Read El salvaje y otros cuentos Online
Authors: Horacio Quiroga
Tags: #Clásico, Cuento, Drama, Fantástico, Romántico
Sofía apareció, pronta ya con la salida de teatro caída sobre un hombro; y mientras llegaba hasta él, Nicholson leyó en sus ojos brillantes de cálido orgullo la seguridad que de sí misma tenía con el ancho y hondo escote que entregaba a su mirada.
—¡Sí, perfectamente! —le dijo Nicholson.
—¡Sí, sí! —repuso ella.
—¿Qué… sí?
—Lo que usted piensa.
—¿Ahora mismo?
—No sé si ahora mismo… Que estoy menos fea, ¿verdad?
—Menos fea… menos fea… —murmuró Nicholson, devorando la carne con los ojos.
—Y además, vino hoy —prosiguió ella, embriagada por contragolpe de la embriaguez en que Nicholson empapaba su contemplación.
—Sí, vine hoy, y no pensaba venir en mucho tiempo.
La señora de Saavedra, ya de vuelta, oyó las últimas palabras.
—¡Bueno, Nicholson! Nos vamos. ¿Irá a vernos?
—Sí, pero tarde. Y si Sofía llora…
—¡Más llorará usted cuando vuelva Olmos! Hasta luego.
Concluía el tercer acto cuando Nicholson entró en el palco. A más de la familia de Saavedra, había allí la prima que Nicholson conociera en la primera visita; su hermano, y una amiga, la ineludible amiga de las familias que tienen palco. En el entreacto, Nicholson maniobró hasta apartarse con Sofía, maniobra inútil, por lo demás, ya que su carácter de esposo equívoco y flirt forzoso abríale complacientemente el camino a los
vis-à-vis
estrechos.
—Fíjese en la envidia con que nos miran —decíale Nicholson, mientras de brazos en el antepecho recorría curiosamente la sala.
—¡Ah! ¿A mí también me miran con envidia?
—¡Indudablemente! Yo soy su esposo.
—Bien lo querría usted.
—¿Y si Olmos muriera?
El diálogo se cortó bruscamente. Sofía volvió naturalmente la vista a otro lado, y no respondió. Nicholson, después de una pausa, insistió:
—¡Respóndame! ¿Y si Olmos muriera?
La joven repuso, sin volver a él los ojos:
—No sé.
—¡Respóndame!
—No sé.
—¡Sofía!…
—No sé.
Nicholson calló, irritado. Ya está de nuevo como antes —se dijo—. Su inteligencia no es capaz de otra cosa que los
no sé
. Lo que me sorprende es cómo se le ocurren a veces respuestas vivas.
No sé, no sé
… Ahora sí está contenta, cambiando con su prima cuantas expresiones lunfardas han aprendido hoy. Se mueren de alegría… Y con esa imbecilidad y esa cara… Y ese escote de
marcheuse
…
Decididamente, sentíase de más en el palco. Saludó a las señoras, cambió un fugaz apretón de mano con Sofía, y se retiró con un suspiro de desahogo. ¿Qué hacía él en verdad charlando de ese modo con la muchacha más insustancial del orbe entero? ¡Si aun fuese linda, por Dios! En cuanto a su amigo, ignoraba él hasta dónde estaba Olmos enamorado de la joven heredera con mejora de trescientos mil pesos. Su amistad con Olmos databa de la infancia. Pero en los últimos diez años no se habían visto una sola vez. Olmos, recordando la fraternidad infantil, habíale confiado la misión aquella, que concluía, ¡por fin! Apenas veinte días más y Nicholson se vería libre de novia, esposa y toda la familia de Saavedra. ¡Y si a Olmos se le ocurriera siquiera volver antes!
VII
Consolado con esto, Nicholson pasó dos días sin soñar un segundo en ir a la calle Rodríguez Peña. Al tercero recibió carta de Olmos, en que le anunciaba su retorno, diez días antes de lo pensado. «Sin embargo —decíale— no me hallo bien del todo. Hace tres días que no tengo apetito alguno. Me canso y fastidio de todo. Debe de ser un poco de neurastenia que en cuanto pise el vapor, pasará».
