Read El secreto de sus ojos Online
Authors: Eduardo Sacheri
—Y entonces pensamos con Báez que teníamos que enviarlo lo suficientemente lejos como para que no pudiesen molestarlo, aun cuando lo localizaran. Ahí es donde aparece Jujuy. Porque tarde o temprano Romano se va a enterar de su traslado, Chaparro. Usted vio lo que duran los secretos en Tribunales. Pero la solución es desanimarlo, ponerle la cosa complicada.
Se detuvo un instante porque sonaron pasos de mujer en el pasillo, que giraron finalmente hacia otra habitación. Aguirregaray fue hasta la puerta y la cerró con delicadeza. Volvió a sentarse.
—Mi primo es juez federal en San Salvador de Jujuy. Ya sé que para usted eso debe sonar como el fin del mundo. Pero con Báez no encontramos una alternativa mejor.
Me quedé callado, ansioso por escuchar las innumerables ventajas que deberían existir en mudarme a vivir y trabajar en la loma del peludo.
—Usted sabe que los Juzgados Federales dependen del Poder Judicial de la Nación, o sea que están dentro de nuestra propia estructura. Se trata entonces de un simple cambio de destino. Con el mismo cargo, por supuesto.
—Y tiene que ser al de Jujuy —traté de no sonar susceptible.
—¿Sabe qué pasa? Aunque no le parezca, tiene ventajas. Una es que enviándolo a mil novecientos kilómetros de aquí a estos tipos se les volverá casi imposible molestarlo. Y otra es que, si aun así se les ocurre importunarlo, está mi primo.
Esperé aclaraciones sobre el punto. ¿Quién era el primo? ¿Superman?
—Es un tipo de ideas más bien tradicionales. Imagínese. Vio cómo son algunas sociedades del interior —no sabía, aunque empezaba a sospecharlo—. Y no piense que se trata de un tipo simpático o ameno. Nada que ver. Es casi una cucharada de moco, mi primo. Y malo como un alacrán. Pero tiene la ventaja de que allá es un tipo importante y respetado, y en cuanto les diga a cuatro o cinco personas clave que usted está allí bajo su protección, pierda cuidado que no van a molestarlo ni las moscas. Y cualquier cosa rara que pase, como cuatro desconocidos entrando a la provincia a bordo de un Falcon sin patentes, él se enterará de inmediato. Se tira un pedo una vicuña en el cerro de los Siete Colores y mi primo se entera al cuarto de hora. ¿Entiende a lo que me refiero?
—Creo que sí.
«Maravilloso», pensé. Iba a vivir en el confín de la patria y a trabajar con un señor feudal, más o menos. Pero en ese momento se me cruzó la imagen de mi departamento hecho polvo y automáticamente se me aquietaron las ínfulas. Si con el tipo iba a estar a salvo, mejor sería meterme la pedantería en el último rincón y darle para adelante. Recordé la vergüenza ajena que me había dado, años atrás, ver al juez Batista recular cuando no se animó a bajarle la caña a Romano, en la causa de apremios. Yo también era un cobarde. Yo también había encontrado mi límite.
Cuando me acompañó a la puerta, volví a darle las gracias.
—No hay de qué, Chaparro. Eso sí: en cuanto pueda, vuelva. No quedan muchos prosecretarios como usted.
Fue como si sus palabras me hubiesen devuelto de golpe una identidad extraviada. Comprendí que lo peor de esos ocho días de fugitivo era que había dejado de sentir que yo era yo.
—Gracias de nuevo —me despedí, estrechándole enérgicamente la mano.
Caminé hasta la estación de Olivos. Los trenes del Ferrocarril Mitre eran eléctricos, iguales a los del Sarmiento, salvo que estaban limpios, casi vacíos y corrían a horario. Pero hasta esa envidia localista me demostraba hasta qué punto añoraba Castelar. ¿A todos los que huyen los agobiará esa nostalgia por su pasado? En Retiro tomé el subte, y después caminé hasta la pensión.
