El resultado era que en el Reino de los Tuha-na-Cremm Croich la vida adquiría un ritmo digno y majestuoso que no le robaba su vitalidad ni su humor ni, en ocasiones, su ira; y ésa era la razón por la que Corum se enorgullecía de haber combatido a los Fhoi Myore, pues los Fhoi Myore amenazaban algo más que la vida. Los Fhoi Myore amenazaban la tranquila y callada dignidad de aquellas gentes.
El Pueblo de los Tuha-na-Cremm Croich sabía ser tolerante con sus propias debilidades, caprichos y pequeñas vanidades y, en consecuencia, también toleraba todas esas cualidades en los demás. A Corum le parecía altamente irónico que su raza, los vadhagh (a los que aquellas gentes habían terminado llamando sidhi), hubiera acabado teniendo una visión general de la existencia muy similar y que ésta les hubiese sido arrebatada por los antepasados de aquellas gentes. Corum se preguntaba si el haber logrado progresar hasta una forma de vida tan noble hacía que un pueblo se volviera automáticamente vulnerable a la destrucción que traían consigo quienes no habían logrado vivir así. De ser cierto eso, se trataba de una ironía de proporciones cósmicas, y lo habitual era que Corum enseguida abandonara ese curso de razonamiento, pues desde su encuentro con los Señores de las Espadas y su descubrimiento de su propio destino, todo aquello que tuviera que ver con las proporciones cósmicas le resultaba muy desagradable e inquietante.
El rey Fiachadh fue a visitarles, corriendo grandes peligros para cruzar las aguas desde el oeste. Su enviado llegó al galope sobre un caballo de cuyos ollares brotaban nubéculas de vapor, y lo detuvo con un brusco tirón de riendas justo allí donde empezaba el gran foso lleno de agua que rodeaba las murallas de Caer Mahlod. El enviado llevaba holgadas prendas de seda verde claro, peto y grebas de plata, una gorra de batalla y un jubón plateados, y una capa corta cuartelada en amarillo, azul, blanco y púrpura. El enviado explicó con voz jadeante a los centinelas de las torres de guardia la misión que le había traído hasta allí. Corum llegó corriendo desde el otro extremo de los baluartes y quedó asombrado al verle, pues su vestimenta no se parecía en nada a ninguna de las que había visto hasta entonces por aquellas tierras.
—¡Sirvo al rey Fiachadh! —gritó el enviado—. He venido para anunciar la llegada de nuestro rey a vuestras costas... —Señaló hacia el oeste—. Nuestros navíos ya han atracado. El rey Fiachadh suplica la hospitalidad de su hermano, el rey Mannach.
—¡Espera! —gritó un centinela—. ¡Avisaremos al rey Mannach!
—Entonces os suplico que os apresuréis, pues anhelamos la seguridad que ofrecen vuestras murallas. En los últimos tiempos hemos oído muchas historias extrañas sobre los peligros de los que están llenas vuestras tierras...
El rey Mannach fue avisado mientras Corum permanecía en la torre de guardia, contemplando con cortés curiosidad al enviado.
El rey Mannach estaba asombrado por otras razones.
—¿Fiachadh? ¿Por qué viene a Caer Mahlod? —murmuró—. ¡El rey Fiachadh ya sabe que siempre es bienvenido en nuestra ciudad! —le gritó al enviado—. Pero ¿por qué habéis hecho este viaje tan largo desde el Reino de los Tuha-na-Manannan? ¿Acaso habéis sido atacados?
El enviado seguía jadeando, y al principio sólo consiguió negar con la cabeza.
—No, alteza —logró decir por fin—. Mi señor desea hablar con vos, y no nos enteramos de que Caer Mahlod había quedado libre del frío y el hielo de los Fhoi Myore hasta hace muy poco. En cuanto lo supimos, nos hicimos a la mar lo más deprisa posible prescindiendo de todas las formalidades, pues el rey Fiachadh desea que le perdonéis...
—Decidle al rey Fiachadh que no hay nada que perdonar, salvo, quizá, la calidad de la hospitalidad que podemos ofrecerle. Aguardamos su llegada con alegría e impaciencia.
