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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (14 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—Vaya por ahí alrededor del lago, y encontrará un sendero recto; vuelva después a la izquierda y llegará al pueblo. Se hospeda en él, ¿verdad?

—Sí, monsieur, desde esta mañana. Muchas gracias por sus indicaciones.

—De nada. Espero que no se haya resfriado.

—¿Cómo? —se extrañó el desconocido.

—Arrodillándose en el suelo húmedo —explicó Anthony—. Me pareció oír que estornudaba.

—Es muy posible —confesó el extranjero.

—Claro. No contenga sus estornudos. Un médico eminente aseguró que es terriblemente peligroso, no recuerdo por qué... Quizá porque ocasiona inhibiciones, quizá porque aumenta la presión arterial. Buenos días.

—Buenos días, y gracias de nuevo.

—Segundo sospechoso en la posada —murmuró Anthony para sí, observando al desconocido—. Me desconcierta. Parece un viajante de comercio francés y no un miembro de la Mano Roja. ¿Representará un tercer partido del tumultuoso reino de Herzoslovaquia? La institutriz francesa tiene la segunda ventana desde el exterior y un francés repta en esos terrenos, espiando las conversaciones particulares. Apuesto mi sombrero a que dará que hablar.

Volvió a la mansión. Encontró en la terraza a lord Caterham, muy apabullado, y a los dos recién llegados. El marqués revivió al ver a Anthony.

—¡Ah! Permítame que le presente al barón... ¡ejem, ejem!, y al capitán Andrassy. Mister Anthony Cade.

El barón se ofuscó.

—¿Mister Cade? Creo que no...

—Tengamos unas palabras a solas, barón —suplicó Anthony—. Y todo se aclarará.

El barón se inclinó y le siguió a un rincón de la terraza.

—Caballero —comenzó Anthony—, me entrego a su discreción. He abusado del honor británico hasta el extremo de venir a este país bajo un nombre ficticio. Me conoció usted como James McGrath, y usted mismo reconocerá que el engaño fue inocente. ¿Lee usted a Shakespeare? Entonces sabrá sus comentarios sobre la escasa importancia de la nomenclatura de las rosas. Tal es mi caso. A usted le interesaba el hombre en posesión de las Memorias. Yo lo fui. Ahora sabe que ya no las tengo. Le felicito por la estratagema, barón. ¿Quién la imaginó? ¿Usted o su señor?

—De su alteza idea fue. Y nadie sino él quiso que la llevara a cabo.

—Lo efectuó con gran habilidad —aprobó Anthony—. Le tomé por un inglés.

—La educación de un caballero inglés el príncipe recibió —aclaró el barón—. Costumbre de Herzoslovaquia es.

—Dejó en mantillas a los actores profesionales —dijo Anthony—. ¿Sería indiscreto preguntar qué ha sido de las Memorias?

—¿Entre caballeros?

—Me confunde usted, barón. Jamás me llamaron caballero tan a menudo como en las últimas cuarenta y ocho horas.

—Esto le diré... Creo que las quemaron.

—Lo cree, ¿eh? ¿No está seguro?

—Su alteza en su poder las retuvo. Su propósito era leerlas y luego con el fuego destruirlas.

—¡Oh! Sin embargo, su estilo no permitía despacharlas en media hora.

—Entre el equipaje de mi buen señor descubiertas no han sido. Por consiguiente quemadas fueron.

—¡Hum!

Anthony recapacitó un instante.

—Mis preguntas obedecen, barón, a que, como ya sabrá, me he visto complicado en el asesinato. Debo borrar de mí toda sospecha.

—Indudablemente. Su honor lo exige.

—Le envidio su riqueza de expresión. Pues bien; el único medio de demostrar mi inocencia es descubrir al asesino y, para ello, necesito recopilar la mayor cantidad de datos posible. La cuestión de las Memorias importa mucho. Tal vez el móvil del crimen sea la urgencia de apoderarse de ellas. ¿Le extrañaría?

