Authors: John Twelve Hawks
Se sentó en una roca y observó a Boone impartir órdenes a sus hombres. Cuando el
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les indicó que la persona del interior del refugio había sido neutralizada, un hombre con un hacha la emprendió a golpes con la pesada puerta de roble. Boone indicó al mercenario que se detuviera cuando hubiera abierto un agujero de unos sesenta centímetros cuadrados. Un momento después, uno de los babuinos se asomó por él como un perro curioso, y Boone le voló la cabeza de un disparo.
Los dos segmentados que quedaban dentro de la cabaña chillaron. Eran lo bastante listos para intuir el peligro y mantenerse alejados de la puerta. El mercenario del hacha reanudó la tarea. Quince minutos después había echado abajo la puerta. Los hombres de Boone entraron con cautela, apartando cajas y barriendo la oscuridad con sus escopetas. Michael escuchó más chillidos y luego disparos.
Uno de los mercenarios había encendido el fuego en el refugio de la cocina y repartió tazas de té entre los hombres. Michael se calentó las manos con la taza mientras esperaba noticias. Diez minutos más tarde, Boone salió por la destrozada puerta. Sonreía y parecía confiado, como si hubiera reafirmado su antigua posición. Aceptó una taza de té y se acercó a Michael.
—¿La Arlequín ha muerto? —preguntó este.
—Maya no estaba ahí dentro. Era una joven negra de Los Ángeles llamada Victoria del Pecado Fraser. —Boone rió por lo bajo—. Es un nombre que siempre me ha hecho gracia.
—¿Yno había nadie más en la cabaña?
—Oh, sí, había alguien más. En la bodega. —Boone dudó unos segundos, disfrutando de la tensión que reflejaba el rostro de Michael—. Acabamos de encontrar a su padre. Es decir, el cuerpo de su padre.
Michael cogió una linterna de mano de uno de los mercenarios y siguió a Boone a la cabaña. Las paredes y el suelo estaban salpicados de sangre, todavía fresca y roja. Un plástico cubría los cadáveres de los cuatro segmentados. Otro, el cuerpo sin vida de Vicki, pero Michael vio sus zapatillas, rotas y ensangrentadas.
Bajaron por una trampilla hasta un sótano con el suelo de tierra que daba a una sala contigua. Matthew Corrigan yacía sobre una losa de piedra cubierto por una sábana blanca. Mientras Michael lo contemplaba, las imágenes de su infancia lo abrumaron con una fuerza inusitada. Vio a su padre arrancando las malas hierbas del jardín trasero de la granja, conduciendo la baqueteada camioneta familiar y afilando el cuchillo de trinchar antes de servir el pavo en Navidad. Recordó a su padre cortando leña un día de invierno, la nieve que se adhería a su largo pelo mientras alzaba el hacha contra el azul del cielo. Aquellos días de la infancia habían quedado atrás. Se habían ido para siempre. Pero los recuerdos aún eran capaces de conmoverlo, y aquello lo enfureció.
—No está muerto —explicó Boone—. Lo hemos examinado con el equipo médico y hemos detectado que su corazón late. Este debe de ser el aspecto que uno tiene cuando cruza a otros dominios.
A Michael no le gustó la sonrisa chulesca de Boone y su tono de voz.
—Muy bien, lo ha encontrado —dijo—. Ahora salga de aquí.
—¿Por qué razón?
—No tengo por qué darle una razón. Si quiere conservar su empleo, le recomiendo que muestre algo más de respeto hacia el representante del comité ejecutivo de la Hermandad. Vaya arriba y déjeme solo.
Los labios de Boone se tensaron en una delgada línea, pero asintió y salió. Michael oyó a los demás mercenarios apartar las cajas contra la pared. Sosteniendo la linterna en la mano izquierda, contempló a Matthew Corrigan. Cuando era niño, todos decían que Gabriel era como su padre. Aunque Matthew tenía el pelo gris y el rostro surcado de arrugas, Michael vio el parecido. Se preguntó si habría algo de cierto en el rumor captado por los ordenadores de la Tabula. ¿Había estado Gabriel en esa isla y descubierto el cuerpo de su padre?
—¿Puedes oírme? —preguntó—. ¿Puedes... oírme?
No hubo respuesta. Rodeó la garganta de su padre con la mano y apretó con fuerza. Por un momento, creyó notar una débil pulsación. Si dejaba la linterna, podría apretarle la garganta con ambas manos. Aunque la Luz de un Viajero estuviera viajando por otros dominios, su cuerpo podía morir en este mundo. Nadie iba a impedirle que matara a Matthew Corrigan. Nadie criticaría su decisión. La señorita Brewster vería en ese acto una nueva demostración de lealtad a la causa.
Dejó la linterna en un hueco de la pared y se acercó más al cuerpo. Su aliento aparecía y se desvanecía en el frío aire. Nunca en toda su vida había estado tan concentrado. «Hazlo», pensó. «Hace quince años que huyó. Ahora puede desaparecer para siempre.»Extendió la mano y levantó los párpados de su padre. Un ojo, azul, le devolvió una mirada sin vida. Fue como contemplar un cadáver. Y ese era el problema. En ese mundo o en otro, deseaba enfrentarse a él y obligarlo a reconocer que había abandonado a su familia. Destruir aquel cascarón hueco no significaría nada. No le proporcionaría ninguna satisfacción.
