El secreto de los Medici (36 page)

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Authors: Michael White

BOOK: El secreto de los Medici
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—¿Éste es el hombre? —preguntó el policía a Jeff.

Fournier ni siquiera levantó la vista.

El policía levantó los pulgares en dirección al piloto.

Mientras se alejaban agazapados de la hélice en plena rotación, Roberto dijo:

—Bueno, sí, contaba con refuerzos.

Jeff no pudo evitar echarse a reír, y Roberto se inclinó hacia delante con una sonrisa para revolverle el pelo a Rose.

—Vosotros dos, id a entrar en calor —dijo—. Creo que nos van a hacer pasar a todos por descontaminación.

Dos enfermeros se les acercaron a paso ligero y escoltaron a Jeff y Rose al helicóptero ambulancia.

—Desde luego, está claro que sabes montar líos, ¿no, Roberto? —dijo Edie con los ojos brillantes.

—No te quejarás.

—¡No! —Se rió y apartó la vista.

—Antes de que nos hagan el chequeo, quiero enseñarte una cosa.

Ella se cogió de su brazo bueno.

—Eres el hombre más extraordinario que he conocido en mi vida. ¿Cómo demonios supiste llegar aquí?

—Llamé a la Capilla Medici, esperando que no os hubierais marchado, pero no os encontré y hablé con Sonia. Ella me contó lo de la llave y lo de Candotti. Google y mi biblioteca hicieron el resto.

—Ah, sí, tu biblioteca. Puedo imaginarme perfectamente a Vincent cargando con todos esos libros camino del hospital.

—Mejor que seguir trayéndome uvas…

Pasaron por delante de los restos de la torre oeste y rodearon el muro exterior del monasterio. Un camino llevaba directamente a una plataforma de piedra de trazado circular, desde donde pudieron contemplar unas vistas de una belleza arrebatadora. Ante ellos se extendía el lago Angja, que relucía a la luz de la luna como una fotografía en blanco y negro tomada con uno de esos filtros que realzan los destellos de las estrellas. Podían ver el mausoleo como un cubo aplanado de piedra negra sobre la isla, hacia el oeste. Parecía un lugar insondable, y ahora ya sabían que verdaderamente albergaba numerosos secretos en el interior de sus muros.

Roberto rodeó a Edie con el brazo y los dos se quedaron contemplando el agua.

—No resulta difícil imaginar a Cosimo y a Contessina de pie en este mismo lugar hace seiscientos años, ¿verdad? —dijo.

—Pon las cosas en perspectiva.

—Debieron de amarse mucho.

Ella se volvió para mirarlo, sorprendida.

—Contessina no creó todo esto sólo para esconder el frasco —siguió diciendo Roberto, con los ojos fijos en las increíbles vistas—. Este lugar, obviamente, significó mucho para ellos. Fue su lugar especial y ella quiso permanecer aquí junto a él por toda la eternidad.

—No me había dado cuenta de que el vizconde era un romántico tan tremendo.

—A lo mejor sí —respondió él con una pícara sonrisa—. Pero también estaba pensando en el enorme sacrificio que hicieron.

—¿A qué te refieres?

—En el siglo XV la gente creía que el cuerpo era sacrosanto; no hay más que recordar su obsesión con las reliquias sagradas. Aun así, ellos permitieron que su hermosa tumba quedara destruida antes que permitir que alguien indigno cogiese el frasco.

—¿Eso crees, realmente?

—Por supuesto que sí. Yo creo que el secreto de los Medici está a salvo, al menos por una temporada. No pienso contarle nada a nadie y tengo la sensación de que nuestro amigo Luc Fournier va a pasar mucho tiempo entre rejas. Naturalmente, siempre habrá personajes como él, pero también habrá personas como Cosimo y Contessina…

—Y comprender sus motivos más profundos fue lo que nos sirvió a nosotros para salir de allí.

—De puro milagro.

Edie le dedicó una mirada escéptica y se quedaron en silencio un momento, saboreando la inigualable atmósfera de aquel paraje.

—Y, por lo menos, se les veía ciertamente en paz justo antes de que se desplomara el techo, ¿no te ha parecido? —dijo él al cabo.

—Pero no estaban realmente allí, ¿no, Roberto?

—Tal vez no, pero nosotros sí, así que su legado perdura. A lo mejor pasan otros seiscientos años antes de que otras personas tengan noticia del secreto de los Medici. Y ¿quién sabe? A lo mejor viven en una época más ilustrada. Sería bonito imaginar que un día podría no haber sitio para gentes como Fournier y que no se ganara nada intentando vender la muerte al mejor postor.

—¿Cómo dices? ¿Te refieres al ideal de los humanistas?

—Algo así —susurró él, estrechándola y bajando la boca para rozar los labios de ella—. Algo así.

La realidad que hay detrás de la ficción

El secreto de los Medici es, por supuesto, una obra de ficción. Pero, al igual que ocurre con mi primera novela,
Equinox
, muchos elementos del relato están sacados también de la realidad. Lo que sigue a continuación es un resumen de esos elementos y de la verdad que hay en ellos.