El barón titubeó.

—¿Usted las Memorias ha leído? —preguntó cautamente.

—Me basta esa respuesta —sonrió Anthony—. Barón, le aviso que me dispongo a entregar el manuscrito a los editores el próximo miércoles, día 1 de octubre.

—¡Pero si no lo tiene! —se asombró el barón.

—He dicho el miércoles. Estamos a viernes. Eso me concede cinco días para realizar mi propósito.

—¿Y si quemadas fueron?

—No lo creo. Tengo buenas razones para ello.

Doblaron en aquel momento la esquina de la terraza. Una figura enorme avanzaba hacia ellos. Anthony, que no había visto aún al gran Herman Isaacstein, le miró con crecido interés.

—Barón, ha sido una tristísima pérdida... —murmuró Isaacstein, blandiendo un largo y rollizo cigarro.

—Mister Isaacstein, mi noble amigo... —exclamó el barón—, nuestro magnífico edificio se ha venido abajo.

Anthony abandonó a los prohombres a sus lamentaciones y recorrió la terraza. De pronto le detuvo la visión de una espiral de humo que surgía del centro mismo de un seto de tejos.

—Será el apetito —reflexionó—. Me han dicho que a veces afecta a la vista.

Miró a derecha e izquierda. Lord Caterham seguía charlando con el capitán Andrassy, de espaldas a él. Anthony saltó al jardín y reptó a través de los grandes arbustos.

Comprobó la exactitud de su conjetura. El seto comprendía dos hileras de tejos, separados por un estrecho sendero. Se llegaba a él gracias a una abertura, orientada hacia la casa. Por lo tanto, no existía ningún misterio.

Anthony miró a lo largo del caminillo. Un hombre descansaba en una butaca de mimbre. Un cigarro a medio consumir humeaba en el brazo del asiento. El fumador parecía dormir.

—¡Hum! —gruñó Anthony—. Mister Hiram Fish es partidario de la sombra.

Capítulo XVI
-
Una visita

Anthony subió nuevamente a la terraza con la convicción absoluta de que el centro del lago sería el único lugar idóneo para una conversación privada. El resonante tañido del batintín partió del edificio. Tredwell salió majestuosamente por una puerta lateral.

—La comida está servida, milord.

—¡Ah, el almuerzo! —exclamó el marqués, y pareció resucitar.

Aparecieron dos chiquillas. Eran unas mujercitas emprendedoras de doce y diez años, y aunque sus nombres, según declaración de Bundle, era Dulcie y Daisy, pronto se advirtió que se las conocía vulgarmente con los de Guggle y Winkle. Ejecutaron una danza bélica, que amenizaron con sus alaridos, hasta que Bundle intervino.

—¿Dónde está mademoiselle? —preguntó.

—¡Tiene la
migraine, migraine, migraine
! —cantó Winkle.

—¡Hurra! —aulló Guggle.

Lord Caterham había conseguido introducir a casi todos sus huéspedes en la casa. Tocó el brazo de Anthony.

—Venga ahora a mi gabinete —susurró—. Le ofreceré algo especial. Anduvo por el vestíbulo más como un ratero que como el anfitrión y llegó a su guarida. De un armario sacó varias botellas.

—Hablar con los extranjeros me da sed —explicó en son de justificación—. Ignoro por qué será.

Sonó un golpecito en la puerta. Virginia se asomó a la habitación.

—¿Hay un combinado para mí? —se informó.

—¡Claro, entre! —contestó, hospitalario, el marqués.

Los cinco minutos siguientes se invirtieron en el paladeo de sabrosas materias líquidas.

—Lo necesitaba —suspiró Caterham, devolviendo la copa a la mesa—. Repito que los extranjeros me secan la garganta. ¡Cómo me fatigan! Lo achaco a su perfecta cortesía. Vamos a comer algo.

Abrió la marcha hacia el comedor. Virginia rezagóse con Anthony.