Nicholson no vio en toda la carta sino que Olmos llegaría muy pronto, librándose para siempre de aquella vulgar muchacha. ¡Y si Dios quisiera hacerle temer una nueva pérdida de herencia para que el marido apresurara así su viaje, cuánto mejor!
Pero contra toda lógica, esto, que él consideraba una liberación, túvole todo el día irritado. Deseaba ardientemente que Olmos volviera, disgustándole al mismo tiempo su deseo. Y en su mal humor no notaba dos cosas: su creciente mala disposición para con Olmos, y su ensañamiento con Sofía. Ahora parecíale maravillosa la unión aquella: Olmos, con su hambre de heredera; ella, con su ciencia en destrozar visos de seda haciéndolos crujir sobre ruda etamina, conocimientos adquiridos ya a los nueve años en lecciones del «Sacré-Coeur».
Por todo lo cual Nicholson se felicitaba, lo que no impedía que su mal humor creciera siempre.
Al día siguiente fue a comunicar la feliz nueva a la familia Saavedra.
—Sí, también nos escribió a nosotros —le dijo la madre—. ¡Qué dicha! Así usted se verá libre de nosotros. ¡Pobre Chicha! ¡Ya era tiempo!
Sofía entró, y Nicholson notó claramente que la primera mirada de la joven había sido de examen a su expresión, para ajustar la suya a la de Nicholson. Pero la animosidad persistía en éste, perfectamente mal disfrazada.
—Inútil preguntar cuánta es su felicidad, ¿verdad? —se dirigió a ella.
—Ya lo supondrá usted, que ha sufrido un mes teniéndome por esposa.
—Si yo he sufrido —repuso Nicholson— es por…
—Porque soy fea, y porque tengo la cara plebeya, y porque soy estúpida, ¿no es eso?
—¡Chicha! —exclamó la madre sorprendida. El rostro demudado y la acentuación de las palabras de Sofía expresaban claramente que ya no eran ésas las locuras habituales en Nicholson y su hija—. ¿Qué tienes? ¿Qué te pasa? —prosiguió, estudiándola detenidamente con insistente mirada de madre.
Pero Sofía había enmudecido, Nicholson intervino:
—¡No, señora! Es una broma que tenemos con Sofía.
—¡Es que no!…
—¡Bueno, mamá! Son cosas nuestras de marido y mujer. ¿Verdad, Nicholson?
—Verdad, Sofía. Y tanto más cuanto que nuestro matrimonio está en vísperas de disolverse.
—Y muy a tiempo, me parece —repuso rotundamente la señora de Saavedra.
—Por lo cual me voy —dijo Nicholson, levantándose.
La señora lo examinó inquieta.
—¡Supongo que usted no es tan niño para haberse enojado por lo que he dicho!
—No es enojo, pero sí amargura. Perder nuestra mujer al mes y medio de casados…
—¿De veras? ¿Le da tanta pena, Nicholson? —se rió Sofía, con una punta de impertinente desprecio.
—Por mí, tal vez no; pero sí por Olmos.
—¡Ah! ¿Y por qué?
—Porque tendrá que sufrir con usted lo que he sufrido yo.
Y Nicholson leyó en la expresión súbitamente contraída de Sofía: «Sí, ya sé: mi cara chata, mi estupidez…»
—¡Si la hubiera querido menos! —concluyó Nicholson, riéndose, para mitigar la dureza anterior.
Pero la señora de Saavedra, cuyos ojos persistían en observar hondamente a su hija, hallaba por fin excesivo aquel flirt. Que Chicha gustara de Nicholson, muy bien, porque su hija era demasiado distinguida para adorar ciega y exclusivamente a su marido. Pero que se interesara en ese amorío hasta cambiar de color, eso podía comprometerla demasiado ante los demás, y sobre todo, demasiado pronto… Por suerte, Olmos estaba ya en viaje.
—Ahora que recuerdo —exclamó la madre—, es muy extraño que Olmos no nos haya hecho telegrama al embarcarse. Ya debe estar en viaje.
—Sí, yo también me he acordado de eso —respondió Nicholson—. Tal vez quiera sorprenderlas.