En su mente brotó el recuerdo de una pelea en el colegio de Dakota del Sur, cuando era un adolescente. Michael propinó un puñetazo a su oponente, y el muchacho se cayó al suelo y se tapó la cara con las manos. Pero eso no fue suficiente. No era lo que él deseaba. Él quería la rendición total. Miedo.
Recogió la linterna y subió al ensangrentado almacén, donde Boone y dos mercenarios lo esperaban.
—Que carguen el cuerpo en el helicóptero —ordenó—. Nos lo llevamos de esta isla.
Los lobos esperaron a que Gabriel bajara del murete y entonces lo agarraron. Le ataron las manos a la espalda con un trozo de cable eléctrico y le vendaron los ojos con un viejo retal de camisa. Cuando lo tuvieron inmovilizado, uno de ellos le asestó un puñetazo en la garganta. Gabriel se desplomó en el suelo de la azotea e intentó hacerse un ovillo mientras los lobos le golpeaban en el pecho y el estómago. Estaba ciego y desesperado, apenas podía respirar.
Alguien le atizó en la espalda con un palo, y una oleada de dolor le recorrió todo el cuerpo. Oyó voces que hablaban de una escuela. Alguien dijo: «Levadlo al colegio». Unas fuertes manos lo obligaron a ponerse en pie y lo arrastraron escalera abajo. Una vez en la calle, caminó tropezando entre cascotes y ruinas mientras intentaba recordar qué dirección tomaban. Giro a la izquierda. Giro a la derecha. Alto. Pero el dolor le nublaba los pensamientos. Al final lo llevaron por otra escalera hasta una estancia con el suelo de terrazo. Le quitaron el cable eléctrico de las muñecas y le colocaron unas esposas. Le pusieron un grillete alrededor del cuello y sujetaron el extremo de la cadena a una anilla de acero fija en el suelo.
Gabriel tenía el cuerpo entumecido y notaba restos de sangre seca en las manos y la cara. En su mente se agolpaban imágenes del río, de los edificios derruidos y de las llamas de las cañerías del gas. Al cabo de un rato cayó en un inquieto sueño; se despertó con un sobresalto cuando oyó el golpe metálico de la puerta al abrirse. Una manos le quitaron la venda de los ojos y se encontró ante el hombre negro vestido con la bata blanca y el tipo rubio con el pelo trenzado.
—No puedes salir de este edificio —le dijo el rubio—. Y no tienes vida a menos que nosotros te la devolvamos.
Mientras los lobos le quitaban el grillete, Gabriel miró a su alrededor y vio un escritorio de profesor y una antigua pizarra. En una de las paredes había un alfabeto de cartulina recortada; varias letras descoloridas colgaban de cualquier manera de las pocas chinchetas que quedaban.
—Ahora vendrás con nosotros —dijo el negro—. El comisionado quiere verte.
Sujetándolo por los brazos, los dos lobos lo arrastraron por el pasillo. El edificio tenía paredes de ladrillo y pequeñas ventanas cerradas con postigos. En algún momento de los interminables combates, los lobos habían convertido el edificio en una mezcla de fortín, dormitorio, almacén y prisión. Gabriel se preguntó quién sería el comisionado. Tenía que ser necesariamente más corpulento, más fuerte y más cruel que los hombres que en esos momentos lo arrastraban con porras y cuchillos metidos en los cinturones.
Doblaron una esquina, cruzaron unas puertas batientes y entraron en una espaciosa sala que antaño había sido el auditorio del colegio. Había hileras de sillas de madera plegables ante un estrado. Una tubería corría por el techo y suministraba gas a una especie de estufa con forma de L en la que ardía una brillante llama. Había dos bancos contra la pared del fondo; los lobos, sentados en ellos, parecían siervos a la espera de ser recibidos por el rey.
En el centro del estrado había una gran mesa en la que se amontonaban carpetas, expedientes y libros de contabilidad. El hombre sentado tras ella vestía un traje azul, camisa blanca y corbata roja. Era delgado y calvo, y su rostro irradiaba autosuficiencia. Incluso desde aquella distancia, Gabriel intuyó que aquel hombre conocía todas las normas y estaba decidido a aplicarlas por las buenas o por las malas. Con él no habría negociaciones ni concesiones: todos eran culpables y todos serían castigados como correspondía.
Los guardas de Gabriel se detuvieron en mitad del pasillo y esperaron a que el comisionado concluyera su entrevista con un tipo corpulento que sostenía un saco de yute empapado en sangre. Uno de los ayudantes del comisionado contó los objetos que había en el interior del saco y susurró una cifra.
—Muy bien. —La voz del comisionado era potente y decidida—. Recibirás tu ración de comida.
El tipo del saco abandonó el estrado mientras el comisionado anotaba la cifra en el libro de cuentas. Haciendo caso omiso de los que esperaban, los dos lobos que flanqueaban a Gabriel lo subieron a la tarima por una rampa y lo obligaron a sentarse en un taburete frente a la mesa. El comisionado cerró su libro de cuentas y contempló aquel nuevo problema.