—He cumplido con mi obligación —cuchicheó—. Lord Caterham me ha enseñado el cadáver.

—¿Y qué? —exclamó Anthony ávidamente.

Una de sus teorías iba a ser confirmada o destruida. Virginia meneó la cabeza.

—No acertó. Es el príncipe Miguel.

—¡Oh! —masculló desilusionado Anthony, y agregó en voz alta—: Y la institutriz tiene
migraine
.

—No veo qué relación...

—Quisiera conocerla, porque ocupa el segundo cuarto del extremo, el mismo en que se encendió la luz anoche.

—Es interesante.

—Pero inofensivo probablemente. De todos modos, veré a mademoiselle antes de que acabe el día.

La comida fue una dura prueba. Ni siquiera la alegre imparcialidad de Bundle pudo reconciliar a tan heterogéneos elementos. El barón y Andrassy, correctos, formales y regios, parecían asistir a un banquete dado en un mausoleo. Lord Caterham aletargado y deprimido. Bill Eversleigh devoraba con los ojos a Virginia. George, consciente de la precaria situación en que el azar le había puesto, conversaba inteligentemente con el barón e Isaacstein. Guggle y Winkle, indisciplinadas por la novedad de tener un asesinato a domicilio, necesitaban de continuo que se les llamara la atención; mister Hiram Fish masticaba lentamente y pronunciaba secas frases en su peculiar jerga... El superintendente Battle se había esfumado, sin que nadie supiera qué había sido de él.

—¡Loado sea Dios! Ya se acabó —murmuró Bundle a Anthony al levantarse de la mesa—. George conducirá esta tarde el contingente internacional a su residencia para discutir secretos de Estado.

—Eso despejará la atmósfera —convino Anthony.

—El estadounidense no me preocupa —continuó Bundle—. Puede hablar con mi padre de ediciones príncipe en cualquier rincón. Mister Fish —agregó, cuando éste se acercó a ellos—, le he preparado una tarde llena de paz.

El estadounidense se inclinó.

—Mister Fish ya disfrutó de la calma esta mañana —dijo Anthony.

El estadounidense le lanzó una aguda mirada.

—¡Ah! ¿Descubrió mi retiro? Hay momentos en que un hombre modesto piensa tan sólo en apartarse del bullicio y de la pompa mundanos.

Bundle dejó a los dos nombres. Fish bajó la voz.

—Este asesinato se rodea de misterio, ¿verdad?

—En cantidad considerable —respondió Anthony.

—¿Ese calvo es quizás un familiar de la víctima?

—En cierta manera.

—Los centroeuropeos son fantásticos —declaró mister Fish—. Me ha llegado el rumor de que el difunto era un príncipe. ¿Qué sabe usted?

—Aquí se le conocía como el conde Stanislaus —replicó evasivo Anthony.

Mister Fish pronunció entonces una exclamación bastante críptica.

—¡Oh, muchacho!

Después se hundió en un momentáneo silencio.

—Ese capitán de la policía, Battle o como se llame —observó por fin—¿es un as en su profesión?

—Así lo creen en Scotland Yard.

—Tiene el cerebro almidonado —aseguró Fish, contemplando a Anthony de soslayo—. Le falta vida. ¿Por qué nos prohíbe irnos?

—Mañana debemos asistir todos a la indagatoria judicial.

—¡Ah! ¿Sólo por eso? ¿Sospechan de los huéspedes de lord Caterham?

—¡Mi querido mister Fish!

—Me han sacado de quicio; como soy extranjero... Pero claro, el asesino llegó de fuera. Abrió un balcón, ¿verdad?

—Sí —contestó Anthony, mirando al frente.

Mister Fish suspiró.

—Joven, ¿sabe cómo se vacía una mina inundada?

—¿Cómo?

—Por medio de bombas. ¡Y es un trabajo fatigoso! Nuestro fascinante anfitrión se marcha de aquel grupo. Voy en su busca.

Mister Fish se fue y Bundle volvió al lado de Anthony.

