La prensa reveló con sumo gusto en qué consistía tan alta cualificación: Eton, carreras de galgos y un circuito de karts en Omán.
P: ¿Por qué abandonó Osnard Panamá tan deprisa?
R: Se consideró que el período útil del señor Osnard en el país ya había expirado.
P: ¿Se debió eso a que Mickie Abraxas había expirado?
R: Sin comentarios.
P: ¿Es Osnard un espía?
R: Sin comentarios.
P: ¿Dónde está Osnard ahora?
R: Desconocemos el actual paradero del señor Osnard.
Pobre mujer. Al día siguiente la prensa tuvo el honor de ilustrarla con una fotografía de Osnard solazándose, sin comentarios, en las pistas de esquí de Davos acompañado de una belleza de la alta sociedad que le doblaba la edad.
«El Foreign Office requirió la presencia en Londres del embajador Maltby para unas consultas poco antes de ponerse en marcha la operación Pasillo Seguro. La simultaneidad de ambos hechos fue pura coincidencia».
P: ¿Poco antes? ¿Cuándo exactamente?
R (la misma desdichada portavoz): Poco antes.
P: ¿Antes de que desapareciese, o después?
R: Esa pregunta no tiene sentido.
P: ¿Qué relación existía entre Maltby y Abraxas?
R: Desconocemos la existencia de tal relación.
P: Para un hombre de la talla intelectual de Maltby, Panamá era un destino bastante modesto, ¿no?
R: Sentimos gran respeto por la República de Panamá. Consideramos al señor Maltby el hombre indicado para el puesto.
P: ¿Dónde está ahora?
R: El embajador Maltby se halla en excedencia por tiempo indefinido debido a asuntos de carácter personal.
P: ¿Puede concretar el carácter de esos asuntos?
R: Acabo de decirlo. De carácter personal.
P: Personal ¿de qué tipo?
R: Tenemos entendido que el señor Maltby ha recibido una herencia y quizá contemple la posibilidad una nueva carrera. Es un hombre de gran erudición.
P: ¿Eso es otra manera de decir que lo han expulsado cuerpo diplomático?
R: Ni mucho menos.
P: ¿O que lo han retirado anticipadamente?
R: Agradezco su asistencia a esta rueda de prensa.
Descubierta en su casa de Wimbledon, donde gozaba de cierto renombre como jugadora de petanca, la señora Maltby e su negó juiciosamente a hacer declaraciones sobre el paradero de su marido:
—No, no. Fuera de aquí todos. No van a sonsacarme nada. Ya conozco a la gentuza de la prensa desde hace tiempo. Son unas sanguijuelas. Se lo inventan todo. Tuvimos que soportarlos en las Bermudas cuando vino la reina. No, no he tenido noticias suyas. Ni espero tenerlas. Su vida es asunto de él, no tiene nada que ver conmigo. Sí, quizá llame algún día, si se acuerda del número y consigue reunir unas monedas. No voy a decir nada más. ¿Espía? No diga tonterías. ¿Cree que es un nombre de gimnasio? ¿Abraxas? No he oído hablar de él. Ah, sí, ya me acuerdo. Fue el animal que me vomitó encima en la celebración del cumpleaños de la reina. Un individuo detestable. ¿Unidos sentimentalmente? ¿Qué insinúa, cretino? ¿Es que no ha visto las fotografías? Ella tiene veinticuatro, y él cuarenta y siete, y me quedo corta.
«Voy a arrancarle los ojos a la hija del juez», declara la esposa abandonada del embajador.
Un intrépido reportero afirmó que había seguido la pista a la pareja hasta Bali. Otro, famoso por sus informadores secretos, los había localizado en una mansión de Montana, que la CIA ponía a disposición de «elementos valiosos» merecedores de una especial gratitud, donde vivían rodeados de los mayores lujos.
«La señorita Francesca Deane abandonó por voluntad propia el cuerpo diplomático, hallándose destinada en Panamá. Era una funcionaria muy apta, y lamentamos su decisión, que tomó por razones estrictamente personales».
P: ¿Las mismas razones que tenía Maltby?
R (la misma portavoz, vapuleada pero imperturbable): Paso.
P: ¿Eso significa «sin comentarios»?
R: Significa que paso. Significa sin comentarios. ¿Qué diferencia hay? ¿Podríamos dejar ya ese tema y volver a cuestiones más serias?
Una periodista latinoamericana por mediación de su intérprete:
P: ¿Era Francesca Deane amante de Mickie Abraxas?
R: ¿De qué habla?
P: En Panamá corre el rumor de que la ruptura del matrimonio Abraxas fue culpa de ella.
R: Obviamente no puedo hacer comentarios sobre un rumor que corre en Panamá.
P: En Panamá corre el rumor de que Stormont, Maltby, Deane y Osnard eran un grupo de terroristas ingleses muy bien adiestrados cuya misión, encomendada por la CIA, consistía en infiltrarse en el gobierno panameño y hundirlo desde dentro.
R: ¿Está acreditada esa mujer? ¿La había visto alguien antes? Disculpe. ¿Sería tan amable de enseñarle su carnet de prensa al conserje?
