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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (16 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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Hizo girar lentamente el pomo. La puerta cedió hacia el interior. Virginia estaba a un palmo de él. Juntos, y en silencio, entraron en la sala.

La linterna relucía en el cuadro de Holbein, en el muro más alejado, recortando la silueta de un hombre que, subido a una silla, golpeaba suavemente los paneles. Les daba la espalda y su sombra era monstruosa.

Los clavos de las botas de Bill chirriaron en el pavimento, interrumpiendo su observación. El hombre se volvió, enfocando sobre ellos la luz de la linterna, que casi los cegó. Bill no titubeó.

—Ahora —bramó a Virginia y se abalanzó contra el individuo, mientras ella daba vueltas al interruptor.

Sólo se oyó el chasquido de éste. La gran araña no se inundó de luz. La sala se mantuvo en las tinieblas.

Virginia oyó a Bill desgranando una sarta de juramentos. En seguida sonaron jadeos y golpes. La linterna se apagó al estrellarse en el suelo. Virginia no supo quién vencía, ni cuántos combatientes intervenían. ¿Habría en la estancia alguien más que la persona que golpeaba la pared? Bien podía ser. Su visión del interior había sido muy breve.

La consternación la había paralizado. No osaba mediar en el zafarrancho, puesto que tal vez estorbase más que ayudase a Bill. Se apoyó en la idea de quedarse en el umbral para cortar el paso a quien pretendiera huir por la puerta. Sin embargo, y desoyendo las instrucciones del joven, chilló repetidas veces en petición de auxilio.

Hubo portazos en el piso, y el vestíbulo y la escalinata se llenaron de luz. ¡Ojalá contuviera Bill a su enemigo hasta que llegaran los refuerzos!

En aquel instante se produjo una terrible convulsión. Los luchadores debieron tropezar con una armadura, que se abatió con un estruendo ensordecedor. Una figura corrió al balcón, perseguida por los juramentos de Bill, que se desembarazaba de las partes de la armadura.

Virginia abandonó su puesto y saltó tras el fugitivo. El balcón estaba abierto y el intruso, lanzándose por él, salió a la terraza y corrió hacia la esquina. La joven, fuerte y deportiva, dobló el ángulo casi junto al desconocido.

Cayó en los brazos de una persona que salía de una puertecilla lateral: mister Hiram P. Fish.

—¡Oh, una señora! —gritó el estadounidense—. Le pido perdón, mistress Revel. La tomé por un enemigo de la justicia.

—Ha pasado por aquí —jadeó Virginia—. ¿Podremos capturarle?

Al hablar se dio cuenta de que era demasiado tarde. El hombre estaría ya en el parque, y la noche, muy oscura, carecía de luna. Regresó, pues, a la cámara del consejo, acompañada de mister Fish, que describía expertamente, y en tono aplacador, las costumbres de los ladrones en general. Parecía muy enterado del tema.

Lord Caterham, Bundle y varios criados aterrados se agolpaban en la entrada de la sala.

—¿Qué pasa? —preguntó Bundle—. ¿Tenemos ladrones? ¿Qué haces con mister Fish, Virginia? ¿Os paseáis de noche?

Virginia le explicó lo sucedido.

—¡Qué emocionante! —chilló Bundle—. ¡Un fin de semana con entremés de asesinos y ladrones! ¿Por qué no se enciende la lámpara? Las del resto de la casa funcionan perfectamente.

Pronto se aclaró el misterio. Habían quitado las bombillas y las habían colocado en fila al pie del muro. Tredwell, aún en batín, restauró la iluminación por medio de una escalera de mano.

—Si la vista no me engaña —dijo lord Caterham, con triste acento, mirando en torno suyo—, esta habitación ha sido centro de actividades violentas.

La observación fue justa. Todo lo derribable había sido derribado. El suelo estaba sembrado de sillas rotas, jarrones destrozados y fragmentos de armaduras.

—¿Cuántos eran? —indagó Bundle—. La lucha parece haber sido tremenda.

—Uno solo, creo —dijo Virginia.

Entonces lo dudó. Ciertamente, una sola persona, un hombre, se había escapado por el balcón, pero tenía la impresión de que, al perseguirle, hubo un rumor cerca de ella. En cuyo caso, un segundo intruso (si no se equivocaba) habría huido por la puerta. El rumor pudo ser imaginario...

Bill surgió del balcón. Respiraba dificultosamente.

—¡Maldito sea el bribón! —rugía iracundo—. ¡Se fugó!

—¡Ánimo, Bill! —exclamó Virginia—. Otra vez tendrás más suerte.

—¿Qué será lo mejor? —preguntó el marqués—. ¿Irnos a la cama? No localizaremos fácilmente a Badgworthy. Tredwell, encárguese de lo más oportuno.

—Muy bien, milord.

Caterham se preparó a irse.

—Ese Isaacstein duerme como un leño —comentó, envidioso—. El escándalo hubiese despertado a un muerto. —Miró a mister Fish—. Tuvo tiempo de vestirse, ¿verdad?

—Me eché encima unos cuantos trapos —respondió el estadounidense.

