Era bastante bien parecido, sus ojos celestes simulaban dos monedas saltonas encima de su protuberante nariz aguileña. Su cabello castaño, prolijamente cortado, mostraba bastantes canas en las sienes a pesar de su edad, un signo casi característico de su heredada genética catalana. Para fortalecer su autoestima, había practicado durante años varias artes marciales, era una forma de sentir que podía defenderse ya que en la infancia varios compañeros de clase le pegaban y trataban con desprecio.
—Por suerte has llegado bastante rápido —le dijo Alexia cuando se encontraban ya cerca del piloto, quien estaba terminando los preparativos.
El "pequeño" yate al que se refería Alexia tenía nada más ni nada menos que nueve metros de eslora, el casco completamente blanco y llevaba grabada una bella imagen de Zeus en la proa, bajo el nombre con el que había sido bautizado:
evlogia
, que significaba, "mente abierta".
—Te presento a Eduard —le dijo Alexia a Adán—, es el ayudante de mi padre.
—Me hubiera gustado conocerte en una ocasión más grata —dijo Adán al tiempo que estrechaba su diestra.
—Eduard trabaja con mi padre desde hace más de un año.
En aquel apretón de manos Adán había percibido a una persona insegura. Según estudios del lenguaje corporal, aquel tipo de saludo se conoce como "mano de pez" y consiste en que los cinco dedos cuelgan como un pez muerto sin fuerza ni calidez; esto identifica a los pianistas y artistas que trabajan con sus manos y a las personas falsas.
—Es mejor que nos cubramos del Sol, ha dejado de estar rojo, pero el calor sigue muy fuerte —dijo Alexia mientras los invitaba a seguirla dentro del yate.
El paisaje de la costa ateniense había vuelto a la normalidad, el agua se veía turquesa y el cielo estaba despejado. El tinte rojizo que tanto atemorizó a la gente por el mediodía había desaparecido, como si Apolo, el mítico dios griego del Sol, se hubiera calmado.
Antes de subir por la rampa hacia el yate, un movimiento imprevisto de la embarcación le hizo soltar a Eduard su teléfono móvil, que cayó al agua.
—¡Mierda! —exclamó el catalán.
Adán y Alexia se giraron para ver cómo el aparato se hundía en la profundidad de las aguas.
—Tendrás que comprar otro en Santorini —le dijo ella tratando de calmarlo.
Eduard hizo un gesto de fastidio.
—Espero no perder mis contactos.
Eduard sentía una fuerte fobia al agua. A los once años de edad, unos amigos suyos quisieron ahogarlo en una playa de España. Desde aquel momento nunca había estado dentro del mar ni en ninguna piscina. Nunca aprendió a nadar. El miedo a caer al agua era un tema no resuelto, lo paralizaba.
A los pocos minutos de que el yate zarpó, los tres bebieron refrescos. El calor era agobiante, aunque en la cabina estaba más fresco y la brisa que entraba por el movimiento de la embarcación les daba en la cara.
En la radio del tripulante se escuchaban los acordes de una vieja canción de los años setenta,
My friend the wind
, cantada por la voz hipnótica del popular artista griego Demis Roussos, que curiosamente llevaba el mismo apellido que Adán, aunque no eran parientes, o por lo menos no que Adán supiera.
Alexia se acercó hacia Eduard.
—Cuéntame, ¿cuándo fue la última vez que lo viste?
Él la miró y suspiró con nerviosismo. Siempre que se veía en situaciones difíciles, un tic nervioso en su ojo izquierdo aparecía, comenzaba a titilar como las luces de neón de cualquier escaparate. A veces, cuando su sistema nervioso lo traicionaba, también su brazo y pierna izquierda se colapsaban, dificultando la circulación y produciendo un doloroso hormigueo.
—Lo vi antes de que viniera a recogerlos a Atenas. Luego de eso no sé más nada —su voz sonaba seca y directa.
Alexia se alejó hacia una de las escotillas.
—Pero, ¿no te dijo nada sobre lo que estaba trabajando? ¡Tú eres su ayudante!
El catalán se puso pálido.
—Ya te lo he dicho, tu padre es como una tumba —pronunció aquellas palabras sin mirarla a los ojos—. Él me pedía que le consiguiera cosas pero yo no estaba muy al tanto de sus investigaciones. Le ayudaba con su traje submarino, vuelos, entrevistas y demás, pero no me dejaba ver sus carpetas, las guardaba bajo llave.
—¿Traje submarino? —preguntó Alexia un poco irritada—. ¿Y sólo lo ayudabas en eso?
Adán estaba interesado en ver sus reacciones. El tic nervioso se le aceleró. Aquel tímido joven tenía el lado izquierdo del cuerpo, su parte femenina, en conflicto, somatizaba allí su tensión.
—Bueno, eso y algunas cosas más. Le preparaba su agenda, le conseguía su comida, llamaba por teléfono.
Alexia se volvió para mirarlo a los ojos. Su expresión era intimidante.