—Tendrá celos —se rió nerviosamente Sofía. Su madre se volvió a ella con el gesto duro.
—¡Para ser tu marido, te ríes ya bastante de él!
—Después se reirá él de mi inteligencia… ¿No es cierto, Nicholson?
—No sé —repuso éste ligeramente para cortar de una vez, y dándole la mano—. No sé, porque me voy para siempre.
—¡Qué desesperación la mía, Nicholson!
—Todo pasará.
La señora de Saavedra creyó, sin embargo, deber aplacar esta tirantez…
—¿Hasta cuándo, Nicholson? —preguntole con naturalidad.
—Uno de estos días… Adiós.
VIII
Nicholson caminó largo rato, evocando todos los detalles de su visita anterior. Sentíase, sin saber por qué, muy disgustado de sí mismo, como si hubiese cometido una cobardía. Tenía, sobre todo, fijo en sus ojos el rostro demudado de Sofía cuando ésta había adivinado exactamente lo que él pensaba de ella. La sorpresa ante esa penetración inesperada que ya lo había confundido al oírla, reforzaba su malestar. No la hubiera creído Nicholson capaz de eso… Aquello denunciaba algo más que simple agudeza… Un detalle cabía solamente para explicar esa perspicacia de una inteligencia vulgar, sólo uno: que Sofía lo quisiera, y que lo quisiera mucho…
Y la sensación de haber cometido una baja cobardía traíale de nuevo el hondo disgusto de sí mismo. Repetíase en vano para calmarse: Sí, es fea, se pinta, no sabe sino destrozar visos. Pero no sentía lo que decía; la veía únicamente demudada por su brutal opinión. ¡En fin, todo aquello se acababa, y mejor! Iría aún una o dos veces a lo de Saavedra, antes que llegara Olmos. Y él, Olmos…
El corazón se le detuvo sintiéndose bruscamente mareado. Hasta ese momento no se había representado con precisión que ella sería la mujer de otro. Olmos, efectivamente, y muy pronto, sería su marido…
Apresuró el paso, esforzándose en pensar en otra cosa, en cualquiera, en una puerta de su casa, que chirriaba; en los aeroplanos búlgaros; en las infinitas marcas de cigarrillos que se ven cada día…
Tomó, por fin, un coche y se hizo llevar a Palermo, atormentándose en todo el camino con la seguridad plena de que había cortado como un estúpido su vida.
IX
Se hallaba aún en este estado a la mañana siguiente, cuando recibió el telegrama:
«Olmos gravísimo tifoidea. Prepare familia».
Algo como un hundimiento de pesadilla, una angustiosa caída de que se cree no salir en todo el infinito del tiempo, sofocó a Nicholson. ¡Olmos se moría! ¡Estaba muerto ya, seguramente! Luego Sofía…
Pero sus últimas veinticuatro horas de sufrimiento habíanle dado tal convicción de lo estéril, de lo jamás conseguible, de la imposibilidad absoluta de un solo segundo de dicha, que ese delirante anuncio de vida tenía la angustia de un vértigo.
Olmos gravísimo de tifoidea
… Sí, era el malestar de la carta, la falta de apetito. Y había muerto… ¡Sofía, Sofía!
Ahora era el grito de todo el hombre por la mujer adorada, el ímpetu de felicidad a que nos lanza el despertar de un sueño en que la hemos perdido. ¡Suya! ¡Solamente de él, Nicholson!
No tenía la menor duda de que el telegrama era simplemente preparatorio. Murió, murió —se repetía—, sin hallar, ni buscarlo tampoco, el menor eco de su alma. Esa persona debía haber abrazado, besado a su Sofía… ¡Ah, no! ¡De él, únicamente, y nadie más!
Sentíase, sin embargo, demasiado agitado para ir enseguida a lo de Saavedra. Pasó el día vagando en auto, y al llegar la noche y retornar a su casa, encontró el segundo telegrama:
«Avise familia Saavedra fallecimiento Olmos anoche».
¡Se acabó! Ya estaba todo acabado. La pesadilla había concluido. Ya no habría más cartas ni telegramas de Europa. Allí, en la calle Rodríguez Peña, estaba ella, sólo para él… ¡Sofía!