Hubo otro asentimiento de cabeza del enviado, y después el caballero vestido de seda hizo que su caballo volviera grupas y cabalgó hacia los acantilados con su jubón y su capa aleteando de un lado a otro, y su gorra plateada y los arreos de su caballo reflejaron los rayos del sol mientras desaparecía en la lejanía.
El rey Mannach se echó a reír.
—Creo que mi viejo amigo Fiadach os gustará, príncipe Corum, y por fin sabremos qué tal les han ido las cosas últimamente a las gentes de los Reinos del Oeste... —dijo—. Temía que hubieran sucumbido bajo el poder de los Fhoi Myore.
—Temía que hubieran sucumbido bajo el poder de los Fhoi Myore —repitió el rey Mannach mientras extendía los brazos. Y las grandes puertas de Caer Mahlod fueron abiertas, y por el túnel (que ahora pasaba por debajo del foso), llegó un gran cortejo de caballeros, doncellas y sirvientes que llevaban lanzas adornadas con estandartes y capas de seda y lino, hebillas y broches de oro rojizo finamente trabajado en el que había incrustadas amatistas, turquesas y madreperlas; escudos redondos tallados y adornados con esmaltes que formaban dibujos tan complicados que parecían ondular sobre ellos, vainas reforzadas con bandas de plata y zapatos dorados. Mujeres altas y hermosas montaban muy erguidas sobre caballos cuyas crines y colas habían sido engalanadas con cintas. Los hombres también eran altos y lucían frondosos bigotes rojos como las llamas o de un amarillo cálido como el oro, y sus cabelleras fluían libremente cayendo sobre sus hombros o estaban recogidas en trenzas o sostenidas en gruesos mechones con pequeños prendedores de oro, bronce o hierro en el que había joyas incrustadas.
En el centro de aquel abigarrado cortejo se alzaba un gigante con el pecho tan grande como un tonel, un coloso de barba roja, penetrantes ojos azules y mejillas atezadas por el viento que vestía una larga túnica de seda roja ribeteada con la piel del zorro invernal.
No llevaba casco, sólo una diadema de hierro que parecía ser de una gran antigüedad sobre la que habían sido dibujadas runas con delicadas incrustaciones de oro que se enroscaban sobre la banda de hierro.
—¡Bienvenido, viejo amigo! —exclamó con voz alegre el rey Mannach, quien seguía con los brazos extendidos—. ¡Bienvenido, rey Fiachadh del Lejano Oeste, de la antigua y verde tierra de nuestros antepasados!
Y el gigante de la barba roja abrió la boca, y rió con estruendosas carcajadas mientras pasaba una pierna sobre la silla de montar y se deslizaba hasta el suelo.
—Bien, Mannach, ya ves que he venido tal como me gusta hacerlo... ¡Con toda mi pompa y con toda mi aparatosa majestad!
—Lo veo y me alegro —dijo el rey Mannach abrazando al gigante—. ¿Quién querría encontrarse ante un Fiachadh distinto? Traes color y hechizos a Caer Mahlod, viejo amigo. ¿Ves? Mis gentes ya sonríen de placer, y el júbilo ya se va adueñando de todos.
Esta noche celebraremos un banquete para conmemorar tu llegada. ¡Nos has traído la alegría, rey Fiachadh!
El rey Fiachadh volvió a reír con placer ante las palabras del rey Mannach, y después se volvió para contemplar a Corum, quien se había quedado a cierta distancia mientras los dos viejos amigos se saludaban.
—Y éste es vuestro héroe sidhi, el héroe de vuestro nombre... ¡He aquí a Cremm Croich!
Fue hacia Corum y puso una mano enorme sobre el hombro de Corum. Después clavó la mirada en el rostro de Corum, y lo que vio allí pareció dejarle satisfecho.
—Te agradezco lo que hiciste para ayudar a mi hermano rey, sidhi. Traigo la magia conmigo, y luego hablaremos de eso. También traigo conmigo un asunto delicado... —se volvió hacia el rey Mannach— y del que todos debemos hablar.
—¿Es ésa la razón por la que nos visitáis, alteza? —preguntó Medhbh dando un paso hacia adelante.