—Alabo su sensatez —aprobó lord Caterham—. Los pijamas no abrigan.

Bostezó. Y todos los alarmados se fueron melancólicos a reanudar su interrumpido sueño.

Capítulo XVIII
-
Segunda aventura

La primera persona que Anthony vio al apearse del tren, a la tarde siguiente, fue el superintendente Battle.

—He regresado como pactamos —dijo sonriendo—. ¿Vino a asegurarse de ello?

Battle agitó la cabeza.

—No me preocupó eso, mister Cade. Es que voy a Londres.

—Es usted muy confiado.

—¿Lo cree así?

—No me parece muy astuto, lo del agua mansa y todo lo demás. ¿Conque va a Londres?

—Sí, mister Cade.

—Me pregunto por qué.

El superintendente no contestó.

—¡Qué charlatán! —rió Anthony—. Es lo que más me atrae en usted. Los ojos de Battle chispearon fugazmente.

—¿Qué resultó de su misión, mister Cade?

—Me he equivocado por segunda vez. Irritante, ¿verdad?

—¿Cuál fue su propósito?

—Sospechaba de la institutriz francesa:
a)
porque, como en las novelas, era la de aspecto más inocente;
b)
porque se encendió la luz de su habitación la noche de la tragedia.

—Pocos fueron sus motivos.

—Tiene usted razón. Descubrí también que hacía poco tiempo que servía en la casa. Además, encontré a un francés extraño husmeando en el parque. Está enterado de su existencia, ¿verdad?

—¿Se refiere al individuo que se aloja en la posada, el llamado Chelles, viajante de una sedería?

—Al mismo. ¿Qué piensa Scotland Yard de él?

—Sus actos han sido sospechosos —concedió Battle, impasible.

—Yo diría que muy sospechosos. Sumé, por tanto, el elemento de la institutriz francesa y el elemento del extraño francés, y se me ocurrió que tal vez estuviesen confabulados, y fui a visitar a la dama a quien mademoiselle Brun había servido los diez últimos años. Fue infundada mi esperanza de que jamás hubiese oído hablar de mademoiselle Brun. Mademoiselle es genuina.

Battle afirmó.

—Al conocerla tuve la desagradable impresión de equivocarme —añadió Anthony—. Me convenció de que era institutriz desde la cuna. Battle volvió a afirmar.

—No obstante, mister Cade, no hay que fiarse de ello. Las mujeres, en especial, hacen milagros con el maquillaje. Conocí a una bonita muchacha que se tiñó el pelo, bronceó su rostro, enrojeció sus labios y, lo que es más eficaz, cambió su indumentaria. No la reconocieron nueve de diez personas que la habían tratado anteriormente. Los hombres no tienen tantas facilidades. La forma de las cejas y una dentadura postiza alteran su semblante... pero las orejas, mister Cade, las orejas tienen mucho carácter.

—No mire tan fijamente a las mías, que me pone nervioso —suplicó Anthony.

—Las barbas postizas y los tintes y cremas son sólo buenos para los libros —continuó el superintendente—. Pocos hombres pueden escapar a una identificación cuidadosa. Sólo hay uno con verdadero genio para los disfraces. El rey Víctor... ¿Qué sabe de él, mister Cade?

Su tono, que había cambiado repentinamente, detuvo las palabras que Anthony se disponía a pronunciar.

—¿El rey Víctor? —repitió pensativo—. El nombre me parece conocido.

—Es el ladrón de joyas más famoso del mundo. Su padre fue irlandés, su madre francesa. Domina, al menos, cinco lenguas. Hasta hace unos pocos meses cumplió condena.

—¿Sí? ¿Dónde se le supone en la actualidad?

—Me gustaría saberlo, mister Cade.

—La trama se complica —dijo Anthony con leve ironía—. ¿Y si viniera aquí? No le atraerían las Memorias políticas, sino las joyas.

—¿Quién sabe? Quizá se mueva entre nosotros.

—¿Disfrazado de segundo lacayo? ¡Espléndido! Usted identificará sus orejas y se cubrirá de gloria.

—Le gusta bromear, ¿verdad, mister Cade? ¿Qué opina de lo de Staines?

—¿Qué ha sucedido en Staines?

—Imaginé que lo había leído en los periódicos del sábado o en los de hoy. Descubrieron en la carretera a un nombre muerto de un tiro.

—Algo leí. No parece un suicidio.

—No, falta el arma. Y nadie ha reconocido el cadáver.

—¿A qué se debe su interés? —sonrió Anthony—. ¿Se relaciona esa muerte con el asesinato del príncipe Miguel?

Sus ojos y sus manos eran firmes. ¿El superintendente Battle le estudiaba de modo peculiar? ¿O lo imaginaba?

—Hay una epidemia de asesinatos —dijo el policía—. No me arriesgaría a afirmar que estuviesen relacionados.

Se dirigió al borde del andén, en el que se detenía el tren de Londres. Anthony respiró libremente.

Cruzó el parque absorto en sus pensamientos. Eligió a propósito la misma dirección que le había llevado a la casa la funesta noche del jueves y estrujó su cerebro, alzando el rostro, para asegurarse de cuál era la ventana en que había visto la luz. ¿Sería exactamente la segunda del extremo?