—Un tipo lo espera en su pieza —me atajó el encargado. Se me aflojaron las piernas—. Dijo que usted sabía que venía. Se presentó como su socio del bar, ¿puede ser?
—Ah, sí, sí —me aflojé en una risa que al encargado le habrá sonado excesiva. Este Sandoval no cambiaba nunca.
Me esperaba, nomás, cómodamente repantigado en la cama. Nos dimos un abrazo.
Me di una ducha. Después nos tomamos ese taxi en el que casi no cruzamos palabra.
Lamentablemente la enfermedad y la muerte de Sandoval no fueron repentinas, y quienes lo queríamos bien tuvimos más de un año para habituarnos a la idea. Él se lo tomó con la misma sorna metafísica que les aplicaba a todas las cosas. Declaró, para quien quisiese escucharlo (entre sus íntimos, porque para los de afuera siempre se mantuvo contenido, o hasta distante), que nadie había sabido apreciar debidamente el efecto benéfico que el alcohol había ejercido sobre su cuerpo, y que él había sabido administrarse en dosis furibundas. Que evidentemente este derrumbe, esta declinación física pasmosa y sin retorno, obedecía a que su abstinencia había roto el sagrado equilibrio que otrora le había otorgado el whisky. Lo decía sonriendo, y los que siempre lo habíamos perseguido para que dejase de beber agradecíamos esa indulgencia. Por lo demás, siguió trabajando en el Juzgado hasta el final, o casi.
En los últimos meses hablé con Alejandra con frecuencia. Más que con él, por otra parte. Porque nos envaraba lo costoso de esas llamadas de larga distancia, o porque como buenos varones considerábamos en el fondo una señal de debilidad demostrar nuestra tristeza, cuando hablábamos con Sandoval lo hacíamos de bueyes perdidos y esquivábamos con exactitud de peritos cualquier referencia muy personal, o muy sentida, o muy melancólica. Ni yo le preguntaba por su enfermedad ni él por mi forzado ostracismo jujeño. Supongo que no vernos las caras cuando respondíamos con convencionalismos aumentaba el acartonamiento de esas conversaciones que, sin embargo, no quisimos suspender.
No me sobresaltó, entonces, que un jueves el escribiente me alargara el teléfono diciéndome simplemente «operadora, larga distancia», y del otro lado, con el eco y el zumbido de las comunicaciones de entonces, me llegase la voz de Alejandra primero contenida, luego atrozmente dolorida, por fin serena, acaso desahogada.
El de esa noche fue mi primer viaje en avión. Era curiosa la forma que había adoptado el dolor que sentía. Había tenido tanto tiempo para prepararme para esa noticia, que más se me iba el alma en comparar lo que sentía con mis especulaciones previas que en sentir el dolor liso y llano de haber perdido a mi amigo.
Buenos Aires me ofreció, desde el cielo nocturno, un espectáculo imponente. La misma distancia afectiva que había sentido al enterarme de la muerte de Sandoval la sentí hacia mí mismo cuando puse los pies en Aeroparque. No sentía miedo. Ni siquiera nostalgia. Tampoco me alegraba volver después de seis años. Me acosó un instante la culpa: a mi madre no le había avisado de ese viaje relámpago, porque no quería prolongarlo pero tampoco entristecerla haciéndole saber que había estado por un día a veinte kilómetros de su casa, en lugar de a casi dos mil, y que no había pasado a visitarla. Mejor esperar a julio, y que ella fuese a visitarme como todos los años.
El taxista no tuvo mejor idea que ilustrarme con una conferencia en la que se proponía explicarme, según entreví, que los ingleses jamás podrían reconquistar las Malvinas con esa murga de flota que acababan de enviar. Lo corté en seco:
—Le pido que no me hable. Necesito descansar —y por si tomaba mi falta de interés como una sospechosa traición contra nuestra patria, agregué—: Aparte, soy austríaco.