—Tienes que recordar algo, ¿quién lo ha llamado?
Eduard tragó saliva.
—Lo llamó un hombre inglés, compañero de tu padre; y hace días le conseguí el boleto de avión de Santorini para Atenas. Los últimos días estaba encerrado en su laboratorio. Luego recibió una caja certificada por correo. Eso es todo.
—¿Un caja? ¿Qué clase de caja? —Alexia mostraba un gran temperamento.
—Un paquete grande, era de un laboratorio de. Londres, si mal no recuerdo. Una caja de un laboratorio genético y el remitente era un tal Stefan Krüger. Eso es todo lo que sé.
Alexia recordó que dos meses atrás su padre había hablado con ella, eufórico, en Londres y le dijo que tenía algo muy importante en su trabajo pero que, por el momento, no podía adelantarle más porque no lo tenía resuelto. Su padre tenía un amigo en Londres, era genetista, historiador y también colaboraba con Naciones Unidas. Se llamaba Stefan Krüger y había invitado a Aquiles, hacía ya un año, a dar una conferencia en el Museo Nacional de Londres.
Adán les preparó un sándwich con lo que encontró en la nevera.
Alexia hizo un gesto de resignación.
—De acuerdo, Eduard, te veo cansado. Descansa un poco en aquel camarote —le dijo señalando una puerta de madera lustrosa a su derecha, hacia la proa del yate—. Si recuerdas cualquier dato, por insignificante que sea, me lo dices.
Adán le dirigió una mirada de incertidumbre a Alexia. Ella se encogió de hombros.
—Nosotros estaremos en el otro camarote —dijo Alexia a punto de abrir la pequeña puerta—, también necesitamos descansar y aclarar las ideas.
En Roma, la importante reunión clave estaba a punto de comenzar. Sólo algunos cardenales conocían y tenían acceso a las reuniones conjuntas con miembros del Gobierno Secreto y, en aquella, el mismísimo Papa se encontraba también en el interior de un lujoso despacho barroco, decorado con obras y lienzos de incalculable valor histórico y económico. Aquella sala estaba bellamente ornamentada, había casi cien personas, los miembros más influyentes del mundo a nivel político, religioso, económico y social.
Los masones —que en su mayoría conformaban el Gobierno Secreto— habían iniciado su escalada de poder en la Edad Media —algunos mencionaban que tuvieron su origen auténtico con el rey Salomón—, y con el paso del tiempo, a mediados del año 1800, principalmente en las ciudades de Boston y Filadelfia, se convirtieron en hábiles constructores e hicieron varios de los edificios de emblemáticos diseños, muchos de los cuales tienen enigmáticas formas arquitectónicas y símbolos secretos. Tuvieron un vital protagonismo en la Constitución de los Estados Unidos y tanto el billete de un dólar con sus símbolos masones como la cara de George Washington —un famoso maestro masón— tenían estigmas de dicha sociedad secreta. En sus inicios, eran rebeldes que anhelaban el poder, un poder escalonado donde tenían diferentes jerarquías dentro de la organización: aprendices, compañeros y maestros.
Un puñado de arriesgados investigadores independientes acusaban al Gobierno Secreto de "fabricar las cepas" de diversas enfermedades "aparentemente naturales" en sus laboratorios. Primero, porque la gente enferma era más fácil de dominar; después, porque así alimentaban una industria de fármacos que obligaba a la población a consumir pastillas y medicamentos para curarse, lo que generaba una derrama de miles y miles de dólares y euros día a día. También se les atribuía que en sus laboratorios militares fabricaban toda clase de estrategias de control como, por ejemplo, las nubes artificiales provocadas por fuerzas químicas. De esta manera impedían que el hombre se alimentara de la energía del Sol, y cuando estos químicos bajaban a la Tierra, afectaban el carácter de la gente bajando su autoestima, generando enfermedades y provocando estados de ánimos depresivos (esto ya se hacía y se vendía en Israel, mientras que en varios países europeos se compraron químicos para provocar lluvia y para mantener controlada a la población). En este asunto, cualquier persona que colocase la palabra
chemtrails
en cualquier buscador de internet encontraba cientos de páginas y videos de quejas sobre pedidos para que frenaran los vuelos tóxicos.
También al Gobierno Secreto se le atribuía gran parte del llamado agujero en la capa de ozono de la Tierra, debido a los deshechos de sus investigaciones químicas, proyectos militares y el entramado de ondas que varios satélites emitían para que el planeta tuviera una especie de "malla protectora" —ya que esta frecuencia agresiva impediría el contacto con seres inteligentes de otras galaxias— y, lo que es peor, muchas veces esas dañinas vibraciones eran emitidas a propósito en dirección hacia la Tierra misma y sus habitantes. Se sospechaba que muchos terremotos y
tsunamis
eran provocados desde el HAARP, la base militar en Alaska, mediante ondas electromagnéticas hacia la ionosfera que afectaban las placas tectónicas.