—Ese estadounidense es raro, ¿verdad?

—Sí.

—No piense en Virginia.

—No lo he hecho.

—Lo hacía. No sé cómo se las compone. No es ni su modo de hablar, ni su belleza; pero siempre los flecha. Tiene ahora otras ocupaciones. Me rogó que fuese buena con usted y lo seré... a la fuerza si es necesario.

—No lo será —aseguró Anthony—. Preferiría que hiciese gala de su bondad en un bote y en medio del lago.

—No es mala idea.

Se encaminaron al lago.

—Le preguntaré algo antes de engolfarnos en tópicos más interesantes —anunció Anthony, apartándose a remo de la orilla—. La obligación antes que la devoción.

—¿Qué dormitorio le interesa ahora? —indagó Bundle pacientemente.

—Ninguno de momento. ¿Quién les proporcionó la institutriz francesa?

—¿Le ha embrujado? Nos la facilitó una agencia, le pago doscientas libras al año y su nombre de pila es Geneviéve. ¿Qué más?

—Eliminaremos a la agencia. ¿Presentó referencias?

—Magníficas. Sirvió diez años a la condesa Fulana de Tal.

—¿Que se llama en realidad...?

—De Breteuil, Cháteau de Breteuil, Dinard.

—¿Habló con la condesa? ¿O se trataron por correspondencia?

—Lo último

—¡Hum!

—Despierta en mí una viva curiosidad —exclamó Bundle—. ¿Es amor o crimen?

—Tal vez idiotez mía. Olvidémoslo.

—«Olvidémoslo», dijo el galán, tras de enterarse de cuanto ansiaba. Mister Cade, ¿de quién sospecha? Yo elegiría a Virginia, puesto que es la persona más inocente, o a Bill.

—¿Y usted?

—Miembro de la aristocracia se confabula en secreto con los Camaradas de la Mano Roja. Sería escandaloso.

Anthony se rió. Se encontraba bien con Bundle, aunque temía sus penetrantes ojos grises.

—Debe de enorgullecerse de esto —dijo súbitamente, abarcando con un gesto todo cuanto les rodeaba.

Bundle entornó los párpados, inclinando levemente la cabeza a un lado.

—Sí; pero me he acostumbrado a ello. No permanecemos mucho aquí, porque es mortalmente aburrido. Este verano estuvimos en Cowes, Deauville y Escocia. Chimneys ha pasado cinco meses bajo las fundas. Las retiran una vez a la semana para que los turistas boqueen de asombro y escuchen las explicaciones de Tredwell. «A su derecha el retrato de la cuarta marquesa de Caterham, obra de sir Joshua Reynolds», etc., y Ed o Bert, el humorista del grupo, propina un codazo a su novia y dice: «Gladys, se gastaron sus cuatro cuartos en pintura, ¿verdad?». Y siguen viendo pinturas, arrastran los pies, bostezan y desean que llegue el instante de volver a sus casas.

—En esta mansión se han escrito algunas páginas de la historia.

—George le ha aleccionado —exclamó Bundle—. Nos destroza los oídos con frases parecidas.

Anthony se incorporó sobre el codo para estudiar la ribera.

—¿Es un nuevo desconocido sospechoso el que distingo junto a la caseta o un huésped suyo?

Bundle levantó la cabeza del almohadón encarnado.

—Es Bill —reconoció.

—Busca algo.

—Probablemente a mí —dijo Bundle sin entusiasmo.

—¿Remamos rápidamente en la dirección opuesta?

—Sería preferible... Pero no parece usted muy interesado.

—Mi vigor se duplicará a causa de ese reproche.

—Domínese —ordenó Bundle—. No me falta amor propio. Bogue hacia ese borrico. Hay que vigilarle. Virginia le habrá dado el esquinazo. Cualquier día, aunque se le antoje inconcebible, quizá me case con George, de modo que debo ejercitarme en «ser» una de nuestras famosas damas políticas, de las de ahora.

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