Se llamó a silencio. Mientras el auto avanzaba por Palermo ciertos recuerdos fueron abriéndose paso. Comprobé casi gustoso que me hacían daño. Me había asustado mi propia frialdad de las horas anteriores. Tal vez por eso terminé por preguntarme en qué andaría el mal nacido de Romano. ¿Seguiría con ansias de liquidarme? No era una pregunta menor. De su respuesta dependía que yo tuviese o no que seguir viviendo en Jujuy. Pero era una pregunta que no tenía a quién formularle. Báez había muerto en 1980. Yo no me había atrevido a viajar a Buenos Aires entonces, aunque hubiesen transcurrido cuatro años de la venganza de Morales y del ataque del que me había salvado por un pelo. Sí le había enviado una larga carta a su hijo. Siempre me ha parecido importante que los hijos conozcan el verdadero valor de ciertos padres. Más allá de eso, sin Báez iba a sentirme perdido. Por eso pensaba ir del avión al velorio, del velorio al entierro y del entierro de nuevo al avión.
No era en la casa de Sandoval sino en una cochería. Siempre odié, desde chico, la parafernalia estéril de nuestros ritos fúnebres. Esas mortajas vaporosas, las velas, el olor espantoso de las flores muertas. Siempre se me antojaron artificios vanos de ilusionistas aburridos, tratando de tergiversar la digna y atroz contundencia de la muerte. Tal vez por eso pasé sin detenerme por la cámara mortuoria. Alejandra mataba las horas de la medianoche intentando dormir en un sillón. Creo que se alegró de verme. Lloró un poco y me explicó algo relacionado con el último tratamiento que le habían aplicado a su marido, buscando un imposible milagro. Me sonó a una historia que se había ido gastando a lo largo del día, a fuerza de repetirla, pero no tuve corazón para interrumpirla. Cuando pareció que había terminado, me atreví a hablar.
—Tu marido fue el mejor tipo que conocí en mi vida.
Ella dejó de mirarme y clavó los ojos en un costado. Pestañeó varias veces, pero ningún truco le sirvió para evitar el llanto. Igual pudo responderme.
—Te quería tanto, y te admiraba tanto, que creo que dejó de tomar para que no tuvieras miedo por él, ahora que no ibas a poder ayudarlo.
Fue mi turno de llorar. Nos abrazamos en silencio. Por fin habíamos sido capaces de sortear inmunes los rituales falaces de ese sitio, y de honrar la memoria de su esposo y mi amigo.
Me ofreció café y conversamos de todo un poco. Eran más de las doce. Si quedaba algún deudo rezagado, pasaría a primera hora de la mañana, antes del sepelio. Dediqué un buen rato a ponerla al día con los detalles de mi exilio jujeño. Me preguntó por Silvia con pelos y señales. Pablo le había hablado de mis nuevas nupcias, pero la curiosidad femenina de Alejandra exigía mucha más información que aquella con la que Sandoval se había conformado en nuestras cartas y charlas telefónicas. Arranqué contándole que era la hermana menor del secretario de un Juzgado Civil, que era fatal que terminásemos conociéndonos en esa sociedad del tamaño de un dedal, que era muy bella, que tal vez para conquistarla me había auxiliado el aura de misterioso exiliado político de oscuro pasado que me precedía en aquellas tierras remotas, y que la quería mucho. Cuando concluí, considerando que había dicho todo, se inició su interrogatorio. Hice lo que pude, sin salir de mi asombro al comprobar la miríada de cosas que una mujer puede desear enterarse acerca de otra. Eran como las tres cuando conseguí convencerla de que se fuera a su casa a dormir un poco. No iba a venir nadie a semejante hora. Y creo que a ella le gustó la idea de que me quedase yo un rato a solas con lo que nos había quedado de su marido. Y a mí, confusamente, creo que también me sonó adecuado.