Manuscritos antiguos

Los griegos y los romanos fueron magníficos cronistas. Por desgracia para la civilización humana, gran parte de lo que se escribió en la Antigüedad se ha perdido para siempre. La soberbia colección de conocimientos que desapareció cuando la biblioteca de Alejandría fue destruida representa una de las peores pérdidas. Pero muchos textos desaparecieron en otras circunstancias, menos dramáticas.

Parte de la vasta literatura de la civilización griega y romana se conservó en monasterios y en bibliotecas reales de Europa y Asia Menor, y muchos documentos sobrevivieron a la edad de las tinieblas. Gracias en gran medida a los florentinos, estos conocimientos fueron aprovechados por los habitantes de Europa, que los utilizaron como base para el impresionante florecimiento de la civilización que denominamos Renacimiento.

El gran poeta y humanista italiano del siglo XIV, Petrarca, reunió en torno a sí a un grupo de eruditos de ideas afines que compartían una misma fascinación por la tradición clásica. Estaban convencidos de que había tal vez millares de manuscritos y documentos en sus versiones originales latina o griega escondidos en colecciones particulares o en monasterios remotos. Muchos de estos hombres dedicaron su vida a buscar aquellos tesoros.

Una generación después de Petrarca se produjeron algunos de los hallazgos más importantes en este ámbito de los estudios «científicos» antiguos. Una de las figuras más destacadas de esta búsqueda fue Niccolò Niccoli. Durante la segunda década del siglo XV Niccoli descubrió la
Astronomica
del autor romano Manilius, así como el
De rerum natura
de Lucrecio y varios tratados sobre minería y agricultura, entre otros el
Silvae
de Estacio y el
De re rustica
de Columela. Unos años más tarde Bracciolini encontró el tratado sobre acueductos escrito por Frontino, que había representado la piedra angular de la técnica arquitectónica romana, y el
Brutus
de Cicerón, un libro que desató rápidamente la polémica política debido a su descripción de las virtudes de la forma monárquica de gobierno.

Lo llamativo de estos descubrimientos era que estaban escritos en el latín original y que prácticamente no habían sido modificados. Esto quiso decir que, por primera vez, la elite florentina de finales del siglo XIV y de principios del XV pudo leer las palabras de los grandes pensadores de la era clásica exactamente tal como las habían escrito.

Esto representó un avance importantísimo. Pero tal vez más importante sea el hecho de que cuando se tradujeron estas obras y fueron interpretadas, enseguida se vio que gran parte del pensamiento científico de los eruditos romanos se basaba en realidad en una fuente anterior: las ideas de los griegos y en concreto las de figuras como Arquímedes, Aristóteles, Pitágoras y Platón, de la era dorada de la erudición griega, entre el año 500 y el 250 a. C.

El resultado inevitable de todo esto fue una nueva e intensificada búsqueda de las fuentes originales griegas del saber científico. Inspirándose en lo que ya habían encontrado, muchos de los hombres y mujeres más ricos de Florencia empezaron a enviar emisarios al extranjero con el fin de localizar y adquirir en su nombre cualquier cosa que pudieran encontrar escrita en el griego original.

Hasta entonces los únicos manuscritos griegos originales que habían llegado a manos de habitantes de Europa occidental consistían en unos cuantos fragmentos de Aristóteles y en retazos de Platón, junto con algunos tratados escritos por Euclides, todo ello celosamente guardado por monjes o en poder de unos cuantos devotos. Del propio Petrarca se decía que había poseído un manuscrito original de Homero, pero que no podía leer ni una sola palabra. A juzgar por la autoridad de los escritores romanos a los que se refería, daba por hecho que Homero era un magnífico poeta y besaba el libro todas las noches antes de retirarse.

Durante las tres primeras décadas del siglo XV varios centenares de manuscritos originales se abrieron paso hasta Florencia, procedentes en su mayor parte de Oriente; allí donde antiguamente los cruzados se batían por la cristiandad, ahora los emisarios occidentales hacían trueques o pagaban dinero al turco a cambio del capital intelectual. En 1423 un agente florentino, Giovanni Aurispa, regresó después de un viaje particularmente fructífero con 238 manuscritos íntegros.

De esta manera, la comunidad intelectual de Florencia se hizo con versiones íntegras de la
Política
de Aristóteles, las historias de Heródoto, los Diálogos de Platón, la
Ilíada
, la
Odisea
y las obras de teatro de Sófocles, así como de textos médicos escritos por Hipócrates y Galeno.

Al traducirse fielmente una cantidad cada vez mayor de textos griegos, se produjo la sorprendente constatación de que todo lo que los florentinos habían logrado culturalmente hasta la fecha había sido superado con creces dos milenios antes por los griegos. Pero este descubrimiento no actuó como una fuerza destructora. Les sirvió de inspiración, no sólo para emular sino para osar plantearse mejorar lo que los antiguos habían logrado.