Había estado visitando a un amigo en un valle que se encontraba a cierta distancia de Caer Mahlod, y había regresado muy poco antes de la llegada del rey Fiachadh. Aún llevaba el atuendo que se había puesto para cabalgar, prendas de cuero y lino blanco, y su cabellera pelirroja estaba sin recoger y bajaba por su espalda.
—Es la razón principal, hermosa Medhbh —dijo el rey Fiachadh inclinándose para besar la mejilla que le ofrecía la joven—. ¡Has llegado a ser tan bella como predije! Ah, mi hermana vuelve a vivir en ti...
—En todos los aspectos —dijo el rey Mannach, y sus palabras parecían encerrar un significado oculto que Corum no logró comprender.
Medhbh se rió.
—¡Vuestros cumplidos son tan desmesurados como vuestra vanidad, tío!
—Pero son igual de sinceros —replicó el rey Fiachadh, y le guiñó un ojo.
El tesoro traído por el rey Fiachadh
El rey Fiachadh había traído un arpista con él, y su música era tan ultraterrena que al oírla Corum sintió un escalofrío que recorrió todo su cuerpo durante un momento.
Corum pensó en el arpa que había sonado en el Castillo Owyn, pero no era la misma arpa. La música de aquélla era más dulce. La voz del arpista se confundía con las notas del arpa de tal manera que había momentos en los que resultaba difícil distinguirla de ellas. Corum estaba sentado con los demás en la gran sala de Caer Mahlod, en una única y enorme mesa. Los sabuesos iban y venían por entre los bancos olisqueando los juncos esparcidos sobre las losas en busca de restos de comida y charquitos del dulce hidromiel. Las antorchas llameaban con tanta viveza como si las risas que resonaban por toda la estancia sirviesen para iluminarla. Los caballeros y damas del rey Fiachadh habían imitado el ejemplo de sus señores y hablaban animadamente con los hombres y mujeres de Caer Mahlod, y muchas fueron las canciones que se cantaron, muchas las baladronadas pregonadas a voz en grito y muchas las historias improbables que se contaron.
Corum estaba sentado entre el rey Mannach y el rey Fiachadh, y Medhbh estaba sentada al lado de su tío, y todos ocupaban la cabecera de la gran mesa. El rey Fiachadh comía con tanto entusiasmo como hablaba, aunque Corum se dio cuenta de que el rey bebió muy poco hidromiel y de que evitó embriagarse como lo estaba haciendo su séquito. El rey Mannach tampoco bebió demasiado, y Corum y Medhbh siguieron su ejemplo. Si el rey Fiachadh había decidido no embriagarse tenía que haber una razón de gran peso para ello, pues resultaba evidente que le gustaba beber, y mientras comían el monarca contó varias historias casi fantásticas sobre su inmensa capacidad para aguantar la bebida.
El banquete discurrió alegre y animadamente, y la gran sala se fue vaciando poco a poco a medida que los invitados y moradores de Caer Mahlod se despedían dando las buenas noches con una reverencia y se marchaban, normalmente en parejas, y pronto sólo quedaron unos cuantos sirvientes que roncaban estirados junto a la mesa, un corpulento caballero del Reino de los Tuha-na-Manannan acostado debajo de ella, y un guerrero y una doncella del Reino de los Tuha-na-Cremm Croich estrechamente abrazados al lado de la pared.
Y entonces el rey Fiachadh habló, y su voz sonó repentinamente seria y grave.
—Eres el último al que he visitado, viejo amigo. —Clavó la mirada en el rostro del rey Mannach—. Ya sabía qué me dirías, y me temo que también sabía lo que dirían los demás.
—¿Qué diría...? —replicó el rey Mannach frunciendo el ceño.
—Después de que hubieras oído mi propuesta.
—¿Habéis estado visitando a otros reyes? —preguntó Corum—. ¿Habéis visitado a todos los reyes cuyas gentes siguen siendo libres?
El rey Fiachadh inclinó su enorme cabeza pelirroja.