Fue un entierro poco concurrido. Algunos familiares, uno que otro amigo, unos cuantos empleados del Juzgado. A varios no los conocía: esa ajenidad fue tal vez la prueba más palpable que tuve de mi propio exilio. Me reconfortó encontrar a otros que sí eran antiguos empleados; con ellos crucé saludos y palabras de afecto. También estaban Fortuna Lacalle y Pérez, nuestros antiguos superiores. Al juez retirado se lo veía tan envejecido que parecía a punto de desarticularse, pero su cara de otario resistía incólume la batalla contra el paso del tiempo. Pérez ya no era defensor oficial: era juez de sentencia, para estupor de los hombres y mujeres de buen criterio.
Mientras los demás volvían hacia los autos, me demoré un instante a arrojar un terrón de tierra sobre el túmulo sin que nadie me viera. Giré para cerciorarme de que mi gesto no tuviese testigos: al final del grupo en retirada iban precisamente nuestro antiguo secretario y nuestro igualmente antiguo juez. Levanté un terrón grande y húmedo y lo fui partiendo en varios pedazos. A medida que los arrojaba fui ejecutando, a media voz, una especie de rezo absolutamente profano: «El día en que los boludos hagan una fiesta, estos dos reciben a los demás en la puerta, les sirven los refrescos, les ofrecen torta, encabezan el brindis y les limpian las miguitas de los labios».
Al terminar, me alejé sonriendo.
Más dudas
«No me falta nada», piensa Chaparro mientras vuelve a su casa con la bolsa de pan tibio en la mano. Cómo no va a estar tibio, si casi abren la panadería para él.
Lo exaspera descubrirse esos incipientes hábitos de viejo, como tal vez a otros les ocurre con las arrugas o las canas. Mientras hasta su retiro dormirse era un premio y un placer al que se abandonaba sin miramientos y del que volvía remoloneando con plenitud, ahora le sobran horas de vigilia por todos lados. Por eso, cuando se cansa de dar vueltas en la cama, los ojos deslumbrados en la claridad que se cuela por los postigos, se pone de pie y sale a comprar el pan a la otra cuadra, vestido con esmero, porque teme convertirse en uno de esos gerontes consumados que salen a la calle vistiendo camiseta, tiradores y alpargatas.
Al volver prepara mate y se lleva al escritorio un par de pancitos en un plato, para no hacer migas. Le causa un poco de gracia advertir que sus dos matrimonios han sido por lo menos capaces de amansarle un poco los hábitos domésticos.
Cuando se sienta, revisa lo último que ha escrito y se entristece, Duda, por otra parte, de que tenga sentido conservarlo como parte del libro. ¿Hace a la historia que está contando? Si la historia que está contando es la de Ricardo Morales o la de Isidoro Gómez no, no tiene que ver con ellos. Pero si la historia que está contando es la propia, la de Benjamín Miguel Chaparro, sí: esa visita fugaz a Buenos Aires en mayo de 1982 no puede quedar afuera.
Vuelve a interrogarse acerca de cuál de las historias está escribiendo y lo asaltan dudas nuevas, o viejas y repetidas. Porque si está escribiendo una suerte de autobiografía está dejando afuera un montón de circunstancias y de personas que han tenido mucho que ver con su vida. ¿Qué ha dicho de Silvia, su segunda mujer, si vamos al caso? Poco y nada. Debería revisar, pero le parece que solo la ha mencionado en ese dichoso capítulo anterior sobre la muerte de Sandoval. ¿Pero qué puede agregar, después de todo? ¿Que convivieron diez años? ¿Que desde que se atrevió a volver a Buenos Aires a fines de 1983, cuando nadie les temía ya a los militares ni a sus esbirros, estuvieron juntos otros cuatro años? ¿Que durante esos últimos cuatro años fue Silvia la que pareció vivir en el exilio, lejos de su familia, de sus amigas, de esa sociedad de la que se quejaba cuando vivían en ella, pero a la que empezó a añorar desde el primer día en que pisó una Buenos Aires a la que siempre vivió como hostil y agresiva?