El caso de Nigel Stormont causó poco revuelo. EL CALAVERA DEL FOREIGN OFFICE DESAPARECE y un refrito de su conocido idilio con la esposa de un ex colega durante su etapa en Madrid no pasaron de las primeras ediciones. El ingreso de Paddy Stormont en una clínica oncológica suiza y el hábil trato con la prensa por parte de Stormont atajaron posteriores especulaciones. A medida que pasaron los días, Stormont fue quedando en segundo plano, considerado arbitrariamente un personaje menor en lo que se veía ya como un colosal e impenetrable golpe maestro de Gran Bretaña que, en palabras del editorialista mejor pagado de Hatry, «había salvado el pellejo a Estados Unidos y demostrado que bajo la dirección del Partido Conservador, es capaz de ser un miembro resuelto y bien recibido de la vieja y grandiosa Alianza Atlántica, tanto si sus llamados socios europeos vacilan como si no a la hora de la verdad».
La participación de un simbólico contingente británico en la invasión, inadvertida fuera del Reino Unido, fue motivo de júbilo nacional. Las mejores iglesias enarbolaron la bandera de san Jorge, y a los escolares que no habían hecho novillos por su propia cuenta se les dio un día de fiesta. En cuanto a Pendel, existía el tácito acuerdo de no mencionar siquiera su nombre, respetado por diario y canal de televisión con sentido patriótico. Tal es el destino de los agentes secretos en cualquier lugar del mundo.
Era de noche y volvían a saquear Panamá, incendiando torres y chabolas, aterrorizando a animales, niños y mujeres con fuego de artillería, diezmando a los hombres en las calles, esperando haber concluido el trabajo al amanecer. Pendel estaba en el balcón, como la otra vez, observando sin pensar, oyendo sin sentir, aplastándose sin encorvarse, expiando sus pecados tal como los había expiado el tío Benny ante su jarra de cerveza vacía: «Nuestro poder no conoce límites, y sin embargo no podemos dar de comer a un niño hambriento ni cobijar a un refugiado… Nuestros conocimientos son inabarcables, y construimos las armas que nos destruirán… Vivimos en la periferia de nuestra propia existencia, aterrorizados por la oscuridad interior… Hemos hecho daño, hemos corrompido y arruinado, hemos cometido errores y engañado».
Dentro de la casa, Louisa volvía a gritar pero a Pendel no le molestaba. Escuchaba los agudos chillidos de los murciélagos que zigzagueaban y protestaban en la oscuridad por encima de él. Adoraba a los murciélagos; Louisa, en cambio, los aborrecía, y a Pendel siempre lo asustaba el odio irracional hacia ciertas cosas, porque nunca se sabía dónde podía terminar. Un murciélago es feo, y por eso lo detesto. Eres feo, y por eso voy a matarte. La belleza, concluyó, era amenazadora, y tal vez por eso, aunque su oficio consistía en embellecer, siempre había considerado la desfiguración de Marta una fuerza imperecedera.
—Entra —gritaba Louisa—. Harry, por amor de Dios, entra ya. ¿Te crees invulnerable o algo así?
Y habría deseado entrar, al fin y al cabo se sentía padre de familia hasta la médula, pero esa noche el amor de Dios no formaba parte de sus pensamientos, ni se consideraba invulnerable. Todo lo contrario. Se consideraba herido y sin curación posible. En cuanto a Dios, era tan nefasto como cualquier otro por no ser capaz de terminar lo que había empezado. Así pues, en lugar de entrar, prefirió quedarse en el balcón, lejos de las miradas acusadoras y la excesiva conciencia de sus hijos y la crítica lengua de su esposa y el imborrable recuerdo del suicidio de Mickie, y contemplar a los gatos de los vecinos, desfilando en apretada formación a través de su jardín. Tres eran atigrados, uno rojizo, y a la luz de las bengalas de magnesio que ardían con estable intensidad los veía con sus colores naturales, y no pardos como se suponía que eran todos los gatos de noche.
Había otras cosas que despertaban en Pendel un vivo interés en medio del caos y el estruendo. El modo en que la señora Costello, del número 12, seguía tocando el piano del tío Benny, por ejemplo, que es lo que él habría hecho si hubiese sabido tocar y hubiese heredado el piano. Ser capaz de aferrarse a una música con los dedos cuando se está muerto de miedo, ésa debe de ser una extraordinaria manera de conservar la calma. Y su concentración era asombrosa. Incluso a aquella distancia veía cómo cerraba los ojos y movía los labios igual que un rabino al compás de las notas que tocaba en el teclado, tal como hacía el tío Benny mientras la tía Ruth, detrás de él, con las manos apoyadas en sus hombros, hinchaba el pecho y cantaba.