—A todos. Debemos unirnos, y debemos hacerlo ahora mismo. Nuestra unidad es la única defensa que podemos oponer a los Fhoi Myore. Empecé visitando las tierras que se extienden al sur de las mías, las del Pueblo de los Tuha-na-Anu. Después zarpé con rumbo norte hacia las tierras en las que, entre otros, vive el Pueblo de los Tuha-na-Tirnam-Beo. Son montañeses, y gente de gran valor en el combate... Mi tercer viaje me llevó a lo largo de la costa y a la hospitalidad del rey Daffyn, monarca del Reino de los Tuha-na-Gwyddneu Garanhir. Mi cuarto viaje me ha llevado a las tierras del Reino de los Tuha-na-Cremm Croich. Tres reyes prefieren la cautela, pues piensan que atraer la atención de los Fhoi Myore significaría la destrucción instantánea de sus tierras. ¿Qué dice el cuarto rey?
—¿Qué pide el rey Fiachadh? —preguntó muy razonablemente Medhbh.
—Que todos los que quedan con vida, por lo que sé, cuatro grandes pueblos, se unan.
Tenemos algunos tesoros que el poder del sidhi quizá conseguiría emplear en favor nuestro. Tenemos grandes guerreros. Tenemos el ejemplo que nos habéis dado al derrotar a los Fhoi Myore. Deberíamos llevar el ataque a Craig Dôn o a Caer Llud, al lugar donde moren los seis Fhoi Myore que aún quedan. Un gran ejército, los restos de los mabden libres... ¿Qué me dices, rey?
—Digo que estaría de acuerdo —replicó el rey Mannach—. ¿Por qué no iba a estarlo?
—Hay tres reyes que no están de acuerdo. Cada uno de ellos piensa que corre menos peligro permaneciendo en sus tierras sin decir ni hacer nada, y los tres reyes tienen miedo. Dicen que luchar no servirá de nada mientras Amergin siga estando en manos de los Fhoi Myore. El Gran Rey elegido no ha muerto, por lo que no se puede elegir a un nuevo Gran Rey. Los Fhoi Myore sabían esto cuando permitieron que Amergin siguiera con vida...
—Vuestras gentes nunca se han dejado dominar por la superstición —intervino Corum—. ¿Por qué no cambiáis esa ley y elegís un nuevo Gran Rey?
—No se trata de una superstición —intervino el rey Mannach sin ofenderse por las palabras de Corum—. Para empezar, todos los reyes deben reunirse para elegir al nuevo Gran Rey, y supongo que algunos no se atreven a salir de sus dominios porque temen que esas tierras puedan ser atacadas durante su ausencia o porque temen ser atacados mientras se encuentren en otras tierras. La elección de un Gran Rey exige muchos meses, y hay que consultar a todo el mundo. Todos deben oír a los candidatos, y han de poder hablar con ellos si así lo desean. ¿Podemos infringir semejante ley? Si infringimos nuestras antiguas leyes, ¿valdrá la pena seguir combatiendo por nuestras costumbres?
—Nombrad Líder de Guerreros a Corum —dijo Medhbh—. Unificad a los reinos bajo su mando.
—Esa sugerencia ya ha sido hecha —dijo el rey Fiachadh— y salió de mis propios labios.
Nadie quiso aceptarla. La gran mayoría de nosotros no tenemos ninguna razón para confiar en los dioses. Los dioses nos han traicionado en el pasado, y preferimos no tener nada que ver con ellos.
—No soy un dios —dijo Corum sin inmutarse.
—Sois modesto —replicó el rey Fiachadh—, pero sois un dios... O, como mínimo, un semidiós. —El rey Fiachadh acarició su barba pelirroja—. Eso es lo que yo pienso, y os he conocido. En consecuencia, imaginad lo que piensan esos reyes que no os conocen... A estas alturas ya han oído las historias que se cuentan sobre vos, y cuando llegaron a ellos esas historias ya debían de haber sido considerablemente exageradas. ¡Por ejemplo, yo suponía que me iba a encontrar con alguien que mediría como mínimo cuatro metros de altura! —El rey Fiachadh sonrió, pues era más alto que Corum—. No, lo único que uniría a nuestras gentes sería el que Amergin quedara en libertad y volviera a ser el de siempre.