Eran las nueve cuando Nicholson llegó. Tuvo apenas tiempo de oír resonar sus propios pasos en la sala desierta, cuando sintió el avance precipitado de la señora de Saavedra. Apareció demudada, gesticulando.
—¡Pero ha visto usted cosa más espantosa! —se llevó las manos a la cabeza, sin saludarlo—. Hace media hora que hemos recibido el telegrama. ¡Y así, de repente! ¡Qué cosa horrible! Usted sabe, ¿no?… Figúrese la situación nuestra… ¿Pero cómo ha sido eso?…
—¿De quién es el telegrama? —interrumpiola Nicholson, extrañado—. Yo recibí uno, diciéndome que les avisara a ustedes…
—¡No sé, qué sé yo!… Zabalía… cosa así. Algún comedido… ¡Pero si supiera el pobre Olmos la gracia que nos hace!… ¿Y por qué quedarse allí tanto tiempo?, es lo que yo digo. Y vea a la pobre Chicha… viuda, así, porque sí, casi en ridículo. ¡Esas cosas no se hacen, mi Dios! Vea: yo quería mucho a Olmos… ¡pero la situación ridícula, usted comprende!
Estaba profundamente contrariada.
—¡Yo me pregunto qué va a ser ahora de mi hija! Viuda, figúrese, porque el otro estaba en sus congresos… ¡Oh, no! Y ahí la tiene llorando… no sé si por el pobre Olmos, todavía… —agregó encogiéndose de hombros.
Pero Nicholson ardía en deseos de verla, de estar con ella.
—¿Muy desconsolada?
—¡Qué sé yo!… Está llorando… ¿Quiere verla? Háblele, es mucho mejor que usted le hable… Se la voy a mandar.
Nicholson quedó solo, y en los cinco minutos subsiguientes no hizo otra cosa sino repetirse que ahora él, personalmente, era quien la estaba esperando; y que dentro de cuatro minutos la tendría en sus brazos; y dentro de dos, únicamente; y dentro de uno…
Sofía llegó. Tenía los ojos irritados, pero el peine acababa, sin embargo, de componer aquella cabeza de llanto. Diole la mano con una sonrisa embargada, y se sentó. Nicholson quedó un rato de pie, paseándose ensombrecido.
—Estaba llorando y no se ha olvidado del peine —se decía. En una de sus vueltas, Sofía lo miró sonriendo con esfuerzo, y aunque él se sonrió también, su alma no se aclaró. Ella quedó de nuevo inmóvil, pasándose de rato en rato el revés de los dedos por las pestañas. Un momento después se llevó, por fin, el pañuelo a los ojos.
Nicholson sintió de golpe toda su injusticia. ¡Canalla! —se dijo a sí mismo—. Se peina porque te quiere, porque quiere gustarte todo lo posible, y todavía…
Con el alma estremecida se sentó a su lado y la cogió suavemente de la muñeca. Sofía soltó el llanto enseguida.
—¡Sofía!… ¡Mi amor querido!…
Los sollozos redoblaron, mientras la cabeza de la joven se recostaba en el hombro de Nicholson. Pero ahora, él lo sabía, aquel llanto no era el desamparo de antes, el temor de que Nicholson no la quisiera más.
—¡Mi vida!
¡Mía, mía!
—Sí, sí —murmuró ella—.
¡Tuya, tuya!
Las lágrimas concluían, y una mojada sonrisa de felicidad despejaba ya la sombra del rostro.
—¡Ahora sí! ¡
Mi
novia,
mi
mujercita!
—¡
Mi
marido! ¡
Mío
querido!…
Cuando la señora de Saavedra entró, no tuvo la más remota duda.
—¡Es lo que me había parecido ya desde hace tiempo! No podían ustedes terminar en otra cosa… ¡Pero por qué no lo conocimos antes, Nicholson! ¡Figúrese los inconvenientes de esto, ahora! Si al otro no se le hubiera ocurrido pedir a mi hija antes de irse… ¡En fin! Ya que se ha muerto, no nos acordemos más de él.