Atraía también su interés el preciado Mercedes azul metalizado de los Mendoza, del número 7, que rodaba sin control pendiente abajo porque Pete Mendoza, en su alegría por haber llegado a casa antes del ataque, lo había dejado en punto muerto y no había echado el freno de mano, y el coche había ido tomando conciencia de ello gradualmente. Estoy libre, se dijo el Mercedes. Han dejado la puerta de la celda abierta. Sólo tengo que echarme a andar. Así que empezó a andar, primero con parsimonia, como Mickie, y quizá también como Mickie esperando la colisión fortuita que cambiase el curso de su vida, pero a la vez, en su desesperación, corriendo a todo galope, y sólo Dios sabía adónde iría a parar o a qué velocidad, o qué daños a terceros podría ocasionar antes de detenerse, o si por algún prodigio de la ingeniería alemana la escena del cochecito de bebé de una película rusa cuyo título Pendel había olvidado estaba preprogramada en uno de sus componentes integrados.
Estos insignificantes detalles entrañaban una enorme importancia para Pendel. Al igual que la señora Costello, podía centrar en ellos su mente mientras los cañones seguían disparando desde cerro Ancón y los helicópteros iban y venían como si todo ello formase parte de una tediosa rutina, de la realidad cotidiana, si es que aquello era la realidad cotidiana: un pobre sastre prendiendo fuego a cualquier cosa por complacer a sus amigos y sus mayores, y contemplando después el mundo convertido en humo. Y todo lo que uno creía que le importaba, acababa siendo intrascendente.
No, su señoría, yo no empecé esta guerra.
Sí, su señoría, ahí le doy la razón: es posible que yo compusiese el himno. Pero permítame que señale, con el debido respeto, que quien compone el himno no es necesariamente quien empieza la guerra.
—Harry, no entiendo por qué te quedas ahí fuera si tu familia está rogando tu presencia. No, Harry, no dentro de un momento. Ahora. Queremos que entres, por favor, y nos protejas.
Ay, Lou, ay, Dios mío, ojalá pudiese ir con vosotros. Pero tengo que dejar atrás la mentira, aun cuando, con la mano en el corazón lo digo, no sepa cuál es la verdad. Tengo que quedarme e irme al mismo tiempo, pero en este preciso instante no puedo quedarme.
No se había dado aviso previo, pero Panamá estaba siempre bajo aviso. Pórtate bien o si no… Recuerda que no eres un país sino un canal. Además, se exageraba la necesidad de tales avisos. ¿Acaso un cochecito Mercedes azul sin niño dentro avisa antes de despeñarse por un par de tramos de sinuosa carretera y caer sobre un grupo de fugitivos? Claro que no. ¿Avisa un estadio de fútbol antes de desmoronarse, matando a centenares de personas? ¿Avisa un asesino a su víctima con antelación de que la policía lo visitará y le preguntará si es un espía inglés, y si le gustaría pasar una semana o dos con unos cuantos psicópatas en una selecta cárcel panameña? En cuanto a un aviso específico por razones humanitarias —«Vamos a bombardear. Estamos a punto de traicionarlos»—, ¿para qué alarmar a la gente? Un aviso no ayudaría a los pobres, ya que en cualquier caso no podrían hacer nada al respecto, salvo lo que hizo Mickie. Y los ricos no necesitaban aviso previo, porque a esas alturas era ya un principio establecido en las invasiones de Panamá que los ricos no corrían el menor riesgo, que era lo que Mickie siempre decía, tanto borracho como sereno.
Así que no hubo aviso, y los helicópteros llegaban del mar como de costumbre, pero en esta ocasión sin hallar resistencia porque no había ejército, así que El Chorrillo había tomado la sabia decisión de rendirse antes de que apareciesen los aviones, lo cual era indicio de que por fin iban por el buen camino, y que Mickie al actuar con igual previsión tampoco se había equivocado, aun si el resultado había creado algún que otro inconveniente. Un bloque de pisos parecido al de Marta se desplomó voluntariamente, recordándole a Mickie tendido del revés. Una improvisada escuela primaria se prendió fuego a sí misma. Un santuario de la geriatría abrió un boquete en su propia pared del mismo tamaño que el orificio en la cabeza de Mickie. Después echó a la calle a los internos para que pudiesen ayudar con el problema del fuego, tal como hacía la gente en Guararé, es decir, básicamente pasándolo por alto. Y otra mucha gente, en una demostración de sensatez, había empezado a correr antes de que hubiese nada de qué huir —una especie de ensayo de incendio— y a gritar antes de ser heridos. Y todo esto había ocurrido, advirtió Pendel pese a los gritos de Louisa, antes de que el primer indicio de conflicto llegase a su balcón de Bethania o los primeros temblores sacudiesen el armario de la limpieza situado bajo la escalera, donde Louisa se había refugiado con los niños.
—¡Papá! —Esta vez era Mark—. ¡Papá, entra! ¡Por favor!
—Papá. Papá. Papá. —Ahora Hannah—. ¡Te quiero!
No, Hannah. No, Mark. De cariño hablaremos en otro momento, si no os importa, y desgraciadamente no puedo entrar. Cuando un hombre prende fuego al mundo y mata de paso a su mejor amigo, y envía a su no amante a Miami para ahorrarle futuras atenciones de la policía, aunque sabe, por la manera en que ha desviado su mirada, que no se irá, es mejor que abandone cualquier idea de ofrecer protección.