Los miembros del Gobierno Secreto también estaban involucrados en el negocio de las guerras, la búsqueda del petróleo, la manipulación de los partidos políticos, las guerras religiosas y étnicas, las invasiones a Irak y otros varios países, buscando generar dividendos.
Buscaban controlar el mundo a través del Nuevo Orden Mundial, su plan deliberado. Junto con la élite de la iglesia cristiana, vigilaban su negocio, su forma de elaborar y renovar un entramado desde el cual ejercer un control invisible y subliminal sobre la masa humana, alejando a cada individuo de su verdadero poder y libertad de evolución espiritual. Y así, de acuerdo con sus ideales especulativos, hacer que todos obedecieran, a veces por la fuerza y otras de manera inconsciente, los designios del Gobierno Secreto. El cardenal Tous estaba sentado a sólo dos metros del Papa. Stewart Washington, un norteamericano que rondaba casi los sesenta años, era el líder de las reuniones de aquella organización y todos lo conocían como El Cerebro; él fue el primero en hablar.
Su diminuto tamaño físico se emparejaba con una fuerte personalidad y elegancia, tenía el aspecto de un Napoleón modernizado, escoltado entre la pomposidad vaticana. Su traje Armani relucía entre sus angostos hombros. Las cejas pobladas, dos gruesas líneas marcadas en el entrecejo y la cara ajada mostraban los rasgos de un hombre que llevaba años preocupado, vinculado al poder, como si siempre estuviera bajo presión.
—Hoy es un día especial e importante para el futuro de nuestra organización —comenzó diciendo formalmente, al tiempo que elevaba una ceja sobre sus gafas de pasta de gruesos cristales—. Debemos estudiar detenidamente el reciente evento que ha sacudido al planeta —su voz mostraba preocupación, el ambiente estaba ciertamente cargado de tensión.
Los cardenales daban la impresión de llevar en su rostro más ansiedad y nerviosismo que cuando tenían que reunirse para elegir a un nuevo Papa. No había muchas diferencias entre los representantes que ahí se dieron cita. Se encontraban jerarcas del Vaticano, además de poderosos líderes judíos, musulmanes, masones, illuminatis y empresarios del Club Bilderberg, toda la élite del Gobierno Secreto; se distinguían únicamente por su vestimenta, unos de trajes y corbatas caros y otros con atuendos religiosos. Compartían la misma doctrina de poder, donde no existían nacionalismos ni sentimientos separatistas, todo era un mismo bloque férreo de ambición, estrategias y control, aunque muchas veces tuvieran diferencias.
El Sumo Pontífice, vestido completamente de blanco, estaba expectante y con sus manos cruzadas encima de su plexo solar, de donde colgaba un crucifijo de gran tamaño; esperaba el anuncio del Cerebro para dar su propia visión del problema.
Aunque era poderoso dentro del Vaticano y tenía una enorme influencia en el mundo, en aquella organización no ocupaba un puesto central, si bien era respetado por su cargo e influencia. Los rangos dentro del Gobierno Secreto los determinaba el consejo interno de unas treinta personas.
Como ya lo sabían los presentes, el evento que alteró el orden mundial, y del cual habían visto algunas de las consecuencias y repercusiones en las comunicaciones, internet, la bolsa y la psiquis colectiva, los afectaba sobremanera. El Sol, finalmente, escapaba a su control. Aunque tenían la tecnología para afectar ciertas zonas del planeta con el HAARP, no podían evitar una tormenta solar y ya tenían graves informes del Departamento de Inteligencia y del Círculo de Investigación del Vaticano.
Stewart Washington se acomodó la corbata antes de continuar, ese día sentía que aquel nudo le ahogaba, y después siguió con su dinámica.
—Los rumores están corriendo en la población de todos los países, algunos hablan de signos proféticos, otros de la segunda venida de Cristo, de la séptima profecía maya; algunos fanáticos hablan de señales bíblicas.
El Papa era tremendamente hábil y calculador, aunque se mostraba inquieto por lo que decía la Biblia en el Libro de las Revelaciones. La Tierra engalanada con su mejor vestido de luz será elevada y verá otro Sol.
El cardenal Tous, impaciente por tener la palabra, lo interrumpió.
—Si me disculpa, supongo que no es momento de recitar rumores, creo que es la hora en que tenemos que actuar, y hacerlo rápidamente —su voz sonó como un trueno dentro de aquel techo abovedado. Todos le dirigieron la mirada.
—Ése es el motivo de esta reunión, cardenal —al Cerebro le irritaba que lo interrumpieran cuando hablaba, pero Tous tenías las agallas para hacerlo. Existía un clima muy tenso, todos sabían que debían elaborar una estrategia porque la información oficial desde sus servicios de inteligencia era alarmante.
La iglesia y el Gobierno Secreto habían implantado el miedo y la represión, y le habían dado a la humanidad modelos de vida para que siempre dependieran de ellos. La iglesia, como cara visible del Gobierno Secreto, se había encargado de controlar las inquietudes religiosas de cada individuo, alimentando las huestes de sus fieles.