Entonces hizo un descubrimiento. La esquina de la casa tenía un ángulo en el que se abría un ventanal. Desde aquel punto se la podía contar como la primera, y la primera que se habría construido sobre la cámara del consejo como la segunda; mas, dando unos pasos a la derecha, la porción sobre dicha sala parecía ser el final del edificio. La primera ventana no se veía, y las otras dos, de la cámara del consejo, se enumerarían como las dos primeras desde el extremo. ¿En qué sitio estuvo parado al encenderse la luz? Ése es un punto interesante.

La cuestión era ardua. Un metro más para acá o para allá implicaba una gran diferencia. Una cuestión resultaba clara. Quizá se hubiese engañado al aseverar que la luz brilló en la segunda habitación desde el fondo. Bien pudo ser la tercera.

¿Quién la ocupaba? Anthony se propuso informarse cuanto antes. La suerte le favoreció. Tredwell arreglaba la bandeja del té en el vestíbulo. Era la única persona visible en él.

—Buenas tardes, Tredwell —saludó Anthony—. Quería preguntarle algo. ¿Quién ocupa la tercera alcoba, a partir del fondo del ala occidental, encima de la cámara del consejo?

El mayordomo reflexionó un segundo.

—El caballero estadounidense.

—¿Sí? Gracias.

—De nada, señor.

Tredwell se preparó a partir; pero el deseo de ser el primero en dar noticias humaniza incluso a los mayordomos más austeros.

—Señor, ¿le han informado de lo que ocurrió anoche?

—No. ¿Qué fue?

—Un intento de robo.

—¿De veras? ¿Se llevaron algo?

—No, señor. Los ladrones desmontaron las armaduras de la cámara del consejo, cuando fueron sorprendidos y obligados a huir. Se escaparon desgraciadamente.

—¿De nuevo esa estancia? —se sorprendió Anthony—. ¿Cómo penetraron en ella?

—Se supone, señor, que forzando el balcón.

Tredwell, halagado de la impresión que había producido siguió andando. Cerca de la puerta se detuvo solemnemente.

—Perdone, señor. No le oí entrar.

Isaacstein, víctima del pisotón, agitó amistosamente una mano.

—No importa, buen hombre.

El mayordomo se retiró altanero. Isaacstein se acomodó en una butaca.

—¿Ya de vuelta, Cade? ¿Le han explicado las aventuras de anoche?

—Sí. Es un fin de semana muy movido.

—Lo de ayer fue, sin duda, una hazaña de malhechores locales. Cometieron torpezas de aficionados.

—¿Coleccionarán armaduras? ¡Extraño botín!

—En efecto —dijo Isaacstein, y agregó—: La situación es muy molesta.

Su tono era amenazador.

—No le entiendo —exclamó Anthony.

—¿Por qué nos retienen? La indagatoria se celebró ayer. El cadáver del príncipe será conducido a Londres, donde se informará que murió de un ataque cardíaco. Pero nos prohíben irnos. Mister Lomax no sabe más que yo y me remite siempre al superintendente.

—Battle maquina algo —repuso Anthony—. Debe ser imprescindible para ello que no nos vayamos.

—Pero usted, y perdone el comentario, mister Cade, pudo irse.

—Con una pierna atada, porque me vigilaron constantemente. No me cabe duda de ello. No hubiera podido hacer desaparecer el revólver.

—¡Ah, el revólver! ¿No lo han encontrado aún?

—No.

—Lo arrojarían al lago.

—Es muy posible.

—¿Dónde está el superintendente? No le he visto esta tarde.

—Se ha ido a Londres. Le encontré en la estación.

—¿Cuándo volverá?

—Creo que mañana temprano.

Virginia apareció con lord Caterham y mister Fish. Obsequió con una sonrisa a Anthony.

—Hele aquí, mister Cade. ¿Le han informado de nuestras aventuras nocturnas?

—Sufrimos intensas emociones, mister Cade —terció Fish—. Confundí a mistress Revel con un bandido.

—Huyó sin estorbo —murmuró Virginia tristemente.

—Sirva el té, por favor —pidió Caterham a la joven—. ¿Dónde se habrá metido Bundle?

Virginia hizo los honores y se sentó luego al lado de Anthony.

—Vaya a la caseta de los botes, después del té —dijo en un aparte—. Bill y yo tenemos mucho que contarle.

E intervino en la conversación general.

La reunión en la caseta tuvo lugar una hora después.

Virginia y Bill se consumían por narrar los hechos. El único sitio prudente para una charla confidencial era el centro del lago, así que fueron a él. Relataron a Anthony las experiencias de la noche anterior. Bill estaba huraño. Deseaba que Virginia no se obstinara en que el «colonial» interviniese.

—¿Qué deducen? —preguntó Anthony, cuando hubo acabado el relato.

—Que buscaba algo —respondió Virginia como un relámpago—. La idea de que se trataba de ladrones me parece absurda.

—Y creyeron que ese algo estaba oculto en las armaduras. ¿Por qué golpearon el entrepaño? Quizá deseaban encontrar una escalera secreta o algo semejante.

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