una corriente de aire venga a barajarle los recuerdos. Se da una vuelta por el baño, se lava los dientes y se ordena el pelo blanco pasándose las manos salpicadas en loción de lavanda y luego un pequeño peine negro.
Duda, de pasada por el dormitorio: ¿corbata o cuello abierto? Decide lo segundo. Ya no es el prosecretario. Ahora que es escritor —no pierde la oportunidad de burlarse de sí mismo— le sientan mejor la ropa informal y el pelo sin fijador. Consulta el reloj. ¿Sale algún tren vacío desde Castelar tan cerca de mediodía? Sospecha que no, y no tiene ganas de cargar la máquina de pie durante todo el trayecto. Camina hasta la estación. Dios parece compadecerse: son las once y cinco y el último tren local de la mañana lo agasaja con un montón de asientos libres. Se sienta del lado derecho para distraerse viendo correr los autos por la avenida Rivadavia.
De repente se sobresalta. El tren avanza, ruidoso, entre los paredones lúgubres que se levantan a los costados de las vías entre Caballito y Once. ¿En qué ha estado pensando la última media hora? No puede recordarlo. ¿En Morales? ¿En Gómez? No. Ellos ya descansan. Llamativamente, desde que ha contado todo, ya no lo asaltan, no lo perturban, no lo increpan a cada rato. ¿Y entonces? Baja del tren en la terminal de Once y le entra una repentina curiosidad por pasar delante del local donde funcionaba el copetín al paso en el que dos veces se encontró con Morales, en la noche de los tiempos. ¿Seguirá existiendo? Pero cuando sale a la vereda del lado de Pueyrredón vuelve a experimentar la sensación extraña de haber perdido de vista su propósito. ¿Cuál era? El copetín, claro. El copetín. Puede echarle un vistazo a ese local a la vuelta, pero lo inquieta esa incipiente tendencia a extraviarse en insólitas ausencias, como si lo estuviese ganando una decrepitud repentina.
Cavila estas cuestiones mientras rumbea hacia la parada del 115. La máquina le pesa, aunque la cambie una y otra vez de mano. No quiere que le vuelva a ocurrir esto de nublarse. De modo que paga el boleto y se sienta pensando, sobre todo, en qué es exactamente lo que está pensando. Durante tres o cuatro cuadras funciona. Pero de nuevo se extravía, apenas el colectivo toma por Corrientes. ¿Dónde, Dios santo, en qué recodo mental está perdido? Ni la curva bamboleante que hace el colectivo cuando abandona la avenida para torcer por Paraná logra conducirlo de vuelta a la realidad. Es casi una casualidad que atine a bajar justo antes de que el conductor cierre la puerta trasera.
Se observa en una vidriera. Benjamín Chaparro está de pie en una vereda estrecha. Es alto, canoso, flaco. Todavía tiene sesenta años. Sostiene en la mano izquierda una máquina de escribir del tiempo de María Castaña. ¿Qué le queda por hacer en la vida? Ya no su novela. Ya ha terminado de escribir la historia de esos dos hombres desangrados. La respuesta se abre paso lentamente en su cabeza, como todas las decisiones difíciles.
Está en la vida para hacer lo que ha venido rumiando, sin saber que lo ha venido rumiando, desde que tomó el tren en Castelar a las once y cinco, o desde que pidió prestada la Remington hace once meses, o desde que le dijo a una joven meritoria recién ingresada cómo debía atender el teléfono, hace tres décadas.
Por eso se pone finalmente en movimiento y sube saltando de dos en dos los escalones de la entrada de Lavalle. Toma el ascensor hasta el quinto piso. Camina a grandes trancos por el pasillo de baldosas blancas y negras dispuestas en rombo.
No pasa a saludar por la Secretaría n.° 19. Ya no es por temor a que adviertan el amor que le incinera las entrañas. Es porque por primera vez sabe que hoy sí, sin falta y sin demora, tiene que ir directamente a golpear la puerta del despacho; a escuchar la voz de ella diciéndole que pase; a plantarse como un hombre delante de la mujer a la que ama; a ignorar la pregunta trivial que suelten los labios de ella cuando lo reciba sonriendo; a pagar, o a cobrar, la deuda que tiene pendiente y que es el único motivo válido que encuentra para seguir viviendo. Porque Chaparro necesita responderle a esa mujer, de una vez y para siempre, la pregunta de sus ojos.
Ituzaingó, septiembre de 2005 E. S.
En febrero de 1987 ingresé a trabajar como empleado en el Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Criminal de Sentencia «Q», de la Capital Federal. Una mañana cualquiera mis compañeros más experimentados me contaron una vieja anécdota: a raíz de la amnistía para presos políticos que el gobierno de Cámpora dictó en 1973, y en circunstancias que siempre quedaron en la más completa oscuridad, salió en libertad un preso común que estaba detenido en la cárcel de Devoto a la orden del Juzgado. Se lo acusaba de delitos muy graves, y lo aguardaba una larguísima condena. Sin embargo, y sin que nadie supiera nunca el motivo, salió en libertad aquella jornada.
Tiempo después recordé esa historia, y en mi imaginación se le sumaron innumerables hechos y situaciones que, aunque inventados, podían encajar como posibles antecedentes y consecuencias de la liberación injusta de un homicida convicto.
Por lo demás, la historia que se narra en estas páginas es enteramente ficticia, como lo son todos sus personajes. De hecho, a fines de la década de los sesenta las secretarías n.° 18 y n.° 19 pertenecían a un Juzgado de Sentencia, y no a uno de Instrucción. Además, no existía ningún Juzgado en lo Criminal de Instrucción, en la Capital Federal, que llevase el n.° 41. En cuanto a la sangrienta Argentina de los años setenta, que de tanto en tanto se asoma como telón de fondo de estas páginas, ojalá fuese igual de ficticia, igual de inexistente.
De todos modos, no puedo terminar estas líneas sin dedicar un afectuosísimo recuerdo a quienes trabajaron conmigo en el Juzgado de Sentencia «Q»; sobre todo a mis compañeros de la Secretaría n.° 19: Juan Carlos Travieso, Evangelina Lasala, Jorge Riva, Edy Pichot y Cristina Lara. Para esta última valga también mi profundo agradecimiento por la inapreciable ayuda que me brindó a la hora de precisar un sinnúmero de detalles jurídicos y procedimentales que resultaron necesarios para dar solidez y verosimilitud a esta historia. Si guardo un recuerdo tan grato de aquella época se lo debo fundamentalmente a todos ellos.