En 1428 se organizó un comité para propulsar una serie de cambios en el sistema educativo de Florencia. Uno de los miembros del consejo rector del Studium, que ocupaba el corazón cultural de la ciudad, fue Cosimo de’ Medici, en aquel entonces un joven banquero residente en Roma. Él convenció a las instituciones eclesiásticas de Florencia para que aportaran 1.500 florines anuales para añadir dos cátedras más al conjunto de materias. El currículo existente constaba de medicina, astrología, lógica, gramática y derecho, y a estas materias se añadieron filosofía moral y una cátedra de retórica y poética. Esto proporcionó un nuevo plan de estudios a los estudiantes de Florencia, y formó las bases del sistema adoptado en toda Europa y que se mantuvo vigente en las universidades de Inglaterra, Francia e Italia hasta el siglo XVIII.

Armas bioquímicas

La sustancia bioquímica que ocupa el centro de la novela (el secreto de los Medici propiamente dicho) es la ropractina. Se trata de una sustancia química imaginaria, pero su estructura y propiedades se asemejan mucho a un agente bioquímico real llamado sarín. Esta sustancia bioquímica se conoce también como «GB», su denominación dentro de la OTAN. El sarín es una sustancia extremadamente tóxica y su única aplicación es como agente nervioso. Naciones Unidas lo calificó como arma de destrucción masiva y la Convención sobre Armas Químicas de 1993 prohibió su producción y almacenamiento.

El sarín se hizo célebre en 1994 cuando lo utilizó la secta religiosa japonesa Aum Shinrikyo, cuyos fanáticos integrantes lanzaron una variante no pura de dicha sustancia bioquímica durante una serie de incidentes relacionados entre sí, que juntos resultaron en la muerte de más de veinte personas e hirieron a cientos más.

Las armas bioquímicas y biológicas se conocen desde hace siglos. El ejemplo más antiguo de arma biológica procede de una época inmediatamente anterior al relato de Cosimo y sus compañeros en
El secreto de los Medici
. En 1346 los cuerpos de unos soldados tártaros que habían muerto por la peste fueron arrojados por encima de los muros de la asediada ciudad de Kaffa (hoy Feodosia, en Crimea) para infectar a sus habitantes. Cuatro siglos después, durante la Guerra Franco-India de Norteamérica en la década de 1760 los ingleses repartieron entre los nativos mantas contaminadas con el virus de la viruela.

Durante la Primera Guerra Mundial se utilizaron armas químicas en diversas ocasiones, y en épocas más recientes se sabe que el difunto líder de Irak, Sadam Husein, gaseó a miles de kurdos y utilizó armas bioquímicas durante la guerra con Irán que comenzó en 1980 y duró diez años.

En la actualidad el uso de agentes bioquímicos y biológicos por parte de grupos terroristas representa un temor muy real para los gobiernos occidentales. Se han dedicado ingentes recursos al esfuerzo, aún en curso, por impedir que esta clase de sustancias caigan en las manos equivocadas, pero muchos creen que es sólo cuestión de tiempo que algún sujeto u organización nihilista reúna en algún rincón del planeta suficientes cantidades de algún agente mortífero para causar un genocidio en alguna ciudad occidental. Da que pensar que pueda haber un Luc Fournier por ahí dando forma en estos momentos a un plan tan vil como éste.

Para saber más:
Biochemical Weapons: Limiting the Threat
, Josua Lederberg, MIT Press, Boston, 1999.

Giordano Bruno

Giordano Bruno fue un místico y filósofo que rechazó tanto el sacerdocio como la religión ortodoxa para convertirse en un hombre detestado por la Inquisición. Nacido en Nola, cerca de Nápoles, en 1548, ingresó en la orden de los dominicos pero, después de descubrir una perspectiva filosófica más amplia a través de la obra de Copérnico y de otros pensadores no ortodoxos, dio la espalda a los dogmas religiosos. Escribió numerosas obras de filosofía radical, la más célebre de las cuales fue
La cena de las cenizas.

Bruno residió en Londres durante un breve período de tiempo y se cree que trabajó como espía al servicio de la reina Isabel I. Se asoció con muchos de los místicos de su época, como John Dee, y es posible que conociera personalmente a William Shakespeare, del que se sabe sentía un gran interés por muchas de las ideas de Bruno.

A comienzos de 1592 Bruno regresó a Italia invitado por un aristócrata llamado Giovanni Mocenigo. Acudió bajo el pretexto de entrar a trabajar como tutor de este acaudalado mecenas. Una vez en Venecia, dio clases en Padua y trabó contacto con Galileo y con otros pensadores de la época. Sin embargo, la invitación de Mocenigo era una trampa y en mayo de ese mismo año Bruno fue arrestado y sometido a juicio por la Inquisición veneciana. De ahí fue trasladado a Roma, donde permaneció siete años encerrado en una mísera celda. Soportó torturas espantosas por parte de Roberto Bellarmino, mano derecha del Papa, y fue quemado en la hoguera en Campo de’ Fiori el 17 de febrero de 1600.

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