—Bien, he aquí nuestro visitante de no se sabe dónde. Me han dicho que te llamas Gabriel. ¿Es así?
Gabriel permaneció en silencio hasta que el tipo rubio le golpeó la espalda con la porra.
—Así es. ¿Quién es usted?
—Mis predecesores eran partidarios de los títulos carentes de significado y rimbombantes, como capitán general o jefe de Estado Mayor. Uno de ellos llegó a declararse presidente de por vida. Naturalmente, solo duró una semana. Tras pensarlo detenidamente, he elegido un título más sencillo: soy el comisionado de las patrullas de este sector de la ciudad.
Gabriel asintió pero no dijo nada. La llama de gas que ardía detrás de él emitía un sonido siseante.
—Por aquí ya han pasado otros visitantes del exterior, pero tú eres el primero al que veo. Dime: ¿quién eres y cómo has llegado hasta aquí?
—Soy como cualquier otro —dijo Gabriel—. De repente, abrí los ojos y vi que estaba al lado del río.
—No me lo creo.
El comisionado de las patrullas se levantó. Gabriel vio que llevaba una pistola al cinto. Chasqueó los dedos, y uno de los ayudantes se apresuró a acercarle otro taburete. El comisionado se sentó junto a Gabriel y le habló en voz baja.
—Algún día, los poderes divinos rescatarán al último grupo de supervivientes. Como es natural, me interesa alimentar este tipo de fantasías. Por mi parte, estoy convencido de que hemos sido condenados a masacrarnos unos a otros hasta el final de los tiempos. Eso significa que voy a quedarme aquí para siempre a menos que encuentre una forma de salir.
—¿Esta es la única ciudad de este mundo?
—Claro que no. Antes de que el cielo se oscureciera podían verse otras más abajo, siguiendo el río. Pero yo creo que solo son otros infiernos, tal vez con habitantes de otras culturas o de distintas épocas. En cualquier caso, las islas son todas iguales: un lugar donde las almas se ven condenadas a repetir este ciclo una y otra vez.
—Si me deja explorar la Isla, podría buscar un camino de salida.
—Sí. Eso te gustaría, ¿verdad? —El comisionado se puso en pie y volvió chasquear los dedos—. Traed la silla especial.
Uno de los ayudantes salió corriendo y regresó con una silla de ruedas, hecha de madera y mimbre. Le quitaron las esposas, lo sentaron en la silla y le ataron las muñecas a los reposabrazos y los pies al armazón con cable eléctrico. El comisionado supervisó la tarea; de vez en cuando indicaba que añadieran un nudo aquí y otro allá.
—Si usted es el jefe de todo esto —dijo Gabriel—, ¿por qué no puede detener las matanzas?
—No puedo suprimir el odio y la ira. Solo puedo canalizarlos en distintas direcciones. He sobrevivido porque soy capaz de identificar a nuestros enemigos, las degeneradas formas de vida que deben ser exterminadas. En estos momentos estamos dando caza a las cucarachas que se esconden en la oscuridad.
El comisionado bajó por la rampa, seguido del hombre rubio que empujaba a Gabriel en la silla. Recorrieron nuevamente los pasillos de la planta baja del colegio. Los lobos que deambulaban por allí inclinaban la cabeza al paso del comisionado. Si este viera el menor atisbo de deslealtad en sus ojos, los señalaría de inmediato como enemigos.
Al final de uno de los pasillos, sacó una llave y abrió una puerta negra.
—Quédate aquí-ordenó al tipo rubio. Luego empujó la silla de Gabriel y cruzaron la puerta.
Entraron en una amplia estancia llena de archivos de color verde. Algunos cajones estaban abiertos y su contenido yacía esparcido por el suelo. Gabriel vio currículos, expedientes, pruebas y comentarios de profesores. Algunas fichas estaban manchadas de sangre.
—Todos estos archivos contienen expedientes académicos —explicó el comisionado—. En la Isla no hay niños, pero cuando nos despertamos la primera mañana esto era un colegio de verdad, con tiza para las pizarras y comida en la cafetería. Pequeños detalles para aumentar el grado de crueldad: no destruimos una ciudad de cartón piedra, sino un sitio de verdad, con sus semáforos y sus puestos de helados.
—¿Para qué me ha traído aquí? —preguntó Gabriel.
El comisionado de patrullas empujó a Gabriel más allá de las hileras de archivados. Dos pequeñas llamas ardían en dos tuberías de gas que asomaban de la pared, pero las sombras de la sala eran más poderosas que su luz.
—Hay una razón por la que escogí este colegio como cuartel general. Todas las historias sobre visitantes están relacionadas con esta habitación. Hay algo especial en este lugar en concreto, pero todavía no he sido capaz de descubrir el secreto.
Llegaron a una zona de trabajo con mesas y sillas de metal. Gabriel estaba prisionero en su silla de ruedas, pero miró a un lado y a otro en busca del espacio de infinita oscuridad que le indicaría el camino de regreso al Cuarto Dominio.